24° domingo después de Pentecostés - textos litúrgicos

Reflexión espiritual sobre los textos litúrgicos del 24° domingo después de Pentecostés o 6° domingo después de Epifanía. Que la doctrina de Jesús, a modo de levadura, penetre y transforme nuestras almas.

MISA

INTROITO

Adorad a Dios, todos sus Ángeles: lo oyó y se alegró Sión: y se gozaron las hijas de Judá. Salmo: El Señor reinó, regocíjese la tierra: alégrense todas las Islas. — V. Gloria al Padre. EPISTOLA Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses. (I, I, 2-10.)

ORACIÓN

Suplicámoste, oh Dios omnipotente, hagas que, meditando siempre lo que es razonable, practiquemos con palabras y obras lo que a ti agrada. Por el Señor.

EPÍSTOLA

Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses. (I, I, 2-10.)

Hermanos: Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros, haciendo sin cesar memoria de vosotros en nuestras oraciones, acordándonos delante de Dios y de nuestro Padre de la obra de vuestra fe, y del trabajo, y de la caridad, y de la firmeza de vuestra esperanza en Nuestro Señor Jesucristo, sabiendo, hermanos, queridos de Dios, vuestra elección: porque nuestro Evangelio no os fue predicado sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, y con plena convicción. Vosotros sabéis, en efecto, lo que fuimos entre vosotros, por amor vuestro. Y vosotros os hicisteis imitadores nuestros, y del Señor, recibiendo la palabra, en medio de muchas tribulaciones, con la alegría del Espíritu Santo: de tal modo, que os habéis convertido en modelo para todos los fieles de Macedonia y de Acaya. Porque no sólo ha sido divulgada por vosotros la palabra del Señor en Macedonia y en Acaya, sino que también vuestra fe en Dios se ha hecho conocer en todo lugar, de suerte que no tenemos necesidad de hablaros de esto, pues ellos mismos nos refieren la acogida que tuvimos entre vosotros, y cómo os habéis convertido de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar la vuelta, desde los cielos, de su Hijo Jesús (a quien El resucitó de entre los muertos), el cual nos libró de la ira venidera.

El elogio que aquí hace San Pablo de la fidelidad de los cristianos de Tesalónica en guardar la fe que habían abrazado, elogio que la Iglesia nos pone hoy ante la vista, parecería más bien un reproche para los cristianos de hoy día. Entregados hasta entonces al culto de los ídolos, habían comenzado con todo fervor la carrera del cristianismo, hasta el punto de merecer la admiración del Apóstol. Numerosas generaciones cristianas nos han precedido a nosotros; hemos sido regenerados desde el momento de nuestra entrada en el mundo; hemos mamado, por decirlo así, con la leche, la doctrina de Jesucristo: y con todo eso, nuestra fe está lejos de ser tan ardiente, y nuestras costumbres tan puras como las de aquellos primeros fieles. Su única ocupación era servir al Dios vivo y verdadero, y esperar el advenimiento de Jesucristo; nuestra esperanza es idéntica a la que hacía palpitar sus corazones; ¿por qué no imitamos la fe generosa de nuestros antepasados? Nos cautiva el hechizo de lo presente. ¿Es que queremos desconocer le inestable de este mundo transitorio, y no tememos transmitir a las generaciones venideras, un cristianismo menguado e infecundo, completamente distinto del que fundó Jesucristo, del que predicaron los Apóstoles, del que abrazaron los paganos de los siglos primeros al precio de toda clase de sacrificios?

GRADUAL

Señor, las gentes temerán tu nombre, y todos los reyes de la tierra tu gloria. — V. Porque el Señor ha edificado a Sión: y será visto en su majestad.

ALELUYA

Aleluya, aleluya. — V. El Señor reinó, regocíjese la tierra: alégrense todas las Islas. Aleluya.

EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según San Mateo. (XIII. 31-35.)

En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas esta parábola: El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que toma un hombre y lo siembra en su campo. El cual grano es ciertamente la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es mayor que todas las legumbres, y se hace árbol, de modo que los pájaros del cielo vienen y anidan en sus ramas. Les dijo esta otra parábola: El reino de los cielos es semejante al fermento que toma una mujer y lo esconde en tres celemines de harina, hasta que la hace fermentar toda.

Nos da aquí Nuestro Señor dos símbolos bien expresivos de su Iglesia, que es su Reino, y que comienza en la tierra y termina en el cielo. ¿Cuál es ese grano de mostaza, oculto en la oscuridad del surco, invisible a todas las miradas, que aparece luego como un germen apenas perceptible, y va creciendo hasta hacerse un árbol, cuál es sino la Palabra divina, obscuramente sembrada en la tierra de Judea, sofocada durante un tiempo por la malicia de los hombres hasta ser enterrada en un sepulcro, surgiendo luego victoriosa hasta extenderse por el mundo entero? No había transcurrido aún un siglo desde la muerte del Salvador, y ya su Iglesia contaba con miembros fieles, más allá de las fronteras del Imperio romano. Desde entonces se ensayaron todos los métodos para desarraigar aquel árbol gigantesco: la violencia, la política, la falsa ciencia perdieron el tiempo en ello. Lo único que lograron fue desgajar algunas ramas; pero la sabia vigorosa del árbol las reemplazó al momento. Las aves del cielo que vienen a buscar cobijo y sombra en sus ramas, son, según interpretan los Padres, las almas que, ansiosas de lo eterno, aspiran a un mundo mejor. Si somos dignos del nombre de cristianos, no podremos menos de amar ese árbol, y sólo bajo su sombra protectora hallaremos seguridad y reposo.

La mujer de que se trata en la segunda parábola, es nuestra Madre la Iglesia. Fue ella, la que ocultó al principio del cristianismo, la divina enseñanza en la masa de la humanidad, como levadura secreta y saludable.

Las tres medidas de harina que empleó para hacer un pan agradable, son las tres grandes familias de la especie humana, salidas de los tres hijos de Noé, de quien descienden todos los habitantes de la tierra. Amemos a esa Madre, y bendigamos la celestial levadura, a la que debemos el ser hijos de Dios por serlo de la Iglesia.

OFERTORIO

La diestra del Señor ejerció su poder: la diestra, del Señor me ha exaltado: no moriré, antes viviré, y contaré las obras del Señor.

SECRETA

Suplicámoste, oh Dios, hagas que esta oblación nos purifique y renueve, nos gobierne y proteja. Por el Señor.

COMUNIÓN

Se admiraban todos de las palabras que salían de la boca de Dios.

POSCOMUNIÓN

Apacentados, Señor, con estas celestiales delicias, suplicámoste hagas que apetezcamos siempre aquellas cosas que nos dan la verdadera vida. Por el Señor.

Fuente: GUERANGER, Dom Prospero. El Año Litúrgico. Burgos, España. (1954) Editorial Aldecoa.