Beatificación y canonización desde Vaticano II P2

Continuando con el tema de las canonizaciones y cómo las reformas generadas por el Concilio Vaticano II han repercutido en ellas, en esta segunda parte, se examinarán las dificultades planteadas por las iniciativas post-conciliares respecto a las canonizaciones.

Segunda parte: las dificultades surgidas del Concilio

De hecho, la dificultad se plantea hasta hoy sin discusión posible con una sola canonización, la de Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975), beatificado el 17 de mayo de 1992 y canonizado el 6 de octubre de 2002 por el Papa Juan Pablo II. Hay también dos beatificaciones asombrosas (la de Juan XXIII y la de Teresa de Calcuta), pero como la beatificación no es infalible el problema no tenía hasta ahora la misma urgencia. No ocurre ya lo mismo después del anuncio oficial de la próxima beatificación de Juan Pablo II (*), pues ésta va a legitimar, de una manera particularmente sensible, la obra de este pontífice, que fue la puesta en práctica del Concilio Vaticano II, principalmente en relación con los dos puntos cruciales de la libertad religiosa y del ecumenismo.   Por otra parte, si bien es verdad que una beatificación es un acto transitorio, que reclama la canonización como su desenlace normal, podemos temer, a causa de lo que está en juego, que la causa de Juan Pablo II no se detenga a mitad de camino. Aquí como en otros asuntos, los católicos tienen al menos con qué justificar su perplejidad. Sin pretender tener la última palabra en esta historia (que queda reservada a Dios), se pueden plantear al menos tres dificultades mayores, que son suficientes para convertir en dudoso lo bien fundado de estas beatificaciones y canonizaciones nuevas. Las dos primeras ponen en cuestión la infalibilidad y la seguridad de estos actos. La tercera pone en cuestión su misma definición.

1) Primera dificultad: la insuficiencia del procedimiento

 

La infalibilidad no exime de cierta diligencia humana. La asistencia divina que causa la infalibilidad de las definiciones dogmáticas se ejerce al modo de una Providencia. Ésta, lejos de excluir que el Papa examine con cuidado las fuentes de la Revelación transmitidas por los apóstoles, exige por el contrario este examen por su propia naturaleza. Con ocasión del Concilio Vaticano I, el ponente encargado de defender en nombre de la Santa Sede el texto del capítulo IV de la futura constitución Pastor aeternus, relativo a la definición de la infalibilidad personal del Papa, insistió sobre este punto. «La infalibilidad del Romano Pontífice se obtiene no por modo de revelación ni por modo de inspiración sino por modo de una asistencia divina. Por ello el Papa, en virtud de su función, y a causa de la importancia del hecho, está obligado a emplear los medios requeridos para sacar suficientemente a la luz la verdad y enunciarla correctamente; y estos medios son los siguientes: reunión de los obispos, de los cardenales, de los teólogos y recurso a sus consejos. Estos medios serán diferentes según las materias tratadas y debemos ciertamente creer que cuando Cristo prometió a San Pedro y a sus sucesores la asistencia divina, esta promesa contenía también la relativa a los medios precisos y necesarios para que el Pontífice pueda enunciar infaliblemente su juicio» (27).     

Esto es aún más verdad para la canonización: ésta supone la verificación más seria de los testimonios humanos que atestiguan la virtud heroica del futuro santo, así como el examen del testimonio divino de los milagros, al menos dos para una beatificación y además otros dos para una canonización. El procedimiento seguido por la Iglesia hasta Vaticano II era la expresión de este rigor extremo. El proceso de la canonización suponía en sí mismo un doble proceso completado al tiempo de la beatificación, uno de los cuales se ventilaba ante el tribunal del Ordinario, que actuaba en su propio nombre; y otro más, el cual correspondía exclusivamente a la Santa Sede. El proceso de canonización comportaba el examen del breve de beatificación, seguido del examen de dos nuevos milagros. El procedimiento terminaba entonces cuando el Sumo Pontífice firmaba el decreto; pero antes de otorgar esta firma, celebraba tres consistorios consecutivos.

Por la constitución apostólica Regimini Ecclesiae Universae del 15 de agosto de 1967 y el motu proprio Sanctitais Clarior del 17 de marzo de 1969 el Papa Pablo VI modificó este procedimiento: la innovación esencial es la sustitución del doble proceso del Ordinario y de la Santa Sede por un único proceso que en lo sucesivo es tramitado por el obispo en virtud de su propia autoridad, y con el refuerzo de una delegación de la Santa Sede. La segunda reforma tuvo lugar como continuación a la promulgación del nuevo Código de 1983, con la constitución apostólica Divinus Perfectionis Magister de Juan Pablo II el 25 de enero de 1983. Esta ley particular, a la cual reenvía en adelante el Código, abroga toda disposición anterior. Fue completada por un decreto de 7 de febrero de 1983. Con arreglo a estas nuevas normas, lo esencial del proceso se confía al cuidado del obispo Ordinario: éste practica la encuesta sobre la vida del santo, sus escritos, sus virtudes y sus milagros e instruye un expediente que se transmite a la Santa Sede. La Sagrada Congregación examina ese expediente y se pronuncia antes de someter todo al juicio del Papa. Ya no se requiere más que un solo milagro para la beatificación y de nuevo uno solo para la canonización.

El acceso a los expedientes de los procesos de beatificación y de canonización no es fácil, lo cual apenas nos ofrece la posibilidad de verificar la seriedad con que se aplica este nuevo procedimiento. Pero es innegable que, tomado en sí mismo, ya no es tan riguroso como el antiguo. Cumple así tanto menos con las garantías requeridas de parte de los hombres de Iglesia para que la asistencia divina asegure la infalibilidad de la canonización, y con mayor razón la ausencia de error de hecho en la beatificación. Por otra parte, el Papa Juan Pablo II decidió hacer una excepción a este procedimiento actual (el cual estipula que el comienzo de un proceso de beatificación no puede tener lugar antes de cinco años tras la muerte del siervo de Dios) al autorizar la introducción de la causa de Teresa de Calcuta apenas tres años después de su muerte. Benedicto XVI actuó igual por la beatificación de su predecesor. La duda no se hace sino más legítima, cuando se conoce lo bien fundado de la lentitud proverbial de la Iglesia en estas materias.

2) Segunda dificultad: el colegialismo

 

 Si examinamos atentamente estas nuevas normas, nos apercibimos de que la legislación regresa a lo que era antes del siglo XII: el Papa deja a los obispos la carga de juzgar inmediatamente de la causa de los santos y se reserva solamente el poder de confirmar el juicio de los Ordinarios. Como explica Juan Pablo II, esta regresión es una consecuencia del principio de la colegialidad: «Pensamos que a la luz de la doctrina de la colegialidad enseñada por Vaticano II conviene mucho que los obispos sean asociados más estrechamente a la Santa Sede cuando se trata de examinar la causa de los santos» (28). Ahora bien, esa legislación del siglo XII confundía la beatificación y la canonización como dos actos de alcance no infalible (29). He aquí lo que nos impide asimilar pura y simplemente las canonizaciones salidas de esta reforma a actos tradicionales de un magisterio extraordinario del Sumo Pontífice; esos actos nuevos son tales que el Papa se contenta con autentificar el acto de un obispo ordinario residencial. Disponemos aquí de un primer motivo que nos autoriza a dudar seriamente de que las condiciones requeridas para el ejercicio de la infalibilidad de las canonizaciones estén ciertamente cumplidas.

El Motu Proprio Ad Tuendam Fidem de 29 de junio de 1998 refuerza esta duda. Este texto normativo tiene por fin introducir, explicándolos, nuevos párrafos en el Código de 1983, adición hecha necesaria por la nueva Profesión de fe de 1989. En un primer tiempo, la infalibilidad de las canonizaciones se establece en principio. La Profesión de fe de 1989 distingue en efecto tres campos de verdades que son objeto de la enseñanza del magisterio: verdades formalmente reveladas e infaliblemente definidas; verdades auténticamente enseñadas; verdades propuestas de manera definitiva e infaliblemente, porque están en vínculo de conexión lógica o de necesidad histórica con la Revelación formal. En la instrucción Donum Veritatis de 1990, que es el comentario auténtico de esta Profesión de fe, el cardenal Ratzinger da como ejemplos de este tercer campo: la ordenación sacerdotal exclusivamente reservada a los hombres; la ilicitud de la eutanasia; la canonización de los santos. El Motu Proprio de 1998 confiere una autoridad mayor a estos dos textos: el Papa los enseña al retomarlos como propios y los introduce en el Derecho canónico.

Pero en un segundo tiempo, el texto de Ad Tuendam Fidem establece distinciones que disminuyen el alcance de la infalibilidad de las canonizaciones, puesto que resulta del mismo que esta infalibilidad ya no se entiende claramente en el sentido tradicional. Es al menos lo que parece cuando se lee el documento redactado por el cardenal Ratzinger para servir de comentario oficial a este Motu Proprio de 1998 (30). Este comentario precisa de qué manera puede el Papa ejercer en lo sucesivo su magisterio infalible. Hasta aquí, teníamos el acto personalmente infalible y definitorio de la locutio ex cathedra, así como los decretos del concilio ecuménico. En adelante tendremos también un acto que no será ni personalmente infalible ni definitorio por sí mismo sino que permanecerá un acto del magisterio ordinario del Papa: este acto tendrá por objeto discernir una doctrina como enseñada infaliblemente por el Magisterio ordinario universal del Colegio episcopal. En consecuencia, el Papa ejerce sobre este tercer modo un acto de magisterio que es infalible en razón de la infalibilidad del Colegio episcopal; y este acto no será definitorio por sí mismo, pues se limitará a indicar lo que enseña el Colegio episcopal (31). En este caso, el Papa actúa como el intérprete del magisterio colegial (32).

Ahora bien, si observamos las nuevas normas promulgadas en 1983 por la Constitución apostólica Divinus Perfectionis Magister de Juan Pablo II, está claro que en el caso preciso de las canonizaciones el Papa va a ejercer su magisterio -por mor de la colegialidad- con arreglo a este tercer modo. Si tenemos en cuenta a la vez la Constitución apostólica Divinus Perfectionis Magister de 1983 y el Motu proprio Ad Tuendam Fidem de 1998, cuando el Papa ejerce su magisterio personal para proceder a una canonización, parece ciertamente que su voluntad sea la de intervenir como órgano del magisterio colegial; las canonizaciones por lo tanto no están ya garantizadas por la infalibilidad personal del magisterio solemne del Papa. ¿Lo estarían en virtud de la infalibilidad del Magistero ordinario universal del Colegio episcopal? Hasta aquí toda la tradición teológica jamás dijo que tal fuese el caso, y consideró siempre la infalibilidad de las canonizaciones como el fruto de una asistencia divina deparada solamente al magisterio personal del Papa, asimilable a la locutio ex cathedra. He aquí un segundo motivo que nos autoriza a dudar seriamente de la infalibilidad de las canonizaciones cumplimentadas en dependencia de estas reformas post-conciliares.

3) Tercera dificultad: la virtud heroica

 

El objeto formal del acto magisterial de las canonizaciones es la virtud heroica del santo. De igual manera que el magisterio es tradicional porque enseña siempre las mismas verdades inalteradas, así la canonización es tradicional porque debe señalar siempre la misma heroicidad de las virtudes cristianas, comenzando por las virtudes teologales. En consecuencia, si el Papa da en ejemplo la vida de un fiel difunto que no ha practicado las virtudes heroicas, o si las presenta en una óptica nueva, inspirada más por la dignidad de la naturaleza humana que por la acción sobrenatural del Espíritu Santo, no se ve en qué este acto podría ser una canonización. Cambiar el objeto es cambiar el acto.

Este cambio de óptica nos es primeramente atestiguado por un signo. Desde Vaticano II, el  número de las beatificaciones y de las canonizaciones ha tomado proporciones inauditas. Así Juan Pablo II realizó por si solo más canonizaciones que cada uno de sus predecesores del siglo XX y más también que todos sus predecesores reunidos, desde la creación de la Congregación de Ritos por Sixto V en 1588. El propio Papa polaco se explicó sobre este incremento del número de las canonizaciones en un discurso a los cardenales con ocasión del consistorio del 13 de junio de 1984: «Se dice a veces que hay hoy demasiadas beatificaciones. Pero más allá del hecho de que esto refleja la realidad que por la gracia de Dios es la que es, ello corresponde también a los deseos expresos del Concilio. El Evangelio se ha difundido tanto en el mundo y su mensaje ha arraigado tan profundamente que es precisamente el gran número de beatificaciones lo que refleja de manera viva la acción del Espíritu Santo y la vitalidad que hace brotar en el terreno más esencial para la Iglesia, el de la santidad. Fue, en efecto, el Concilio el que puso en evidencia de manera particular la llamada universal a la santidad». Por lo tanto este cambio de orden cuantitativo tiene por causa un cambio de orden cualitativo. Si las beatificaciones y las canonizaciones son en adelante más numerosas, es porque la santidad que atestiguan posee una significación diferente: la santidad no es ya algo raro sino algo universal. Esto se explica porque la santidad se considera desde Vaticano II como un dato común. La idea de la vocación universal a la santidad se encuentra en el centro del capítulo V de la constitución Lumen Gentium. Vocación universal, que comporta dos consecuencias. Primeramente, es algo notable que en este texto no se hable en absoluto de la distinción entre, de un lado, la llamada remota a la santidad, que tiene lugar en principio para todos, y por otro lado, la llamada próxima (y eficaz), que no tiene lugar para todos (33). En segundo lugar, es también notable que en el texto se pase por alto la distinción entre una santidad común y una santidad heroica, en la cual consistiría la perfección propiamente dicha (34): el término mismo de “virtud heroica” no aparece en ninguna parte en este capítulo V de la constitución Lumen Gentium. Y de hecho, desde el Concilio, cuando los teólogos hablan del acto de la virtud heroica, tienen más o menos tendencia a definirlo distinguiéndolo más bien del acto de virtud simplemente natural, en lugar de distinguirlo de un acto ordinario de virtud sobrenatural (35). He aquí una primera razón que nos autoriza a dudar de que las beatificaciones y las canonizaciones realizadas desde Vaticano II se identifiquen con lo que la Iglesia había siempre querido hacer hasta aquí al ejercer tales actos.

Este cambio de óptica aparece también si observamos la orientación ecuménica de la santidad desde Vaticano II. La orientación ecuménica de la santidad fue afirmada por Juan Pablo II en la encíclica Ut Unum Sint así como en la carta apostólica Tertio Millenio Adveniente. El Papa hizo alusión a una comunidad de santidad que trasciende a las diferentes religiones, manifestando la acción redentora de Cristo y la efusión de su Espíritu sobre toda la humanidad (36). En cuanto al Papa Benedicto XVI, es forzoso reconocer que da de la salvación una definición que va en el mismo sentido ecumenista, y que falsea por ese mismo hecho la noción de santidad, correlativa a la salvación sobrenatural (37). He aquí una segunda razón por la cual no podemos sino dudar que los actos de estas nuevas beatificaciones y canonizaciones tengan una continuidad real con la Tradición de la Iglesia.

Conclusión

Tres razones serias autorizan al fiel católico a dudar de lo bien fundado de las nuevas beatificaciones y canonizaciones. Primeramente, las reformas que han seguido al Concilio han ocasionado insuficiencias ciertas en el procedimiento, y en segundo lugar introducen una intención colegialista, dos consecuencias que son incompatibles con la seguridad de las beatificaciones y la infalibilidad de las canonizaciones. En tercer lugar, el juicio que tiene lugar en los procesos hace intervenir una concepción por lo menos equívoca y por lo tanto dudosa de la santidad y de la virtud heroica.

En el contexto surgido de las reformas post-conciliares, el Papa y los obispos proponen a la veneración de los fieles católicos auténticos santos, pero canonizados al término de un procedimiento insuficiente y dudoso. Así la heroicidad de las virtudes del padre Pío de Pietralcina, canonizado después de Vaticano II, no plantea duda alguna, mientras que en cambio no se puede sino vacilar ante el nuevo estilo de proceso que condujo a proclamar sus virtudes.

Por otra parte, el mismo procedimiento hace posibles canonizaciones antaño inconcebibles, donde se otorga el título de la santidad a fieles difuntos cuya reputación permanece controvertida y en quienes la heroicidad de la virtud no brilla con un resplandor insigne. ¿Es claramente seguro que, en la intención de los papas que han realizado estas canonizaciones de nuevo tipo, la virtud heroica es aquello que era para todos sus predecesores, hasta Vaticano II? Esta situación inédita se explica en razón de la confusión introducida por las reformas post-conciliares. No cabe disiparla a menos de combatir la raíz y de interrogarse sobre lo bien fundado de esas reformas.

Padre Jean-Michel Gleize, FSSPX        


Notas

27) Discurso pronunciado en nombre de la Diputación de la fe por Mons. Gasser, obispo de Brixen, con ocasión de la 84ª asamblea general del 11 de julio de 1870, en respuesta a la enmienda 53ª sobre el capítulo cuarto de la constitución De Ecclesia en Mansi, t. 52, col. 1213. Ver también Cardenal Louis Billot, SJ, L´Église. II – Sa constitution intime,  en Courrier de Rome, 2010, nº 991, p. 486.    

28) Constitución apostólica Divinus Perfectionis Magister, AAS, 1983, p. 351 : «Putamus etiam praelucente doctrina de collegialitate a concilio Vaticano II proposita valde convenire ut ipsi episcopi magis Apostolicae Sedi socientur in causis sanctorum tractandis». Este texto de Juan Pablo II se cita por Benedicto XVI en su Mensaje a los miembros de la Asamblea plenaria de la Congregación para las causas de los santos, de fecha 24 de abril de 2006 y publicado en la edición en lengua francesa del Osservatore Romano del 16 de mayo de 2006, p. 6.

29) Es la opinión dada por Benedicto XIV en su tratado De la beatificación de los siervos de Dios y de la canonización de los santos, libro I, capítulo X, nº 6.

30) Apartado 9 de la Nota de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe publicada en las AAS de 1998, p. 547-548.

31) Por ejemplo, la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis, de 22 de mayo de 1994, se presenta por el cardenal Ratzinger como un acto infalible de la infalibilidad del magisterio ordinario colegial. En la intención explícita de la Santa Sede, no cabe asimilar ese texto a una locutio ex cathedra. 

32) AAS de 1998, p. 548: «Romani pontificis declaratio confirmandi seu iterum affirmandi actus dogmatizationis novus non est sed confirmatio formalis veritatis ab Ecclesia jam obtentae atque infallibiliter traditae».

33) Esta confusión implica una predestinación del Pueblo de Dios por entero a la santidad y a la salvación. Y ello implica también una definición de la Iglesia en el sentido protestante. Al contrario, como observa el padre Garrigou-Lagrange (Perfección cristiana y contemplación, tomo 2, p. 419-427), “llamado” no quiere decir “elegido” o “predestinado”. Y es el sentido de las parábolas del Evangelio (Lc 18/7, Mt 20/16, 22/14, 24/24, Mc 13/20-22). Todos los cristianos están llamados a la santidad en razón de la gracia de su bautismo y por lo tanto también en tanto que forman parte de la Iglesia; pero no todos son elegidos, lo cual conduce a negar que la Iglesia sea la sociedad de los predestinados.  

34) La distinción entre la virtud común y la virtud heroica es sin embargo una distinción esencial: como lo observa entre otros el padre Garrigou-Lagrange, la santidad heroica corresponde a un modo divino de actuar que permanece específicamente distinto del modo humano, y esto supone bastante más que una simple diferencia de grado. Y el modo divino tiene lugar cuando la intervención de los dones del Espíritu Santo, que es común en todos los bautizados, no es ya frecuente pero latente o manifiesta pero rara, sino que se hace a la vez frecuente y manifiesta. Ver Perfección cristiana y contemplación, tomo I, p. 404-405.   

35) Por ejemplo: Jean-Michel Fabre en su obra La Sainteté canonisée, Téqui, 2003, p. 104-105. Incluso en el marco de la vida sobrenatural ordinaria, el bautizado está ya sometido a la influencia de los dones del Espíritu Santo, la cual es lo propio de la actividad sobrenatural en general, y no el elemento formal que distinguiría a la actividad heroica. Como subraya el padre Garrigou-Lagrange, este elemento sería más bien la influencia de los dones no en tanto que tal sino en tanto que preponderante y manifiesta.

36) «El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división» (Tertio Millenio Adveniente, apartado 37); «En la irradiación que emana del “patrimonio de los santos” pertenecientes a todas las Comunidades, el “diálogo de conversión” hacia la unidad plena y visible aparece entonces bajo una luz de esperanza. En efecto, esta presencia universal de los santos prueba la trascendencia del poder del Espíritu. Ella es signo y testimonio de la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal que dividen la humanidad» (Ut Unum Sint, apartado 84); «La comunión aún no plena de nuestras comunidades está en verdad cimentada sólidamente, si bien de modo invisible, en la comunión plena de los santos, es decir, de aquéllos que al final de una existencia fiel a la gracia están en comunión con Cristo glorioso. Estos santos proceden de todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, que les abrieron la entrada en la comunión de la salvación. Cuando se habla de un patrimonio común se debe incluir en él no sólo las instituciones, los ritos, los medios de salvación, las tradiciones que todas las comunidades han conservado y por las cuales han sido modeladas, sino en primer lugar y ante todo esta realidad de la santidad» (Ut Unum Sint, apartado 84); «El testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes, como revelaba ya Pablo VI en la homilía de la canonización de los mártires ugandeses» (Tertio Millenio Adveniente, apartado 37).

37) Benedicto XVI, Discurso pronunciado con ocasión del encuentro ecuménico en el arzobispado de Praga, el domingo 27 de septiembre de 2009 en DC nº 2433, p. 971-972. «Aquellos que fijan su mirada en Jesús de Nazaret con los ojos de la fe saben que Dios ofrece algo que es más profundo, aunque inseparable de la “economía” del amor que obra en este mundo: Él ofrece la salvación. El término posee múltiples significaciones, pero expresa algo fundamental y universal que atañe a la aspiración humana al bienestar y a la plenitud. Evoca el ardiente deseo de reconciliación y de comunicación que surge de las profundidades del espíritu humano. Es la verdad central del Evangelio y el fin hacia el cual se dirigen todos los esfuerzos de evangelización y cualquier atención pastoral. Y es el criterio a partir del cual los cristianos reorientan constantemente su mirada cuando se esfuerzan por curar las heridas de las divisiones pasadas».