El bautismo en los niños pequeños

Desde hace algunos años, la liturgia moderna parece haber introducido una nueva pastoral del bautismo. Para que veamos con más claridad este problema, vamos a examinar lo que nos descubre la revelación divina, tal como nos lo manifiestan la Sagrada Escritura, los escritos de los Padres de la Iglesia y la enseñanza de los Sumos Pontífices. 

Desde hace algunos años, la liturgia moderna parece haber introducido una nueva pastoral del bautismo. Algunas ceremonias del Ritual tradicional han sido, simplemente, suprimidas, como la imposición de la sal y los exorcismos. Se obliga a los padres y padrinos a que asistan a multitud de reuniones de preparación como si fueran ellos los que fuesen a recibir el bautismo, etc. Y no deja incluso de ser frecuente escuchar a los sacerdotes decir que el bautismo no quita el pecado original. Pero de todas estas modificaciones una de las más significativas es la de no querer bautizar e incluso negar el bautismo a los niños pequeños. Para que veamos con más claridad este problema, vamos a examinar lo que nos descubre la revelación divina, tal como nos lo manifiesta la Sagrada Escritura, los escritos de los Padres de la Iglesia y la enseñanza de los Sumos Pontífices. Después intentaremos encontrar una explicación coherente de la incorrecta práctica actual.

LO QUE ENSEÑA LA TRADICIÓN

La Sagrada Escritura nos habla de los bautismos que los Apóstoles confirieron en varias familias. San Pablo y Silas bautizaron en Filipos a la familia de Lidia (Hch 16, 14-15) y al carcelero «con todos los suyos» (Hch 16, 33). San Pedro había ya bautizado, por revelación divina, al centurión Cornelio y a toda su familia (Hch 10, 14 y ss.). Crispo, jefe de la sinagoga de Corintio y su familia fueron evangelizados y bautizados (Hch 18, 8 y ss.). Finalmente, San Pablo nos dice en su primera epístola a los Corintios (1 Co 1, 16) que bautizó en Corintio a «la casa de Estéfana». ¿Qué podemos deducir de estos hechos? Ninguno de los textos citados nos habla positivamente del bautismo de los niños pero ninguno tampoco lo excluye explícitamente. Nadie puede afirmar con exactitud si los niños están incluidos en las familias bautizadas o no. Lo cierto es que Cristo mandó: «Dejad a los niños y no les impidáis que se acerquen a mí» (Mt 19, 14), pero podemos dudar que esto sea suficiente para hacer una aplicación concreta al Bautismo.

Si la Sagrada Escritura no nos da ningún argumento decisivo en favor del bautismo de los niños, la Tradición (segunda fuente de la revelación de Jesucristo) es mucho más unánime. A fines del siglo II, San Ireneo nos dice que «Cristo vino para salvar a todos los que renacen en Dios, recién nacidos, pequeños, niños, jóvenes y ancianos» (Contra las herejías, II, 22, 4). Tertuliano expresa su desacuerdo con la práctica del bautismo de los niños (Del Bautismo, 18), lo que indica que esta práctica existía a principios del siglo III. Orígenes no duda en indicarnos, a mediados del siglo III, el origen de esta costumbre: «la Iglesia ha recibido de los Apóstoles la tradición de bautizar también a los niños» (Comentario de la Epístola a los Romanos, 5, 9). San Cipriano se apoya en una decisión del Concilio de Cartago en el año 252 para pedir que se bautice a los niños tres días después de su nacimiento (Carta 64, 2). Podemos acabar esta breve enumeración con San Agustín, el doctor de la gracia, quien escribe en su Comentario al Génesis (10, 23, nº 39): «La costumbre de la Iglesia, nuestra madre, de bautizar a los niños no debe ser despreciada ni decir que es superflua; debe creerse en ella porque es de tradición apostólica. La edad tierna tiene en su favor el gran testimonio de haber sido la primera en derramar su sangre por Cristo». Y toda la doctrina de San Agustín sobre el bautismo está centrada en este punto: la generación de la carne transmite el pecado original y no la gracia.

Esta enseñanza constante de los Santos Padres halla su eco fiel en las decisiones de los Papas y de los concilios, depositarios de la doctrina de la salvación según la orden de Cristo (Mt 16, 18-20). Para el 4º Concilio de Cartago, en el año 418, es anatema todo el que pretende que no hay que bautizar a los niños pequeños o que el bautismo no les sirve de nada para perdonarles los pecados (canon 2). El 2º Concilio de Letrán, en el año 1139 «condena y excluye de la Iglesia de Dios a todos los que, disimulando exteriormente la religiosidad, reprueban el bautismo los niños» (canon 23). Inocen­cio III confirmó esta doctrina en el año 1201 en su Carta a Humberto de Arles, y en el año 1208, en su Profesión de fe a los Valdenses que dice así: «Aprobamos, pues, el bautismo de los niños que, como creemos y confesamos, se salvan si mueren después del bautismo, antes de haber cometido pecados; creemos igualmente que todos los pecados, tanto el original como los cometidos voluntariamente, son borrados por el bautismo». Sobre la necesidad del bautismo para la salvación de los adultos y de los niños, se podrían citar también los concilios 4º de Letrán en el año 1215, el de Viena en el año 1311 y el de Florencia en el año 1447. Contra los protestantes, y sobre todo contra los anabaptistas, el Concilio de Trento precisó que para ser bautizado no es necesario tener la edad de Cristo (Decreto sobre el Bautismo, canon 12), pues el niño que ya fue bautizado no necesita volverlo a ser en la edad adulta (canon 14). El Concilio explica además la razón profunda de esta práctica del bautismo de los niños: sólo el bautismo los puede curar del pecado original con el que están manchados (Decreto sobre el pecado original, nº 4). Finalmente, ante las insinuaciones de los modernistas, el Papa San Pío X tuvo que reprobar la opinión según la cual «la costumbre de conferir el bautismo a los niños fue una evolución disciplinar y constituyó una de las causas por que este sacramento se dividió en dos: el bautismo y la penitencia» (Decreto Lamentabili, proposición condenada nº 43).

¿QUÉ PENSAR DE LA PRÁCTICA ACTUAL?

Acabamos de probar la práctica incesante de la Iglesia Católica, pero es preciso que indiquemos también las causas y razones fundamentales de ésta. El bautismo de los niños no es sino un caso particular del mandamiento general que dio Nuestro Señor: «Id, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19-20). Es la aplicación a todos de lo que Jesucristo le dijo a Nicodemo en privado: «Quien no naciere de arriba no puede entrar en el reino de Dios... Quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos» (Jn 3, 3-5).

¿Por qué el carácter tan absoluto de esta orden? Porque, como dice San Cipriano, «el niño ha contraído desde su nacimiento, como descendiente de Adán, el virus mortal del antiguo contagio» (Carta 64, 5). Todos nosotros nacemos con la mancha original que se transmiten los hombres por generación. Este es el argumento central de Santo Tomás de Aquino: «El Apóstol dice en la epístola a los Romanos: ‘Si por la transgresión de uno solo, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por medio de uno solo, Jesucristo’ (Ro 5, 17). Ahora bien, los niños, por el pecado de Adán han contraído el pecado original, como lo deja ver el que estén sometidos a la mortalidad que, por el pecado del primer hombre ha pasado a los demás, como lo indica el Apóstol en el mismo lugar. Así que, con mayor razón, los niños pueden recibir por medio de Cristo la gracia que les hará reinar en la vida eterna. El Señor mismo dice: ‘Quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos’ (Jn 3, 3). Por eso es necesario bautizar a los niños, porque así como por Adán incurrieron en su condenación al nacer, del mismo modo puedan obtener su salvación por Cristo cuando renacen» (IIIª, q. 68, art. 9, corp.).

Es cierto que para un adulto es indispensable prepararse al bautismo: 1) expresando su intención de recibirlo; 2) profesando la fe católica: «El que crea y se bautice se salvará» (Mc 16, 16); 3) arrepintiéndose de sus pecados: «Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados» (Hch 2, 38). Los adultos, al tener uso de razón, pueden y deben orientarse a sí mismos hacia la salvación. Los niños, sin embargo, no pueden usar su razón, de modo que el único remedio que tienen es el bautismo de agua. «Si son niños -comenta Santo Tomás de Aquino- no hay que diferir el bautismo, primeramente porque no se puede esperar de ellos una instrucción más buena ni una conversión más profunda, y además a causa del peligro de muerte en el que se hallan, puesto que ellos no pueden tener otro remedio más que sacramento del bautismo» (IIIª, q. 68, art. 3, corp.).

Se nos puede objetar que el Bautismo, que nos proporciona la inhabitación de la Santísima Trinidad (1 Co 3, 16-17), borra el pecado original, todos los pecados personales (para los adultos) y todas las penas debidas por estos pecados. De este modo, ¿no sería mejor esperar a la edad adulta para recibir el bautismo, como se hacía en los primeros siglos de la Iglesia? Respondamos que si esta práctica estuvo en vigor se trataba en realidad de un abuso contra el cual lucharon los Santos Padres, como San Gregorio de Nicea en su obra titulada Contra la costumbre de quienes retrasan el bautismo. Además, escuchemos a San Agustín, quien fue víctima de esta costumbre: cuando era joven cayó enfermo, por lo que se le iba a bautizar pero al curarse, se dejó para más tarde; éstas son las reflexiones que este retraso le inspiró: «Mi purificación fue diferida como si nunca más tuviese yo que volverme a manchar al encontrar de nuevo la vida. Sin duda se pensaba que, si después de la ablución bautismal volvía yo a caer en el barro del pecado, mi responsabilidad sería más pesada y peligrosa... ¿Fue para mi bien que me fueron desatadas de este modo las riendas del pecado?... Mucho más provechoso me hubiese sido ser curado prontamente, ya que tanto celo hemos tenido que emplear yo y los míos para poner esta alma en lugar seguro para su salvación, bajo la tutela de Quien se la hubiese dado entonces» (Confesiones I, 12, 17-18). Donde la gracia reina más tiempo con su cortejo de virtudes y dones, Dios reina también con más estabilidad. ¿Por qué no querer que los niños se conviertan cuanto antes en los templos del Espíritu Santo? ¿Por qué dejar más tiempo bajo el yugo del demonio a esas almas que Dios quiere librar por medio del sacramento del bautismo, sus oraciones, sus exorcismos y la infusión del agua salvífica?

Antes de sacar la conclusión, respondamos a algunas objeciones muy actuales, pero que ya comentaba Santo Tomás en el siglo XIII.

¿Cómo puede ser apto para recibir el Bautismo un niño, puesto que no puede manifestar su decisión personal de ser bautizado, ya que como no tiene uso de razón, no puede arrepentirse de sus pecados ni profesar solemnemente su fe? En realidad los niños son bautizados en la fe de su madre, la Santa Iglesia. Como una madre alimenta por sí misma a su hijo que todavía no puede valerse, la Iglesia le da a sus hijos la salvación que todavía no pueden obtener por sí mismos. Además, ¿no es justicia que «quien ha sido herido por obra de otra persona (sea) también curado por la palabra de otra persona?» (San Agustín, Sermón 254, 12). ¿Sería injusto que quien se alejó de Dios sin un acto personal vuelva a Él sin un acto personal?

Otra objeción, muy moderna en su formulación: al bautizar a un niño sin pedirle su opinión se atenta contra su libertad; ¿cómo se le puede imponer una serie de compromisos que a lo mejor él nunca hubiese asumido? Respondamos que procurar alcanzar la felicidad del cielo es una obligación para todos: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Ti 2, 4). El bautismo es el medio para lograr esta salvación (Jn 3, 3). El bautismo no compromete al niño a un estado de vida particular (sacerdocio, vida religiosa, celibato o matrimonio), sino a un camino común de salvación. ¿Acaso no es lo que hacen todos los padres en el plan temporal cuando les dan el alimento, medicinas y educación (sabiendo que todo esto es indispensable para su crecimiento físico, intelectual y moral) sin pedirles si están de acuerdo o no? Cuando un niño está enfermo, ¿deciden los padres esperar a que sea mayor para saber si acepta la medicina que lo va a curar? ¿Por qué los padres admitirían esto en el plan espiritual? ¿No es el bautismo el remedio al pecado original?

La amplitud del problema que estamos tratando, que no se conocía en otro tiempo, es muy significativa. Nos hace pensar en: 1) una ausencia de la fe en el dogma revelado del pecado original (Ef 3, 3); 2) una falta de fe en el poder intrínseco de los sacramentos (en este caso del bautismo), siempre y cuando no se ponga un obstáculo personal; 3) una falta de fe en Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nos ha instruido sobre la necesidad del Bautismo para salvarnos (Mt 28, 19-20; Mc 16, 16). Por eso, permanezcamos fieles a la pastoral tradicional del bautismo de los niños recién nacidos, que es la única garantía para la salvación de su alma.

R. P. François Knittel