El inicio del año litúrgico

La Iglesia cumple su misión de santificarnos, principalmente, por su liturgia. Culto público, ritos y sacramentos, oraciones oficiales, días de fiesta y tiempos litúrgicos son los medios de que se sirve para unirnos a Cristo y hacer nuestras almas semejantes a la suya.

Todos los años, de Adviento a Pentecostés, nos ayuda a celebrar los principales acontecimientos de la vida del Salvador, no simplemente para recordarlos, sino para, con su recuerdo, renovarnos por la aplicación de las gracias particulares que nos proporciona cada uno de ellos. La constante comunicación con los misterios de Cristo impregna así nuestras almas de una vida auténticamente cristiana, ligada íntimamente a la de la Iglesia. El sentido y el espíritu de estas celebraciones litúrgicas nos lo inculca la misma Iglesia; no tenemos más que dejarnos guiar por Ella para penetrar en el corazón del misterio cristiano y sacar de él todo el provecho de su eficacia sobrenatural.

La celebración anual de los misterios de Cristo comprende dos ciclos sucesivos: el ciclo de Navidad y el ciclo de Pascua.

El ciclo de Navidad comprende:

  1. un tiempo de preparación para el nacimiento del Mesías, o tiempo de Adviento;
  2. la celebración, o tiempo de Navidad; y
  3. una prolongación de él, o sea, el tiempo de Epifanía.

El ciclo de Navidad tiene por fin, principalmente, recordarnos la transformación radical que se ha obrado en nuestras vidas humanas por la encarnación del Verbo. El propio Hijo de Dios, no solamente se ha hecho uno de nosotros, sino que nos ha dado también el poder de ser nosotros mismos hijos de Dios, un pueblo nuevo, una raza santa, que Él anima con su vida divina y conduce hacia el cielo.

Y precisamente esta transformación de nuestra vida es la que celebra la Iglesia en Navidad. Nos hace hallar en la santa humanidad del Salvador la fuente siempre inexhausta de nuestra vida sobrenatural e invoca sobre nosotros, como sobre todos los hombres, el cumplimiento total de la obra de la redención, inaugurada con su venida a este mundo.

Hablemos de la primera parte del ciclo de Navidad, el Adviento.

El Tiempo de Adviento

(Del 1er. Domingo de Adviento al 24 de Diciembre)

La lectura de los textos litúrgicos de que se sirve la Iglesia durante las cuatro semanas de Adviento nos descubre claramente su intención de que nos asimilemos la mentalidad del Pueblo escogido en la Antigua Ley, de los patriarcas y profetas de Israel, quienes suspiraban por la llegada del Mesías en su doble advenimiento de gracia y de gloria.

La Iglesia nos recuerda con frecuencia en esta época a los Santos Patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, al hablar en el breviario de las promesas relativas al Mesías que les fueron hechas. A todos ellos los vemos cada año desfilar, formando el magnífico cortejo que precedió a Cristo en los siglos anteriores a su venida. Pasan a nuestra vista Abraham, Jacob, Judá, Moisés, David, Miqueas, Jeremías, Ezequiel y Daniel, Isaías, S. Juan Bautista, José y, sobre todo, María, quien resume en sí misma todas las esperanzas mesiánicas, pues de su fiat depende su cumplimiento. Todos ansían que venga el Salvador y le llaman con ardientes deseos. Al recorrer las misas y los oficios del adviento siéntese el alma impresionada por los continuos y apremiantes llamamientos al Mesías: “Ven, Señor, y no tardes.” “Venid, y adoremos al rey que va a venir.” “El Señor está cerca, venid, y adorémosle.” “Manifiesta, Señor, tu poder, y ven.” “¡Oh Sabiduría! ven a enseñarnos el camino de la prudencia.” “¡Oh Dios!, guía de la casa de Israel, ven a rescatarnos.” “¡Oh vástago de Jesé! ven a redimirnos, y no tardes.” “¡Oh llave de David y cetro de la casa de Israel!, ven y saca a tu cautivo sumido en tinieblas y sombras de muerte.” “¡Oh Oriente! Resplandor de la Luz eterna, ven y alúmbranos…” “¡Oh Rey de las naciones y su deseado!, ven a salvar al hombre que formaste del barro.” “¡Oh Emmanuel (Dios con nosotros)! Rey y legislador nuestro, ven a salvarnos Dios y Señor nuestro.”

El Mesías esperado es el Hijo mismo de Dios; Él es el gran libertador que vencerá a satanás, que reinará eternamente sobre su pueblo, al que todas las naciones han de servir. Y como la divina misericordia alcanza no sólo a Israel, sino a todo el gentilismo, debemos hacer nuestro aquel Veni, y decir a Jesús: “¡Oh Piedra angular, que reúnes en Ti a todos los pueblos, ven!” Todos seremos guiados por un mismo Pastor.

Esta venida de Cristo, anunciada ya por los Profetas y a la que el pueblo de Dios aspira, es una venida de misericordia.

El divino Redentor se apareció en la tierra bajo la humilde condición de nuestra humana existencia. Es también una venida de justicia, en que aparecerá rodeado de gloria y majestad al fin del mundo, como Juez y supremo Remunerador de los hombres. Los videntes del Antiguo Testamento no separaron estos dos advenimientos, por donde también la liturgia del Adviento, al traer sus palabras, habla indistintamente de entrambos.

Por lo demás, ¿acaso estos dos sucesos no tienen un mismo fin? “Si el Hijo de Dios se ha bajado hasta nosotros haciéndose hombre (1er advenimiento), ha sido precisamente para hacernos subir hasta su Padre” (Oración del Domingo de Ramos), introduciéndonos en su reino celestial (2° advenimiento). Y la sentencia que el Hijo del hombre, a quien será entregado todo juicio, ha de fallar cuando por segunda vez viniere a este mundo, dependerá del recibimiento que se le hubiere hecho al venir por vez primera.

“Este niño, dijo Simeón, está puesto para ruina y resurrección de muchos, y será una señal que excitará la contradicción.” El Padre y el Espíritu Santo darán testimonio de que Cristo es el Hijo de Dios, y el mismo Jesús lo probará bien por sus palabras y sus milagros. “Bienaventurados los que no se escandalizaren por mi causa”, porque “el que pusiere en Cristo su confianza no será confundido.” Y al contrario, ¡ay de aquél que chocare contra esa piedra de salvación! Porque quedará desmenuzado. “Si alguno se avergüenza de Mí o de mis palabras, dice Jesús, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en su gloria y en la de su Padre y sus santos Ángeles.”

A todos cuantos hubieren negado a Cristo en la tierra, Él los desechará de sí, separándolos para siempre de los que le han sido fieles, y juntando en torno suyo a cuantos le hubieren acogido por su fe y su amor, los hará entrar en pos de sí en el reino de su Padre. Estrechamente unidos al Hijo de Dios humanizado, serán eternamente “el Cristo y su Cuerpo Místico”, o lo que S. Agustín llama “el Cristo Total”.

De ahí que paralelamente al advenimiento del Hijo de Dios, la Iglesia somete a nuestra consideración el recibimiento que le dispensaron; en frente del menosprecio de la soberbia judía, el recibimiento de los humildes pastores, y sobre todo, el de los magos poderosos, figura de la gentilidad que un día por su fe entrará en el reino de Dios, mientras el pueblo judío será rechazado. “No encontré tanta fe en Israel, dijo Jesús al Centurión; por eso vendrán de Oriente y Occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, mientras que los hijos del reino serán arrojados a las tinieblas exteriores.”

Se comprende, pues el doble fin del Adviento. Crear en nosotros las verdaderas disposiciones para su primera venida en Navidad, venida de gracia, y mediante ella disponernos a su segunda venida de gloria, cuando en medio de sus Ángeles vendrá a llevarnos consigo al reino de su Padre.

En el santo Adviento no nos preocupemos sólo de su venida misericordiosa, al revés de los judíos, que únicamente quisieron admitir el advenimiento glorioso del Mesías. Dejemos toda su amplitud a las fórmulas litúrgicas, para que ejerzan en nosotros toda su eficacia y digamos con la Iglesia: ven Salvador y Juez mío. Líbrame aquí de mis pecados, y llévame un día a tu cielo. Como todos los Patriarcas y Profetas, en Ti pongo toda mi esperanza.

¡Oh, cuán benéfica es la liturgia de este tiempo que así nos dispone a celebrar el advenimiento de Jesús en vista del segundo, de manera que aprovechándonos de las gracias del Redentor, no hayamos por qué temer los castigos del Juez! “Haz, Señor, pide la Iglesia, que, recibiendo con alegría al Hijo de Dios ahora que viene a rescatarnos, podamos también contemplarle seguros cuando viniere a juzgarnos” (Vigilia de Navidad).

Así pues el Adviento nos predica que Jesucristo es el centro de la historia del mundo, la cual comienza con la esperanza de su venida de gracia y terminará con su postrer y glorioso advenimiento. Y la liturgia hace desempeñar a todos los cristianos su papel respectivo en el plan divino. Si Cristo bajó a la tierra accediendo a los apremiantes llamamientos de los justos del Antiguo Testamento, bajará también hoy día en vista de las llamadas que le dirige la humanidad generación tras generación y vendrá sobre todo por Navidad a las almas fieles con una infusión nueva de gracia. Vendrá por fin Jesús, llamado por los últimos cristianos, cuando se vean perseguidos por el anticristo.

Nuestras aspiraciones a Cristo son las mismas que las de los Patriarcas y Profetas ya que el breviario y el misal ponen en nuestros labios las palabras que ellos mismos en otros tiempos pronunciaron. ¿No es, pues, uno mismo el grito de fe, de esperanza y de amor que se viene elevando a Dios y a su divino Hijo en el correr de los siglos? Animémonos de los mismos entusiasmos, de las ardientes súplicas de un Isaías, de un S. Juan Bautista y de la benditísima Virgen María, de esas tres figuras que tan cumplidamente encarnan el espíritu del Adviento; aspiremos con sinceridad, con amor, con impaciencia, por Jesús en su doble advenimiento: “Al Rey que va a venir, venid adorémosle.”

Sacado del Misal diario y vesperal, de Don Gaspar Lefebvre O.S.B, tiempo de adviento