El Martirio de Miguel Agustín Pro

A las diez horas con treinta minutos del 23 de noviembre de 1927, en el patio de la estación de policía ubicada en lo que hoy son instalaciones del diario El Universal, sobre Bucareli, miles de personas, por dentro y fuera de lo que constituía el cuadro de práctica de tiro, escuchan las voces de mando emitidas por el Coronel Mazcorro.

Desde las ventanas de Excélsior, muchos miran cómo un sacerdote, vestido con alzacuello (la sotana la prohíben las criminales leyes contra la Iglesia), se incor­pora de rezar hincado sus últimas oraciones y se para de frente al pelotón de fusilamiento, abriendo los brazos y con los ojos semicerrados, grita, un momento antes ele la orden de "¡fuego!", un firme "¡Viva Cristo Rey!", tras el cual se escucha la descarga que lo hace doblarse hacia el piso.

Miles de personas, una multitud que hace temer a los ejecutores, se santiguan al momento que el cuerpo cae. Hay llanto, dolor, consternación y va tomando for­ma el rezo del rosario. Se escucha el tiro de gracia.

Los hasta entonces seguros sicarios (tan seguros que permitieron se tomaran fotos del fusilamiento), encabezados por un masón reconocido, el General Roberto Cruz, titubean, asustados, ante la ola de rumo­res que se desprende de las voces unidas en el rezo, en el llanto.

Tratan de borrar las huellas de su obra, cuando ya las placas fotográficas, algunas listas para dar la vuelta al mundo, muestran el estado en que vive México, país casi cien por ciento católico, en manos de sus muy mi­noritarios enemigos.

Prosiguen, sin embargo, los fusilamientos, de aquellos que, unos en realidad y otros en casos "fabrica­dos" por el gobierno de Plutarco Elías Calles, fueron su­puestamente ajusticiados. El ingeniero Luís Segura Vilchis, motivado con el ejemplo del Padre Pro, muere con dignidad, como lo hace su hermano Humberto y varios más.

El atentado

Todo se inició el domingo 13 de noviembre de 1923, en el cual, pese a la fuerte escolta que el General Álvaro Obregón llevaba, Luis Segura Vilchis, católico, miembro de la "Liga Defensora de la Libertad Religiosa" y de la "Unión Popular" jalisciense, sin involu­crar a nadie más y sin decir para qué, solicitó prestado un automóvil y con dos bombas caseras (preparadas por él mismo, que era ingeniero), intentó, en las calles del Bosque de Chapultepec, matar al entonces candidato a la reelección presidencial (contra la cual dijo anteriormen­te luchar), Álvaro Obregón.

Frustrado el intento, muerto el chofer por los dis­paros de la escolta obregonista y chocado el auto de los cuasi magnicidas, la bravura de Segura Vilchis fue tal, que se quedó viendo los resultados del accidente y char­ló personalmente con Obregón, cuando éste llegó al sitio donde el auto ardía en llamas sobre la Avenida Chapultepec, ya fuera del bosque.

De carácter tan violento que llegó a matar a pa­rientes y compadres suyos, Obregón exigió de inmediato la detención de quienes fueran responsables.

Calles, a quien se consideró siempre un pelele de Obregón, de inmediato solicitó al General sinaloense Roberto Cruz, que aprovechara la ocasión para presen­tar como culpables a los hermanos Pro.

Ellos, Humberto y Roberto ciertamente participa­ron, por haber conseguido, o más bien prestado sin saber para qué, el auto en que se cometió el atentado. Era un Essex, registrado a nombre de Daniel García, en reali­dad Roberto Pro.

Sin embargo, la fecha del atentado, los tres, tras oír misa, la pasaron en una casa de la Colonia Anáhuac, departiendo, comiendo y jugando fútbol, hasta que, por la tarde llegó a sus manos una edición extra del Gráfico (vespertino perteneciente al Universal) dándose así cuenta del atentado contra Obregón y mencionando como sospechosos a los hermanos Pro.

La organización que Humberto y Roberto habían llevado a los organismos de apoyo al movimiento coste­ro mencionados ("Unión Popular" y "Liga Defensora de la Libertad Religiosa") significaba, desde hacía tiempo, que Calles esperaba el momento de soltar la garra enci­ma de tan significado grupo de católicos. Ese día llegó la hora de la venganza para "el Turco".

Con el padre Miguel Agustín Pro Juárez, las cuentas eran otras. Nació el 13 de enero de 1891, ingresó a la Compañía de Jesús el 10 de agosto de 1911, se formó jesuita en Granada, España, tras los rigurosos 14 años de estudios que por entonces llevaban los discípu­los de San Ignacio y fue ordenado en agosto de 1925.

El padre Pro estuvo algún tiempo en Enghien, Bélgica, donde se llevaba a cabo una labor especial de trato y conversión de trabajadores, en especial los de las minas de Charleroi. Con el bagaje religioso y cultural ahí adquirido, en el vapor "Cuba", regresó al México que había dejado en 1911, el 6 de julio de 1926. Se relata como curioso que no haya tenido problema en su in­greso, dado el ambiente anticlerical que privaba en esos días, pues venía de sotana y no negó ser presbítero.

El 31 de julio de 1926 (25 días después del regre­so de Miguel Pro) entró en vigor la ominosa "Ley Ca­lles", que dejaba a la discreción de los gobernadores (impuestos por Calles mismo), el número de sacerdotes que cada estado debía tener.

En esas condiciones, en la Ciudad de México ya, Pro, vestido de civil, realizó tareas extenuantes, en mo­mentos en que los cultos en las iglesias estaban suspen­didos. Narra el Padre Joaquín Cardoso que "decía misa, confesaba, daba comuniones, asistía enfermos, imponía los santos óleos a los agonizantes, impartía ejercicios espirituales a grupos de trabajadores, visitaba las cár­celes, todo multiplicado, todo difícil, todo bajo la cons­tante amenaza de la Inspección de Policía."

En una ciudad de México con medio millón de habitantes, su fama pronto corrió tanto para los católicos como para sus enemigos, quienes le asignaron a un fa­moso Inspector, Valente Quintana, para seguirlo.

Quintana, fue uno de tantos "enemigos ex oficio" (enemigos en razón de su cargo) de Pro, que semanas después, al verlo dirigirse al "cuadro" de fusilamiento, le pidió perdón.

Fue voz generalizada, entre la gente de aquel tiempo, que se recurrió a la tortura moral (y tal vez físi­ca) de una muchacha, para descubrir al culpable y que ella únicamente dio un nombre: Luis Segura Vilchis.

Pero éste, gracias a su entereza, contaba con un testigo de calidad, aquel con el que charló el día del atentado: Álvaro Obregón.

Este, indicó que Segura Vilchis no era culpable, que había estado en el lugar del choque y el ingeniero fue sollado.

Cuando se dio cuenta de que habían aprehendido a los Pro y que iban a desquitar en ellos, inocentes, su rencor por el atentado, con hombría, Segura Vilchis se entregó y confesó ser autor del intento de asesinato.

Pero Calles no iba a desperdiciar la oportunidad de sacrificar a los Pro y convenció a Obregón de su cul­pabilidad, ordenando fusilar a los bravos hermanos zacatecanos, tras una farsa de juicio y matando, además, al confesor Segura Vilchis y algunos más que tomaron o no parte en el atentado.

La enormidad de la injusticia hizo que vinieran protestas, tanto del embajador argentino, como del sonorense, íntimo de Obregón, Arturo H. Orcí, quien tuvo el valor de encararse con Calles, tratando de evitar el martirio. Se dice que Obregón, como el General Cruz, nunca creyeron en la culpabilidad de los Pro, pero por no disgustar al "Turco", terminaron aceptando. Un abogado que nunca conoció a los Pro, Luis E .Mc Gregor, presentó una solicitud de amparo para ellos y ayudado por Mariano Azuela Jr. (hijo del escritor tapatío del mismo nombre), llevaron el acta solici­tando al General Cruz la suspensión de la ejecución, pero no los dejaron pasar.

La intervención del ministro Argen­tino, directamente ante Calles, evitó la muer­te de Roberto Pro, pero no las de Humberto y Miguel Agustín.

Conclusiones

El martirio del Padre Pro, con el sello de la injusticia de la causa en su contra y de la pasividad con la que, como el cordero (y como el Cordero de Dios) se dejó llevar al sacrificio, tiene un significado que pocas veces nos ponemos a recordar.

Se trata de esa muerte en expiación, en favor de un México doliente que era ca­tólico de verdad, tal vez más, triste es decir­lo, que muchos elementos de su clero.

Pero la mayor ofensa que podemos hacer a una entrega tan absoluta es dejarla en el olvido.

Si en estos tiempos de apostasía y de ecumenismo sobre bases humanas, tenemos aún la Misa legítima, los sacramentos completos y sacerdotes que vigilen su cum­plimiento; la enseñanza de los evangelios con el sentido que Cristo y sus apóstoles difundieron y aún escuelas que formen católicos auténticos, por los cuatro vientos, es probablemente gracias a la sangre del Padre Pro y de muchos más mártires de la fe.

Los restos del Padre Pro se encuentran en la Igle­sia de la Sagrada Familia, en una urna al lado derecho del altar. Si bien ahí se celebran "asambleas del pueblo" que ya no son misas, es bueno acercarse y rezar un rosa­rio por este jesuita ejemplar, pedirle su intercesión y no dejar caer en el olvido su martirio.

Lo peor que nos pueden hacer nuestros enemigos (y lo intentan en todas las formas) es hacernos olvidar estas gestas. Como en los primeros tiempos, la sangre de los mártires, es semilla de cristianos.

Pidamos, al hombre que entregó su vida en la tie­rra, en nuestra tierra, que siga ayudándonos desde el cielo.