El negocio esencial: Salvar tu alma

“¿De que le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (San Mateo 15, 26)

¿Para qué sirve la vida?

No se pueden negar estos dos hechos:

  1. Hace poco Usted no existía.
  2. Dentro de poco tiempo Usted ya no existirá.

1ª Pregunta: ¿De dónde venimos?

De Dios. No hay duda. ¿Acaso hace falta probar que un coche necesita un constructor? Pues bien, el cuerpo y el alma también tienen una organización inteligente que viene de alguien: de Dios, "de una inteligencia extraordinaria" como dice Cicerón. Y la Sagrada Escritura añade: “... aunque no son excusables, porque si pueden alcanzar tanta ciencia y son capaces de investigar el universo, ¿cómo no conocen más fácilmente al Señor de él?" (Sabiduría 13,9), y San Pablo por su parte: “De manera que son inexcusables,  por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias...” (Romanos 1, 20-21).

2ª Pregunta: ¿A dónde nos dirigimos?

No somos bestias. Una mosca, un perro, no pueden ni escribir ni leer esta página. Solas sobre la tierra, nuestras inteligencias dominan así a la materia. Se necesita de un espíritu para pensar y juzgar. La bondad y la justicia no pueden cortarse en pedazos, se es justo o no se es justo. No más que las ideas, nuestro espíritu es indivisible, no puede cortarse o corromperse: nuestro espíritu es inmortal. Así pues, nuestra inteligencia y nuestra voluntad, eso que nos hace ser alguien, no mueren. Nosotros no morimos, pero querámoslo o no tendremos que dejar esta vida. No hemos sido creados para permanecer para siempre en esta vida. No sabemos ni lo que sucederá el día de mañana. ¿Qué es, pues, la vida? “Es humo que aparece por un momento y luego se disipa” (Santiago 4,14).

¿Cuál es, entonces, el fin de la vida?

¿Quién nos lo dirá? Ciertamente que los hombres no. Un coche no escoge por sí mismo su camino, sino aquél que lo maneja. ¿Existe alguien que haya regresado después de la muerte? De todos modos esto no es tan importante, ya que “...no se dejarán persuadir, ni aun cuando alguno resucite de entre los muertos” (San Lucas 16, 31). Un hombre no es más que eso, un hombre.

Únicamente Dios puede dar la respuesta, y ya la dio. Ha demostrado con hechos que es Él quien ha hablado. Ha hecho lo que sólo Él puede hacer: milagros, crear lo que no existe. Los hombres lo han testimoniado aun a costa de sus bienes, de su reputación y de su vida. No tenemos certeza mayor que provenga de los hombres.

Dios habló, el Verbo Encarnado, Jesucristo, ha dicho:

“...los justos irán a la vida eterna y los condenados al suplicio eterno” (San Mateo, 25, 46).

“Es necesario que caigamos en una de las dos eternidades”, dice San Ambrosio.

¿Cómo diferenciarlas? Dios “dará el pago a cada quien según sus obras” (Romanos 2, 6). Lo que es necesario, pero que frecuentemente no llega mientras uno está en este mundo.

¿Cuál es esta “Vida Eterna”, y por qué este “suplicio”?

Recordemos: tenemos inteligencia y voluntad, y viviremos siempre con ellas. Dios nos creó por amor, y “porque Dios es bueno, es que nosotros existimos”, dice San Agustín. Nuestra felicidad consiste en conocer el Bien, en recibirlo y en darlo. Poseer con toda nuestra alma al Dios infinito que es “Espíritu de amor” (San Juan, 4, 24), he aquí nuestra “dicha de las dichas”, como decía el Santo Cura de Ars. Sólo Dios no nos abandona en la hora de la muerte como lo hacen bienes terrenales y “le veremos cara a cara, tal como Él es” dice San Pablo a los Corintios (I Corintios 13, 12).

Ahora comprendemos mejor lo terrible que es perder a Dios, aunque no podemos comprenderlo del todo porque no podemos comprender “el infinito”. Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman”,  escribió San Pablo (I Corintios 2, 9). Sin embargo, comprendemos mejor una idea si observamos su contraparte. Hace falta hallarse en la miseria para apreciar la comodidad, en la enfermedad para valorar el precio de gozar de buena salud. Apliquemos esto a la salvación eterna. La alternativa que existe es terrible:

Salvación o Condenación

Estar condenado significa estar cortado, separado de Dios. Esto no podemos comprenderlo por ahora, pues nos excede.

Esta es la razón por la que Dios ha unido el fuego a la condena. ¡Cuánta misericordia!, dijo un gran Doctor de la Iglesia, San Buenaventura, discípulo de San Francisco de Asís. Sí, ¡cuánta misericordia! Cada quien sabe lo que es quemar y ser quemado. Por tanto, el negocio de nuestra salvación es grave. El cielo o el fuego para siempre. “Salado por el fuego”, dijo Jesús (San Marcos 9, 49). Igual que la sal se impregna y conserva los alimentos, nosotros podemos también arder eternamente en el infierno.

Dios es bueno (Salmo 72, 1)

Sí, Dios perdona. Podemos contar con su perdón y su misericordia si dejamos de ofenderlo. Él ha dicho El que me ama, guarda mis mandamientos” (San Juan 14, 15), Dios nos ama a todos.

¿Seguiremos ignorándolo con nuestra ingratitud? “Considera especialmente el pecado de la ingratitud hacia Dios- dice San Francisco de Sales- el cual es un pecado general que hace que vengan todos los demás y los hace infinitamente más enormes... abismo de la ingratitud... cloaca de la ingratitud... ¿Qué hemos hecho por Dios que ha hecho tanto por nosotros?”

Dice Dios por el profeta Ezequiel: “¿Acaso quiero yo la muerte del impío, sino más bien que se arrepienta de sus malos caminos y viva? ¡Conviértanse y vivirán!” (Ezequiel 18, 22 y 32).

Dios nos ama (San Juan 3, 16)

Es más ignominioso y más miserable ofender a aquél que ama que a aquél que juzga. Si alguien no ama a Dios y no se enmienda de sus pecados, se aleja del amor de Dios, de Dios mismo que es amor. Ese alguien se aleja de El y al morir ¡qué despertar! Se reunirá con el rico malo del Evangelio, atormentado con las llamas del fuego (San Lucas 16, 24).Un gran abismo” los separa de Dios, “Quien te creó sin ti y sin ti no te podrá salvar”, dice San Agustín. “Si no hacéis Penitencia, todos igualmente perecerán” (San Lucas 13, 3).

No digan:

“Hacerme cargo yo de mi salvación, eso es ser interesado, egoísta”.

Ciertamente debemos cumplir nuestras obligaciones en esta vida. Más aun, seremos juzgados “de toda palabra ociosa”, es decir, de aquello que no sea “lo único necesario” (San Mateo 12, 36 y San Lucas 10,42). ¿Y nosotros pensamos amar al prójimo sin ayudarnos, para ir al cielo, de nuestras oraciones, de nuestras palabras y de nuestros actos? "Estamos llenos de compasión y de piedad por los males de este mundo, no obstante que sabemos que ellos llegan a su término y fin con esta vida. ¿No deberíamos tener más compasión por los suplicios que deberán durar para siempre?”, dice Santa Teresa de Ávila. ¿Cumplimos con el deber de caridad si permitimos que nuestro prójimo ignore el fuego que le espera?

La Sagrada Escritura precisa:

“Si yo digo al impío: "¡ciertamente morirás!", y tú no le amonestares y no le hablares para retraer al malvado de sus perversos caminos para que viva él, el malvado morirá en su iniquidad, pero te demandaré a ti su sangre. Mas, si habiendo tú amonestado al impío, no se convierte él de su maldad y de sus perversos caminos, él morirá en su iniquidad, pero tú habrás salvado tu alma” (Ezequiel 3, 18-19). Si uno quiere la felicidad de su prójimo, ¿qué mejor, sino ayudarle a alcanzar su salvación? Y si él no logra su salvación por nuestra negligencia, ¿de qué habrán servido nuestras “obras de caridad”?

"La Salvación es el mayor bien, más que la creación entera,

la cual pasará, mientras que la salvación no”, dice San Agustín.

“Granjéense amigos que los reciban en las moradas eternas”, dice Jesucristo (San Lucas 16, 9).

San Roberto Belarmino nos insta a que trabajemos por nuestra salvación eterna. “Un condenado, además, aumenta el sufrimiento y el castigo de aquellos que lo han precedido en las llamas eternas, donde cada uno odia y tortura al otro”.

¿Por qué preocuparse en pensar en la Salvación?

No decir: “Yo ya superé ese estado, estoy por encima de él”. ¿Acaso se es como un ángel, para poder estar seguro de permanecer en el nivel en que se piensa que se está? ¿Acaso uno será más que los pequeños niños de Fátima, a quienes la Santísima Virgen les mostró el fuego del infierno en que se consumen pecadores y demonios? “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”, dice Nuestro Señor (San Mateo 18, 3).

Santa Teresa de Ávila nos exhorta así: “Sean ustedes de aquellos que ya tienen su voluntad tan perfectamente unida a la de Dios, que soportarían toda clase de tormentos y sufrirían mil muertes antes que ofenderle a Él, ya que en ocasiones serán a tal punto embestidos por las tentaciones y las persecuciones, que deberán de nuevo considerar que todo se termina aquí abajo, que hay un cielo y un infierno”. Y San Pablo, el apóstol de los gentiles, escogido por el Señor en el camino de Damasco y transportado al cielo, después de haber sufrido mucho por Cristo, creía ser un “réprobo” (I Corintios 9, 27).

"A la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre", (San Mateo 24, 44).

No seamos, pues, de aquellos muchos que dicen: “No me apremia el morir, ¡ya tendré mucho tiempo para pensar en ello cuando esté en el cielo!” ¿Qué les hace estar tan seguros de que irán al cielo? No saben “ni el día ni la hora”, en que Dios los llamará: “¡Da cuenta de tu administración!”, (San Lucas 16, 2). Y San Pablo nos advierte: “De Dios nadie se burla” (Gálatas 6, 7). No se engañen, no hay sino una sola puerta por donde entrar.

Entonces, serán acusados por todas partes “a la derecha, tus pecados te persiguen, a la izquierda los demonios se presentan contra ti”, escribió San Anselmo. “El mismo placer del pecado se convierte en el instrumento del castigo”, señala San Agustín. “Sí, detesta tus pecados, que sólo pueden perderte en esta terrible jornada”, nos dice San Francisco de Sales.

Santa Catalina de Siena, también dice: “Cada quien puede y debe esperar enmendarse al final, siempre y cuando tenga un poco de tiempo; pero nadie debe adjudicarse esta esperanza para postergar siempre la enmienda de su vida. Que nadie cuente con esta última hora, que nadie se atenga al instante de la muerte para enmendarse” (Diálogo de la obediencia).

¿Pero, por qué no hablar más de ello?

Algunos dicen: “Ustedes son los únicos que hablan de ello; en la Casa del Padre hay muchas moradas; ustedes son tan solo una escuela... la del temor”. Sí, hay muchas moradas, pero hace falta llegar a la Casa del Padre, y no existe sino un camino que lleva a la vida “porque la puerta es angosta y estrecho el camino que lleva a la vida, y pocos son los que lo encuentran” (San Mateo 7, 14).

Hay que tomar el camino, hay que ser de Cristo quien es “el Camino” (San Juan 14, 6) y entonces sí, hay que escoger la morada. “Obren su salud con temor y temblor” dice San Pablo (Filipenses 2, 12).

"Te rurgo: que arregles tu negocio" (I Timoteo 4,10-11).

Dios ha querido hacerse hombre para pagar sobre la Cruz nuestra Salvación eterna, ¿despreciaremos su Sangre? Nuestro Señor nos advierte con estas palabras: “Pero Dios le dijo: insensato, esta misma noche te pedirán el alma” (San Lucas 12, 20). Debemos arreglar este negocio de una vez y para siempre: o el cielo o el infierno.

“Ello me hace desear ardientemente que en este negocio tan importante de la salud no estemos satisfechos sino bajo la condición de que hagamos todo, sí, todo lo que esté a nuestro alcance”, dice Santa Teresa, quien nos invita a ser el valiente “capitán que lleva una multitud tras de sí”; como también dice el apóstol San Judas: “convenciendo a los dudosos, trabajando por la salvación de los demás para alejarlos del fuego y temiendo a los desdichados empedernidos”. Sí, hay que cuidar el negocio de la salud espiritual, cuidemos de nuestro único negocio. San Bernardo nos lo dice y nos lo reitera: “Las niñerías de los pequeños las llamamos así, niñerías y las niñerías de los mayores se llaman negocios. Nuestra felicidad está en la búsqueda del camino del cielo”. Por su parte, San Agustín nos dice: “Tú lo has dispuesto así, Señor, que todo espíritu desordenado sea en sí mismo un suplicio”.

Hay que procurar tener “Esa paz que sobrepasa todo conocimiento”, “que es el inicio de la vida eterna”, deshaciéndonos de esa “masa que se precipita al infierno” como dice San Agustín, el gran converso de Hipona. No descuidemos el negocio de nuestra vida: LA SALVACIÓN ETERNA.

Hay que hacer una y otra vez los ejercicios espirituales

“El código más sabio y universal de las leyes de la salud eterna”, como lo enseñan todos los papas, desde Paulo III hasta Pío XII. Recomendamos, sobre todo, las Encíclicas Mens nostra y Meditantibus nobis del Papa Pío XI.

En los Ejercicios Espirituales que San Ignacio aprendió de la Madre de Dios en el retiro de Manresa, Ella misma le enseña cómo librar los combates del Señor. Fue así que de sus manos él recibió este código tan perfecto del que todo soldado de Jesucristo debe hacer uso.

No es que se trate de menospreciar otros ejercicios de este tipo, por cierto, en uso, pero en aquellos que son organizados según el método de San Ignacio, todo está arreglado con tanta sabiduría, todo está en coordinación tan estrecha, que si uno no opone resistencia a la gracia divina, renuevan al hombre desde su interior y lo vuelven completamente sumiso a la divina autoridad”. Pío XI (Meditántibus nobis).