El tesoro del Bautismo
El pequeño niño recién nacido viene regresando de su bautizo, duerme tranquilamente en su cuna. Lleva silenciosamente su tesoro. ¿Qué tesoro? En las profundidades de esta pequeña alma, como en el templo de Jerusalén, está el Santo.
Está la gracia de Dios, la gracia santificante, principio de una vida nueva y superior que no es connatural a ninguna creatura y de la cual el único punto de comparación es la vida misma de Dios.
Este pequeño es verdaderamente una nueva criaturita. Exteriormente, tiene los rasgos de todos los niños, aún de los no bautizados, pero ante los ojos de los ángeles no lo es porque ahora tiene los rasgos del Niño de Belén, es el hijo de Dios y lleva en él los tesoros y riquezas sobrenaturales que alegran los ojos de los ángeles.
Mírenlo otra vez, vean cómo duerme apaciblemente. Su sueño es tan tranquilo que hasta se parece a la muerte, pero si este pequeño llegara a morir hablaría el idioma de los elegidos. Se presentaría al Paraíso reclamándolo como su hogar y diría a su ángel guardián: “Quisiera ver a Dios, mi Padre, a la Santísima Virgen María, mi Madre y a Jesús, mi hermano mayor”… y eso, gracias al tesoro de vida superior que lo elevó a las alturas de Dios.
Además, como cualquier vida, está dotada de facultades que le convienen y le son proporcionadas en el momento de su bautizo, este niño recibió también facultades que corresponden a la nueva vida superior y sobrenatural que posee ahora; las tres virtudes teologales: la fe (inteligencia sobrenatural que se dirige hacia la verdad de Dios y nos hace percibirlo en todo), la caridad (voluntad sobrenatural que se dirige hacia la belleza de Dios y la ama) y la esperanza (que se apoya en la fidelidad de Dios y garantiza que el cielo es para él). Es ahora un hijo de Dios, y siendo así, es el heredero de Dios… coheredero de Nuestro Señor Jesucristo. (Rom VIII, 17).
Dom Paul Delatte, o.s.b., Contempler l’Invisible.