¿Es posible un evolucionismo cristiano? - Parte 1

El propósito de este artículo es el de ver si es posible armonizar la así llamada teoría de la evolución darwinista con el cristianismo, pues un error profano como creemos es el caso de la hipótesis darwinista puede tranquilamente ser compatible con la fe, en tanto no afecte al contenido de esta última.

Para ello aceptaremos a los fines del argumento que la hipótesis evolucionista es científicamente válida. Es decir, que puede explicar satisfactoriamente el origen de la vida a partir de la materia inanimada por la sola acción de las propiedades inherentes a la misma como así también el origen de todas las especies vegetales y animales, incluido el hombre a partir de una o unas pocas formas vivientes originales, mediante cambios producidos al azar en el código genético (mutaciones), sumados a la acción de la selección natural.

Obviamente, si la hipótesis evolucionista no es científicamente válida como creemos el planteamiento no tiene sentido. No obstante, desde que numerosos autores aceptan el evolucionismo como una teoría demostrada, y sostienen además que podría ser compatible con el cristianismo, entendemos que es pertinente entonces realizar este planteamiento.

Advertencia

Antes de entrar propiamente en el tema, es imprescindible, que al hablar de evolución o evolucionismo, aceptemos la formulación que de ella dio Darwin y dan hoy los más destacados propugnadores de dicha hipótesis.

En otras palabras: no somos libres de inventarnos un evolucionismo a nuestro gusto y medida, porque eso no contribuye a esclarecer el tema, sino a confundirlo en forma irremediable.

Crear un evolucionismo que no existe a la medida de nuestros deseos para luego ver si se puede armonizar o no con el cristianismo, no es sino un ilegítimo recurso dialéctico, que lo único que hace es aumentar la confusión.

Las distintas posturas

Antes que nada, es imprescindible delinear las distintas posturas en relación a este tema.

Por una parte, están aquellos que sostienen enfáticamente que no existe, ni puede existir, el más mínimo conflicto entre y ciencia y, más precisamente, entre el cristianismo y el evolucionismo.

Lo que estos autores olvidan decir, son razones por las cuales afirman lo que afirman. Pues la verdadera razón por la cual no puede, ciertamente existir un verdadero conflicto entre la fe y la ciencia, es que la Verdad no se puede contradecir a sí misma. Que no es, desde luego, la razón por la cual muchos evolucionistas parecieran decir lo mismo.

La verdadera razón por la que estos autores afirman la inexistencia de un posible conflicto entre el evolucionismo y la religión, es que para ellos, la ciencia (o sea el evolucionismo) y la fe, están en distintos planos, y por consiguiente no pueden colisionar.

Pero esto es filfa, como decía el Padre Castellani. Ambos, ciencia y fe, están en el plano de la Verdad. Difieren en sus métodos y en su objeto forman. Pero no en los “planos”. Por eso que no solo es posible sino eventualmente ineludible la colisión.

Lo que sucede, es que para los autores que sí se expresan, la ciencia es conocimiento y la fe es sentimiento. O, para decirlo de otra manera, la ciencia es verdad y la fe, fantasía.

La inmensa mayoría de los evolucionistas de relieve en el mundo sustenta esta postura.

Están también los que sostienen que no solo no existe el más mínimo conflicto entre el evolucionismo y el cristianismo, sino que la evolución sería el mismísimo plan salvífico de Dios(!), que no se llevaría a cabo merced a la inmolación del Hijo de Dios en la Cruz (como uno creía en los tiempos de la prehistoria de la fe), sino que, gracias a la evolución, el Dios “cósmico” nos va llevando a todos, creyentes y no creyentes, justos y malvados, a la consumación final del Punto Omega teilhardiano cosmogénesis y cristogénesis mediante en donde el “hacia-arriba” cristiano se incorpora al “hacia-adelante” humano, en la plenitud del mundo tecnificado y socializado.

Si algún lector piensa que estoy exagerando o deformando los hechos, lo remito simplemente a la lectura de las obras de Teilhard de Chardin y sus seguidores. Por otra parte, hay no pocos creyentes que sostienen que existirían dos tipos de evolucionismos: uno radical, materialista, “de izquierda”, por así decir, que sería por cierto incompatible con la fe cristiana. Pero que afortunadamente existiría otro evolucionismo, “mitigado”, o “moderado”, que sí sería perfectamente compatible con la fe cristiana. Lo que se llama el evolucionismo teísta.

Según estos pensadores, el evolucionismo moderado se distinguiría del radical, en tres aspectos:

1. El proceso evolutivo habría tenido un fin querido por Dios: la aparición del hombre.

2. Todos los seres humanos se habrían originado de una sola pareja.

3. Solamente el cuerpo del hombre habría sido el producto de la evolución, en tanto que el alma habría sido creada directamente por Dios.

Ante la objeción claramente verificable en la literatura científica y de divulgación, de que no existe un solo evolucionista de renombre en el mundo que acepte estos tres puntos, se responde que lo que sucede, es que estos autores están “usando” el evolucionismo para respaldar sus posturas filosóficas materialistas y ateas, pero que de ninguna manera esto tiene que ser necesariamente así. Que es posible un evolucionismo “mitigado”. Todo es cuestión dicen estos autores de “depurar” al evolucionismo de sus contaminaciones materialistas, las cuales serían producto de circunstancias históricas y personales, pero de ninguna manera un elemento estructural de esta hipótesis.

Veamos entonces si es posible un evolucionismo mitigado, sin contaminaciones materialistas accidentales.

Evolucionismo y finalidad

Comencemos entonces por el primer punto, esto es, que el proceso evolutivo habría tenido un fin querido por Dios: la aparición del hombre.

Esto significaría entonces, que Dios habría dispuesto las leyes de la naturaleza de manera tal, que la materia inanimada pudiera producir una “bacteria”, digamos, y que esta bacteria habría podido a través de toda la variedad de seres intermedios evolucionar hasta mono y finalmente hasta el hombre. Vale decir, que la evolución habría sido el método del cual se valió Dios para crear al hombre, previo paso por el mono.

Pero si esto fue así, entonces Dios, al disponer las leyes de la naturaleza, tenía ya en su mente la idea del hombre. Objetivo final de la evolución. Vale decir que la evolución habría sido planificada o dirigida para producir al hombre. Al menos el cuerpo del hombre. Lo que se llama el principio de finalidad, o finalismo. ¿Es esto compatible con el cristianismo?

Supongo que sí. Pero completamente inaceptable para el evolucionismo. Condenado incluso, explícitamente por los autores darwinistas.

George Gaylord Simpson, profesor que fue de Paleontología de los Vertebrados en la Universidad de Harvard, y uno de los grandes referentes del evolucionismo contemporáneo, se encarga de esclarecer el punto a los evolucionistas confundidos, con estas palabras:

«Quizá un finalista pudiera creer que la evolución tenía un único objetivo, tal como la obtención del hombre y se detuvo una vez llegado al mismo. Pero de hecho, la evolución no es finalista... El hombre es el resultado impensado de un proceso materialista carente de objetivos; no fue planeado. Es un estado de la materia, una forma de vida, un tipo de animal... El hombre no era, evidentemente, el objetivo de la evolución, la que con certeza carece del mismo. No podía estar planeado, en una operación totalmente desprovista de planes»[1].

Stephen Jay Gould, biólogo y paleontólogo de la Universidad de Harvard, y posiblemente el más famoso de los evolucionistas contemporáneos, expresa:

«Muchos paleontólogos, yo incluido, consideramos al Homo Sapiens como un minúsculo e impredecible vástago del copiosamente ramificado árbol de la vida; un feliz accidente del último instante geológico, sumamente improbable de aparecer otra vez, si pudiéramos hacer crecer nuevamente el árbol de la semilla»[2].

Jacques Monod, el famoso biólogo francés, dice por su parte que:

«Solo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biósfera... El hombre sabe al fin que está solamente en la inmensidad indiferente del Universo, de donde ha emergido por azar»[3].

Julian Huxley, a su vez, uno de los máximos líderes del darwinismo en el siglo que pasó, sostenía que:

«Darwin demostró que no era necesario ningún planificador sobrenatural; desde que la selección natural podía explicar cualquier forma de vida conocida, no había espacio para ninguna acción sobrenatural en su evolución»[4].

Ernst Mayr, por su parte, el famoso taxonomista de la Universidad de Harvard, y también, una autoridad indiscutida en estos temas, expresaba que:

«Las causas naturales postuladas por los evolucionistas, separaron completamente a Dios de su creación...

El nuevo modelo explicativo reemplazó la teleología planificada, por el proceso fortuito de la selección natural.

Esto requirió un nuevo concepto de Dios y una nueva base para la religión»[5].

Como se ve, las citas son por demás elocuentes y me eximen de todo comentario.

Lo que sí quiero destacar, es que lo arriba expresado no constituye una interpretación “deformada” de la hipótesis darwinista, producto del ateísmo de los autores citados. De ninguna manera. Esto es una interpretación acabadamente fiel de tal hipótesis.

Bástenos simplemente recordar que uno de los postulados fundamentales del evolucionismo darwinista, es que los cambios o modificaciones que habrían brindado la materia prima para la evolución (las mutaciones), fueron producto exclusivo del azar. Y azar en sentido absoluto (Azar esencial, lo llama Monod).

Algunos sostienen que si bien las modificaciones son al azar, la selección natural, actuando en una segunda etapa, filtraría ese azar, dando dirección al proceso. Por esto es un sofisma.

Además de que esta acción de “filtro”, de ser cierta, solo se aplicaría a la finalidad intrínseca o individual (adaptación), y no a la finalidad intrínseca o individual (adaptación), y no a la finalidad extrínseca o universal (la que está en juego aquí), además de esto digo, la selección natural solo puede actuar sobre las modificaciones que le brinda el azar. Y de la misma manera que cero, multiplicado por cualquier otro número, sigue siendo cero, el azar aun cuando actuase la selección natural seguiría siendo azar, porque para dar dirección a un proceso hace falta inteligencia. Y la selección natural es por definición un mecanismo ciego, incapaz de dar dirección a nada. Incapaz de eliminar el azar.

Ahora bien, finalidad y azar, son conceptos contradictorios y excluyentes.

Si hay azar, no hay finalidad. Desde este punto de vista, como vemos, no se puede “mitigar” al evolucionismo. Por el contrario, si hay finalidad, no hay azar. Pero al haber azar, entonces no hay evolucionismo para “mitigar”.

Sostener, dentro del contexto de la hipótesis darwinista, que la evolución habría tenido como fin la aparición del hombre, es solo una expresión de deseos, que está en manifiesta contradicción no solo con el testimonio prácticamente unánime de sus más famosos propugnadores, sino también con los fundamentos mismos de dicha hipótesis.

Evolucionismo y monogenismo

Respecto del segundo punto, de que todos los seres humanos descendemos de una sola pareja lo que se denomina monogenismo es necesario no confundir este término con monofiletismo, que significa que todos los seres humanos somos miembros de una misma especie.

El monofiletismo es aceptado universalmente por todos los científicos, evolucionistas o no evolucionistas.

No así el monogenismo que no es aceptado por los evolucionistas.

Y esto, nuevaemnte, no es el producto de una interpretación “deformada” del evolucionismo. Esto pertenece a la misma coherencia interna de la hipótesis.

De acuerdo al dogma darwinista, el hombre desciende del mono. Hecho éste que generalmente se enmascara mediante el uso del término “antecesor común” del mono y del hombre, que habría dado así origen a ambos.

Lo cual, o es solo un síntoma de la delicuescencia mental que el evolucionismo ha provocado en muchos cerebros o, en su defecto, un subterfugio dialéctico para engañar a los desprevenidos.

En el contexto de la hipótesis darwinista, el supuesto “antecesor común” no es ni puede ser otra cosa que un mono.

De manera que lo de Dios creando al hombre del polvo de la Tierra, del relato del Génesis, nos dicen estos católicos evolucionistas, debe interpretarse en sentido simbólico, para expresar que el hombre se habría originado por un proceso de “hominización” a partir de una forma animal preexistente (el mono, claro). Una suerte de metáfora e imagen antropomórfica, destinada a mentalidades primitivas, no esclarecidos aún por la “revelación” darwinista.

Ahora bien, y en esto los evolucionistas son categóricos: no son los individuos los que evolucionan, sino las poblaciones. Vale decir, que en ningún momento un mono, o un mono y una mona, se habrían transformado en seres humanos, sino que manadas de monos en distintas partes del mundo, habrían dado origen a otros tantos seres humanos.

Y efectivamente, no podría haber sido de otra forma. Si las fuerzas de la naturaleza transformaron alguna vez monos en hombres, eso habría obedecido entonces a la acción de las leyes naturales. Y las leyes son siempre universales.

Es imposible, por consiguiente, que de todos los monos sometidos por igual a los mismos factores evolutivos, solo uno o dos, se hubiesen transformado en seres humanos.

Si solo dos monos (¡y justo macho y hembra!, ¡y en el mismo momento!, ¡y en el mismo sitio del planeta! ¡qué suerte...!) se transformaron en seres humanos, este fenómeno habría sido entonces una flagrante excepción a las leyes naturales.

Esto, además de constituir por sí mismo un verdadero milagro, está en franca contradicción con el evolucionismo darwinista y su categórica insistencia en que todas las transformaciones de los seres vivos son producto de las mutaciones y la selección natural.

Y repito. ¿Cómo puede ser que de todos los monos sometidos a los mismos factores evolutivos ¡solo dos! se hayan transformado en seres humanos? ¿y los otros qué? ¿de espectadores?

Monogenismo y pecado original

Ahora bien, esto constituye de raíz el monogenismo. Vale decir, el postulado indiscutible para un católico de que todos los seres humanos descendemos de una primera pareja. De un hombre y una mujer concretos, históricos, reales.

Pero si no hubo una primera pareja humana, como pretende el darwinismo, ¿qué pasa entonces con el dogma del pecado original?

El pecado original como enseña el catecismo es uno en su origen, es decir, cometido por un solo Adán y se transmite por generación, no por imitación. Es decir, no por copia, sino por descender genéticamente del primer hombre. A la manera de una enfermedad espiritual hereditaria.

Si no hubo una primera pareja humana como postula el darwinismo se hace insostenible el dogma del pecado original. Al menos como lo ha enseñado la teología tradicional.

Es por ello que el Papa Pío XII, en su célebre encíclica Humani Génesis condena explícitamente la hipótesis de que “Adán” signifique el conjunto de los primeros padres es decir, el poligenismo afirmando que los relatos del Génesis pertenecen al género histórico verdadero y deben ser interpretados literalmente, a menos que su sentido repugne a la recta razón[6].

La interpretación “simbólica” del Génesis

No obstante, y sin ánimo de hacer “exégesis”, sino realizando una simple lectura “ingenua”, por así decir, del libro del Génesis, es necesario hacer una extremada violencia al texto, para interpretar que en realidad lo que se nos está diciendo, de manera simbólica, en este relato, es que los hombres se originaron en forma natural a partir de manos.

Esto, más que hacer una interpretación simbólica del Génesis, pareciera que equivale a sostener que lo allí expresado no tiene nada que ver con la realidad.

Para que exista un símbolo tiene que haber alguna semejanza o correspondencia que el entendimiento percibe entre una imagen y un concepto. Cosa que aquí no existe.

Ahora bien. Si aceptamos esta interpretación “simbólica” del relato de la creación del hombre del Génesis, que proponen ciertos católicos evolucionistas, sería interesante que nos informaran en qué parte del Génesis, termina el “simbolismo”. Es más, en qué parte de la Sagrada Escritura.

Pues de más está decir que el Génesis no es el único lugar donde se afirman estos hechos. No me refiero por cierto a la aseveración de que el hombre fue hecho del polvo de la tierra (de esto está llena toda la Sagrada Escritura), que por el momento aceptaremos como una metáfora para decir que, en realidad, fue hecho a partir de una forma animal preexistente. No.

Me refiero a la afirmación concreta del monogenismo, es decir, a la existencia de un Adán y una Eva históricos, y que se hace difícil ver cómo se podría interpretar simbólicamente, significando “humanidad”.

El libro de la Sabiduría habla de un primer hombre (7, 1) y reitera que este primer hombre estaba solo cuando fue creado (10, 1) Tim. I, 2, 13 dice que primero fue formado Adán y después Eva. Cor. I, 15, 45-47, habla de un primer hombre, y también (I, 11, 8 y 12), que la mujer procede del varón y no el varón de la mujer, lo cual está por cierto reñido con cualquier forma de generación natural. Lucas (3, 38), traza la genealogía de Jesucristo hasta Adán. ¿Y qué sentido tiene una genealogía sin un padre común? Hechos 17, 26, dice que Dios hizo de uno todo el linaje humano, y finalmente, la carta magna del monogenismo: Romanos 5, 12.

¿Cómo se hace para interpretar todo esto “simbólicamente”?

El evolucionismo y el principio de causalidad

Pero analicemos ahora el tercer punto que proponen algunos católicos evolucionistas, en el sentido de que solamente el cuerpo y no el espíritu del hombre habría sido el producto de la evolución.

Y efectivamente, es casi de rigor escuchar en muchos ámbitos católicos, afirmaciones muy sueltas de cuerpo en el sentido de que mientras se acepte la creación directa del alma humana por parte de Dios, no habría ninguna dificultad en admitir el origen evolutivo del cuerpo.

Pero sí que la hay. Y muy seria. Por cuanto este origen evolutivo del cuerpo humano, aceptado con tanta ligereza por algunos católicos, no solo plantea problemas científicos insuperables (que no es el caso analizar aquí), al igual que la inevitable cuestión teológica del poligenismo, sino también problemas de orden propiamente filosófico, que son insalvables.

Y el problema radica, como explica Santo Tomás, en el hecho de que ningún ser viviente inferior puede producir por su propia virtud, el cuerpo humano. Afirmar lo contrario sería lo mismo que negar la necesaria proporción que debe existir entre la causa y el efecto. Proporción que imposibilita que un ser rebase los límites de su propia causalidad, produciendo efectos de un orden superior al de su propia forma[7]. Nadie puede dar lo que no tiene.

El origen evolutivo del cuerpo humano sería aceptable únicamente en el caso de que la evolución fuese finalista. Pues en este caso Dios estaría actuando en forma inmanente a través de las formas naturales y entonces se daría sí, la necesaria proporción entre la causa y el efecto. Pero es completamente inaceptable si la evolución no es finalista.

Y la evolución no lo es. No solo por lo que hemos visto anteriormente, sino porque la finalidad que realmente existe en la naturaleza, no tiene absolutamente nada que ver con la evolución darwinista, esto es, con la transformación de unas especies en otras, sino con la conservación de las mismas en su configuración específica, es decir, en su forma sustancial.

Sostener que el cuerpo del hombre se habría originado a partir de una forma viviente inferior, por la sola acción de las fuerzas naturales, equivale a renunciar al principio de causalidad y a los principios del ser, que son los mismos que los de la recta razón.

Esto, en cuanto a los problemas que el origen del cuerpo humano debería suscitar en un pensador católico.

El evolucionismo pretende explicar el origen de hombre en su totalidad

Pero tengamos presente además que el evolucionismo pretende explicar el origen de todo el hombre. No solo de su corporeidad. No. La totalidad del mismo: soma y psiquis; cerebro y mente; cuerpo y alma. Julian Huxley, por ejemplo, sostenía lo siguiente:

“El hombre es un fenómeno tan natural como un animal o una planta; su cuerpo, mente y ‘alma’ no fueron creados sobrenaturalmente sino que son el producto de la evolución[8].

Y también: “No hubo un momento súbito, durante la historia evolutiva, en que el ‘espíritu’ fue infundido en la vida, de la misma manera que no hubo un momento particular en que fue infundido en usted”[9].

Es por ello que todos los autores evolucionistas comenzando por Darwin son unánimes en sostener que las diferencias entre la mente de un mono y la mente de un hombre, son solo de grado y no de naturaleza. A este respecto, Stephen Jay Gould, dice:

“Estamos tan atados a nuestra herencia filosófica y religiosa que seguimos buscando algún criterio de división estricta entre nuestras capacidades y las del chimpacé... La única alternativa honteda es admitir la existencia de una estricta continuidad cualitativa entre nosotros y los chimpacés. ¿Y qué es lo que salimos perdiendo? Tan solo un anticuado concepto del alma...”[10].

Y el Dr. Edward O. Wilson, profesor de Sociobiología en la Universidad de Harvard, expresa que:

«La evolución por selección natural significa en última instancia, que las cualidades esenciales de la mente humana también evolucionaron autónomamente...

Por muy superiores que seamos en poder sobre el resto de la vida, por muy exaltada que sea nuestra imagen, somos descendientes de los animales, mediante la misma fuerza ciega que creó esos animales»[11].

En esta concepción evolucionista, el espíritu del hombre es también el producto emergente de las mutaciones y la selección natural. Es decir, de la materia.