Galileo Galilei y la Iglesia
A Galileo le debemos las leyes de la gravedad de los cuerpos, el principio de inercia y la ley de la composición de las velocidades. Fue también él quien construyó los primeros microscopios y el telescopio que lleva su nombre, gracias al cual descubrió las manchas solares, el relieve en la luna, los satélites de Júpiter y las fases de Venus.
Pertenecía al sistema de Copérnico, que afirmaba que el sol está situado en el centro del mundo y que la tierra da vueltas sobre sí misma alrededor del sol. En lo referente a la gravedad de los cuerpos, Galileo confirmó —sobre todo por los experimentos realizados en la torre de Pisa— la ley que ya había formulado Moletti y, antes que él, Veneciano Benedetti.
Parece que Galileo tenía más bien habilidad para los inventos prácticos; nunca publicó ningún trabajo teórico, sino sólo sus cursos. Arago, en el siglo pasado, puso en duda los descubrimientos del sabio italiano que, a sus 45 años, sólo era conocido como buen profesor e ingenioso investigador.
Esta observación de los astros le hizo célebre. El senado de Venecia le confirmó de por vida su cátedra, pero él prefirió regresa a Toscana, donde el Gran Duque lo nombró su filósofo y primer matemático.
En 1610 Galileo relató sus descubrimientos en el Sidereus nuntius. En 1611 fue muy bien recibido en Roma. Giorgio di Santillana, quien hizo su apología, explica: «Aunque la luna fue la clave de su éxito, su verdadera influencia se debe a su extraordinaria habilidad literaria, a su encanto de respuesta, a su facilidad para explicarse, a su elocuencia y a su encanto, que le daban lugar dentro de esa cultura fundada exclusivamente en las bellas artes y en el humanismo».
Galileo tenía, efectivamente, mucho talento, que usaba más para ridiculizar a los que lo contradecían que para demostrar que lo que decía era cierto, pues sus contradictores —de los que hacía enemigos— abundaban, pero no precisamente los que pretende la leyenda.
La tesis de Copérnico
No era nueva. Copérnico, polonés, nacido en 1473, afirmaba la teoría del “heliocentrismo” contra la del “geocentrismo”, es decir, la idea de que el sol es el centro del universo y no la tierra; también afirmaba el doble movimiento de la tierra. Esta teoría, incluso en el siglo XVI, no era del todo nueva. Ya la había defendido Aristarco de Samos, a principios del siglo III a.C., pero tuvo muy pocos discípulos.
Hubo que esperar a los ministros de la Iglesia romana en la Edad Media para que esa teoría volviese a salir a la luz, sobre todo con Francisco de Meyrones, a finales del siglo XII. Juan Budirán en sus Questiones de caelo et mundo negó el heliocentrismo; y Nicolás Oresme —un normando— refutó los argumentos de Budirán. Oresme, escribió por orden de Carlos V de Francia la primera obra científica en francés, el Livre du ciel et du monde, en el que examinó con cuidado todos los argumentos contrarios y favorables a la teoría de la rotación de la tierra.
Esos mismos argumentos favorables le sirvieron más tarde a Copérnico. No sólo nadie molestó a Oresme ni a sus predecesores, sino que al morir Carlos V fue nombrado obispo de Lisieux y murió en 1382.
En el siglo XV, una gran dignidad de la Iglesia, Nicolás de Cusa (1401-1464) sostuvo la idea del movimiento de la tierra: «Es evidente que esta tierra se mueve realmente aunque no nos damos cuenta, porque no podemos captar su movimiento sino en relación con un punto fijo». Recibió todos los honores de la Santa Sede.
En la Edad Media, la tesis de la rotación de la tierra se discutía, pues, libremente entre los jerarcas de la Iglesia, sin que interviniese en su contra ningún motivo religioso. Vale la pena destacar el gran deseo de conocerlo todo que mostraban los clérigos —sabios y “humanistas”— de la Edad Media. La Edad Media oscura y supersticiosa es otro invento de la leyenda forjada en el siglo pasado.
¿Quién se oponía a la teoría de Copérnico?
La obra de Copérnico era una prolongación de las investigaciones medievales, aunque se hizo importante gracias a las bases matemáticas que él le dio a esta teoría. Sin embargo, para la mayoría de los sabios y filósofos, el heliocentrismo era un absurdo.
La oposición más violenta provenía de los protestantes, que no permitían que se pusiese en duda la menor expresión bíblica. Lutero rechazó la teoría copernicana: «El pueblo da oídos a este nuevo astrólogo que pretende demostrar que la tierra se mueve y gira, en lugar del cielo y el firmamento, el sol y la luna... Ese loco pretende cambiar toda la astronomía, pero como declara la Escritura: Josué le dio la orden de detenerse al sol y no a la tierra». Calvino también se opuso: «¿Quién se atrevería a colocar la autoridad de Copérnico por encima de la del Espíritu Santo?»
La oposición le vino también de los “peripatéticos”, los discípulos de Aristóteles, que sólo aceptaban el sistema de Aristóteles y el de Ptolomeo (siglo II a.C.), que es el geocentrismo, según el cual la tierra está fija en el centro del mundo. Consideraban las teorías de Aristóteles con obstinación, ocupándose sólo en comprender mejor sus escritos, sin ocuparse de los temas que su maestro no había tratado. Contra Galileo y la teoría copernicana, los peripatéticos argüían también textos de la Sagrada Escritura.
Sin embargo, la Iglesia nunca negó ni atacó esta teoría. Ya hemos visto que en la Edad Media la teoría del heliocentrismo se discutía libremente entre el clero, sin que la Iglesia tuviese que reprochar nada; lo mismo vale para los trabajos de Copérnico.
Pasaron 25 años hasta que hizo editar su obra, pues estaba ocupado en demostrar su tesis. Si en 1539 se decidió, fue gracias a sus amigos, Nicolás de Schomberg, obispo de Capua, y Tiedmann Gysius, gran conocedor de las Sagradas Escrituras —eso lo cuenta el mismo Copérnico— y le dedicó su libro De revolutionibus orbium coelestium al Papa Pablo III: «Yo dedico mi libro a vuestra Santidad, para que todo el mundo, sabios e ignorantes, vean que no huyo el juicio de vuestro examen. Vuestra autoridad y vuestro amor por las ciencias en general, y por las matemáticas en particular, me servirán de escudo contra los malvados y pérfidos detractores, a pesar del proverbio que dice que no hay remedio contra la mordida de un calumniador»...
Según los especialistas, la demostración de Copérnico no se basaba en la observación de hechos nuevos sino en cálculos complicados. Algunos no se dejaron convencer, pero por otro lado, el sabio recibió el apoyo de la Iglesia. En 1533, antes que la aparición del libro, J.A. Wiedmanstadt expuso su teoría en los jardines del Vaticano ante el Papa Clemente VII, quien manifestó su aprobación y su admiración.
Antes de esto, en 1515, Copérnico distribuyó algunos ejemplares de un Comentariolus (breve comentario) que resumía sus conclusiones. El Papa León X, una vez informado, se mostró interesado y pidió a un cardenal que le escribiese al sabio para que le enviase una demostración de su tesis.
Cuando Copérnico murió en 1543, el Papa Pablo III favoreció la publicación de un libro para difundir sus ideas. El título mismo Quod coelum stet et terra moveatur, indica que el cielo es estable y que la tierra se mueve.
La actitud de la Iglesia
«La Iglesia no condena, no ha condenado, ni condenará jamás la doctrina de Copérnico como herética» (Urbano VIII). Sobre este tema no había, pues, ninguna oposición papal. A pesar de que Pablo III había instituido en 1543 una comisión encargada de hacer una censura rigurosa (ante la extensión del protestantismo), no dio ninguna censura a las teorías copérnicas, y en 1556 el De revolutionibus se reeditó sin ninguna modificación, a pesar de que Pablo V (Papa desde 1555) había ampliado las atribuciones del Santo Oficio, aumentando su severidad.
Su sucesor, Gregorio XV, también “copernicano”, le dijo un día a Galileo: «Estoy totalmente seguro de que con el tiempo todo el mundo aprobará lo que usted ha dicho».
En el índice
No hubo oposición por parte de la Iglesia. Sin embargo, los ataques peripatéticos le inquietaban. Ella quería hacer cesar al mismo tiempo las denuncias y exaltaciones, entre otras las que hacían reír a sus adversarios. Quería igualmente quedarse fuera de la controversia, y para eso le encargó al cardenal Belarmino que apaciguase la querella y sobre todo que se encargase de que no se mezclase a la Sagrada Escritura en el problema.
Una carta de 1615, del cardenal Belarmino —que más tarde sería canonizado—, muestra claramente la posición de la Iglesia: no hay que mezclar la religión y la ciencia; la teoría de Copérnico no puede condenarse, a menos que se mezcle la religión.
Para apaciguar los espíritus y sin desmentirlo oficialmente, el 26 de febrero de 1616 el cardenal Belarmino le pidió verbalmente a Galileo que no defendiese ni enseñase la teoría de Copérnico. Galileo aceptó. Al mismo tiempo, la congregación del Indice «suspendió hasta su corrección» el libro de Copérnico. Poner un libro en el Indice no es una reprobación: notifica solamente que su publicación es inoportuna.
Galileo, que siempre tenía muchos amigos, no hizo caso del decreto que le pedía que no enseñase la teoría. El embajador Guiciardini le escribía al Gran Duque:: «Su animosidad no cambia, siempre piensa en aplastar a los monjes y en disputarse donde nadie le puede ganar. Ya verá como tarde o temprano va a caerse en algún precipicio sin fondo. Yo espero que, por lo menos, la estación de calor haga que se vaya de aquí». Efectivamente, se fue de Roma el 30 de junio.
El nombre de Galileo no aparecía en el decreto de 1616, ni tampoco en el siguiente, y el Papa Pablo V lo había recibido con mucha benevolencia en mayo de 1616. Sus enemigos no dormían y difundieron el rumor de que el Santo Oficio lo había condenado a una penitencia y a la abjuración de su teoría. Pablo IV hizo que el cardenal Belarmino le entregase entonces un certificado:
«Nos, Roberto, cardenal Belarmino, informado de que se ha calumniado al señor Galileo Galilei y que se le recrimina que ha abjurado de sus errores en nuestras manos y que ha sido condenado a las penitencias que le hemos impuesto, después de las indagaciones hechas con este motivo, afirmamos conforme a la verdad, que el dicho Galileo no ha hecho en nuestras manos —ni en las de ninguna persona en Roma o, que sepamos, en ningún otro lugar— ninguna abjuración de sus opiniones o doctrinas; que tampoco ha recibido penitencia saludable ni nada semejante; sino que sólo se le ha notificado la declaración de Nuestro Santo Padre publicada por la Congregación del Indice, de cuyo contenido se deduce que la doctrina atribuida a Copérnico, —es decir: que la tierra se mueve alrededor del sol y que el sol ocupa el centro del mundo sin moverse de Oriente a Occidente— es una doctrina contraria a las Sagradas Escrituras y que, por consiguiente, no puede ni defenderse ni ser sostenida. En fe de lo dicho, hemos escrito y firmado la presente de nuestro puño y letra, a 26 de mayo de 1616. Como aquí consta , Roberto, Cardenal Belarmino».
El libro de Copérnico pronto fue retirado del Indice. Por un decreto del 15 de mayo de 1620, se autorizó otra vez la enseñanza del movimiento de la tierra, pero a título de “hipótesis”, lo mismo que la lectura de De revolutionibus si se habían hecho las correcciones oportunas, que consistían en indicar que la teoría sólo se podía aceptar como hipótesis. Científicamente era correcto: los cálculos de Copérnico no daban ninguna certeza y las observaciones de Galileo no eran ninguna demostración.
El Diálogo de Galileo
Lo que llevó a Galileo a proceso fue su libro publicado en 1632. En ese momento el Papa reinante era Urbano VIII, elegido el 26 de agosto de 1623. Amigo de las artes y de las ciencias, se rodea de “copérnicos”. El mismo día de su elección, cuando le vino a felicitar el príncipe Ceci, Urbano VIII le preguntó si Galileo pensaba venir pronto a Roma, pues eran amigos desde hacía tiempo.
Cuando el Papa aún era cardenal (Mateo Barberini) formó parte de la Academia de los Lincei en Roma, cuyo afán era «combatir el aristotelismo siempre y en todas partes». En 1611 habían recibido a Galileo, después de que éste hubiese mostrado las manchas del sol. El cardenal no había dejado de apoyar a Galileo, su amigo y compatriota florentino, cuyos descubrimientos glorificaba con versos. Urbano VIII se mostró favorable a Galileo, incluso más que los Papas precedentes.
«El Diálogo sobre el flujo y reflujo del mar»
El día 24 de diciembre de 1629, Galileo les anunció a sus amigos de Roma que su Diálogo estaba ya terminado. Era el libro que le iba a crear problemas. ¿Cuál era la tesis de este libro? Galileo quería demostrar la teoría de Copérnico con un argumento personal: la existencia de las mareas. Sostenía, en resumen, que la tierra al dar vueltas agita el mar y que las mareas provienen del movimiento de la tierra.
Sin embargo, desde hacía siglos ya se había descubierto la verdadera causa de las mareas: la atracción de los océanos por la luna. La había explicado ya San Beda el Venerable, nacido en el año 672; después de él, Kepler, gran sabio contemporáneo de Galileo; Francis Bacon; y el mismo Papa Urbano VIII. Galileo había también discutido varias veces con él cuando era el cardenal Barberini, quien en aquel entonces había escrito una memoria sobre su teoría de las mareas. Pero Galileo estaba persuadido de que había encontrado un argumento genial e hizo un gran revuelo en torno a su libro.
El tono del «Diálogo»
La tesis se presentaba bajo la forma de un diálogo con tres personas: Filipo Salviati, que existió, representado por el mismo Galileo; Giovan-Francesco Sagredo, que también existió, inteligente y abierto a las nuevas ideas; y Simplicio, personaje imaginario que representaba a los adversarios del autor, un poco corto: en algunos momentos representaba a Urbano VIII, puesto que Simplicio sostenía las ideas del Papa sobre la causa de las mareas...
Además de lo ofensivo de este procedimiento, hay que decir que no es muy científico presentar los argumentos del adversario en boca de un ignorante ridículo. La obra no entraba en explicaciones técnicas. Desde este punto de vista, sus razonamientos, la mayor parte de las veces sueltos, y sus hipótesis arriesgadas, se prestaban a la crítica. Pero podía apoderarse de la imaginación de un público conocedor, al que arrastraba irresistiblemente. Era una carga de dinamita colocada por un experto en demoliciones.
Galileo quiso publicar su libro en Roma, donde había llegado el 30 de mayo de 1630. Urbano VIII aprobó el proyecto de un diálogo astronómico, si lo trataba como una hipótesis, aunque hacía una reserva sobre el título, pues conocía la teoría de Galileo sobre las mareas, que juzgaba inverosímil. El Papa deseaba el siguiente título: Sobre los dos grandes sistemas del Mundo, el de Tolomeo y el de Copérnico.
El Imprimatur
Galileo se fue a Toscana, pero se declaró la peste en Florencia y su manuscrito no pudo trasladarse; dados los motivos sanitarios, sólo pudieron pasar algunas cartas.
Para poder obtener el Imprimatur sin mucha demora, Mons. Ricardi, Maestro del Sacro Palacio del Vaticano, le propuso a Galileo que eligiese un inquisidor del lugar y que hiciese imprimir el libro en Florencia, con la condición de respetar las órdenes que el Papa le había transmitido.
El inquisidor podía permitir la publicación en Florencia si se trataba de consideraciones puramente matemáticas sobre el sistema de Copérnico; pero no se podían admitir en el libro alegaciones absolutas, sino que tenía que mantenerse en los límites de la hipótesis; sobre todo, no tenía que tocar para nada las Sagradas Escrituras. Los flujos y reflujos del mar no podían ser ni el título ni el tema —sobre los que no podía dar ninguna decisión— sino el examen temático de la hipótesis copérnica sobre el movimiento de la tierra, para poder probar que, dejando a salvo la revelación divina y la doctrina sagrada, esta hipótesis se conciliaba con los fenómenos aparentes y no se destruía por los argumentos contrarios procedentes de la experiencia y de la filosofía peripatética.
La obra tenía que hacer ver, principalmente, que ya se conocían todos los argumentos que se pueden invocar en favor de esa doctrina, y que el decreto con el que se tenía que conformar la obra en su finalidad y en su tema no se había publicado en Roma por desconocerlos. Después de estas precauciones, el libro no tendría obstáculo en Roma y el inquisidor podría dar satisfacción al autor y a Su Alteza el Gran Duque, que tanto interés tenía.
Galileo reveló sus intenciones en el prólogo. Por muy grande que fuera el fin que pretendía, iba por senderos tortuosos e indignos. Basta leer el prefacio de su Diálogo: se disfrazaba hasta pretenderse enemigo de Copérnico. De hecho, Galileo defendía la teoría heliocéntrica en todo su libro, pero sin hacer ningún caso de las indicaciones tan razonables del Papa, puesto que su libro no era científico ni en el fondo ni en la forma, y ridiculizaba completamente la opinión del Papa.
Además, el libro estaba escrito en italiano para ampliar el debate y vulgarizarlo. Los libros científicos para uso de los especialistas, en aquel entonces se escribían en latín. El uso del italiano y del humor, muestran que el autor quería tener éxito, y lo consiguió.
El proceso se hace inevitable
El libro salió en junio de 1632, y pronto algunos empezaron entre el público a emplear el Diálogo para poner en duda los libros sagrados e incluso los dogmas, puesto que Galileo se había encargado, además, de mezclar la teoría copérnica y la teología. Urbano VIII, que en aquel entonces tenía que tratar muchos otros problemas políticos, se empezó a preocupar, y los anticopérnicos no cesaban en sus ataques.
El primer argumento que Galileo empleó para defenderse fue que había recibido el imprimatur. Ya hemos visto de qué modo. Pero destaquemos aquí que no lo necesitaba, porque era clérigo: Copérnico, que era canónigo, no lo había pedido. El dominico Campanella, que defendía la misma tesis, tampoco lo había pedido, ni el mismo Galileo para otros libros.
Si esta vez lo había pedido era para mostrar a los peripatéticos que tenía el apoyo del Vaticano. Esto parecía indicar que la Iglesia aceptaba que no se respete el sentido literal de la Sagrada Escritura, dando razón a los protestantes.
El Papa prefería quitarle importancia al problema: no quiso entregar a Galileo a la Inquisición, sino que pidió que sólo se crease una comisión. Pero los enemigos de Galileo andaban despiertos. Lograron que se apartara de la Comisión a todos los teólogos que le eran favorables. Pidieron su comparecencia ante el Santo Oficio, acusándole por ocho motivos: todo esto, sacado directamente de las directivas dadas por el Papa.
Al Papa no le gustó, sin embargo, la extensión de la comisión. Le dijo a Niccolini, embajador de Toscana: «Que Dios le perdone por haberse arrojado voluntariamente en ese problema, que yo ya le había evitado cuando era cardenal». Al tratar de teología, no podía defenderse a Galileo, que pretendía darle valor de argumento al texto de Josué para afirmar la teoría de Copérnico. No sólo es algo ridículo sino que va en contra del principio de no mezclar las ciencias y las Escrituras.
El proceso
A pesar de la protección del Papa y de la convicción de varias dignidades de la Iglesia sobre la teoría copérnica, Galileo compareció ante la Inquisición cuatro veces entre 12 de abril al 21 de junio de 1633. Durante este tiempo, el sabio gozaba de entera libertad: podía pasearse por las calles de Roma, aunque sus amigos le aconsejaban que no se mostrase demasiado en público, pues el pueblo le era hostil. El procurador lo recibió como huesped distinguido en su propio apartamento que tenía en el palacio de la Inquisición, dejándole tres hermosas habitaciones.
En la primera audiencia se le pidió que precisase sus relaciones con el cardenal Belarmino y con los demás cardenales entre 1515 y 1516, en lo referente a la teoría de Copérnico. Galileo se acordó de que el cardenal le había pedido personalmente «que no sostuviese ni defendiese» la teoría, pero que no se acordaba que le hubiese dicho que no la enseñase: era jugar con las palabras.
Luego reconoció que no había mencionado estas restricciones cuando había pedido el imprimatur, porque —dijo— «no pensaba que fuese necesario hablar de eso (...); pues no he mantenido ni defendido en este libro la opinión de que la tierra se mueve y el sol es inmóvil, sino que, al contrario, he demostrado que los argumentos de Copérnico eran débiles y poco concluyentes». Pretendió no haber defendido la teoría de Copérnico. Y fue aún más lejos.
Los jueces encargaron a cuatro “consultores” que examinasen el Diálogo. Estos, a priori, no eran hostiles a Galileo, pero concluyeron que el libro enseñaba, defendía y sostenía la teoría copérnica, y Galileo lo siguió negando. Lo que en realidad se le pedía a Galileo era que reconociese haber desobedecido al Papa, es decir, que confesase haber obrado mal. Si lo hubiese hecho, se hubiese puesto el libro en el Indice por un tiempo (como el de Copérnico) hasta su corrección, y aquí se hubiese acabado el asunto; pero indispuso a sus jueces y al mismo Urbano VIII, que vino a presidir la sesión del 16 de junio.
La actitud del sabio fue la de asegurar con juramento que no creía en el sistema de Copérnico, siendo que afirmaba lo contrario desde hacía veinte años, diciendo incluso que los que no creían en este sistema «no eran dignos de pertenecer al género humano». Esta actitud de renegado le desagradó al Papa. No se le pedía a Galileo que renegase, sino que admitiese que había desobedecido. Este juramento lo hizo solo: fue lo que declaró y firmó en el proceso.
La “abjuración” que se ha convertido en el centro de la leyenda, se limitó a hacerle reconocer que había sostenido la teoría de Copérnico y a hacerle repetir lo que había sostenido en su proceso. Subrayemos que esta abjuración fue personal. Los demás sabios pudieron seguir enseñando el heliocentrismo, como de hecho lo hicieron. Con ella sólo se quería prohibir que Galileo siguiese haciendo sus campañas violentas contra los que no pensaban como él.
La sentencia
La sentencia no fue ni siquiera publicada, para no perjudicar a Galileo ni dar satisfacción a sus enemigos. Lo absolvía inmediatamente de sus pasadas faltas; prohibía su libro y a él lo condenaba «a prisión formal del Santo Oficio» y a una «penitencia saludable». La penitencia consistía en decir unos salmos todas las semanas, sin que nadie verificase si lo hacía o no. En cuanto a la prisión, nunca pasó ni siquiera una hora. Sólo se le asignaba un lugar de residencia, pero él mismo era el que indicaba dónde quería residir y cuando cambiar de lugar. ¡Menuda prisión!
No le faltó nada y siguió viendo a sus amigos y discípulos. En 1638, publicó un libro sobre la mecánica. Murió en 1642, a los 77 años de edad. En sus últimos años sufrió de cataratas, lo que hizo que algunos afirmaran que le habían reventado los ojos...
Como vemos, nunca se trató de dogma ni de herejía. El motivo es muy sencillo: como la teoría geocéntrica de Tolomeo y de Aristóteles nunca ha sido un dogma católico, la de Copérnico no puede ser herejía. Solamente se la juzgaba “temeraria”. Lo que provocó el proceso de Galileo y la prohibición de leer su libro fue la desobediencia al Papa —grave para un católico, en aquel tiempo en que tanto avanzaba el protestantismo— y su mala fe. Nada más.
La Iglesia, en este asunto, no quería que se enseñase como cierta una teoría que muchas dignidades creían convincente, pero que aún no se había demostrado suficientemente. ¿No es eso precisamente lo contrario del oscurantismo?