Inhumación - El rito elegido por Nuestro Señor
Actualmente se escucha mucho hablar de la cremación –o incineración– de los difuntos. La Iglesia siempre se ha opuesto firmemente a esta práctica, ¿por qué? Ahora que la Iglesia modernista ya no es firme, ¿qué debemos pensar? Veremos en este artículo las bases para apegarse al rito de la inhumación de los difuntos.
La inhumación, un rito que Nuestro quiso para Él y para nosotros: “con Él somos sepultados en la muerte y con Él resucitaremos” (San Pablo).
Pensamiento de la Iglesia
Para nosotros los católicos, el primer reflejo debe ser el referirnos a la enseñanza y disciplina de la Iglesia. Ahora bien, ella se ha pronunciado clara y firmemente al respecto, lo que prueba que le da una importancia real.
León XIII asentó una ley el 15 de diciembre de 1886: “Si alguien pide públicamente la cremación para sí y muere sin retractar este acto culpable, queda prohibido celebrarle funerales y sepultura eclesiástica”.
El Código de Derecho Canónico de 1917 retoma esta ley y precisa: “Si alguno ha prescrito que su cuerpo sea entregado a la cremación, queda prohibido ejecutar su voluntad. Si está inserto en un contrato, testamento o algún acto cualquiera, debe tenerse por no escrito” (Canon 1203, 2).
La cremación es una acción humana, y como todo acto humano, está gobernada por principios y sigue las leyes; es una forma de tratar el final de la vida humana que modela las costumbres y los pensamientos. Hay, en efecto, un lazo estrecho entre el culto a los muertos, la manera de sepultarlos, el rito de sepultura y los pensamientos filosóficos y religiosos que los presiden. Los hombres y la historia de estos ritos no se han equivocado, aun entre los paganos, es revelador.
Historia
Antigüedad grecorromana
Tan lejos como podamos remontarnos en el tiempo, vemos que las antiguas generaciones “han previsto la muerte, no como una disolución del ser, sino como un simple cambio de vida” (Fustel de Coulanges, La ciudad antigua). El alma queda muy cerca de los hombres, y continúa viviendo sobre la tierra, permanece como asociada al cuerpo. Los ritos de sepultura que han perdurado a través de los siglos, incluso cuando las creencias se modificaban, son el mejor testimonio.
Se le hablaba al muerto: “Pórtate bien. Que la tierra te sea ligera”. Ya que el difunto continuaba viviendo, era necesario proveerlo de lo necesario para la vida: vestidos, vasos, armas, alimentos y bebidas. No sólo el día del entierro, sino que en determinados días del año se le llevaba comida. Un autor latino, Luciano, explica: “un muerto al que no ofrecemos nada, está condenado a padecer hambre perpetua”. Esto se observaba sólo entre los paganos al principio de la era cristiana.
Además, el alma continuaba viviendo, pero en un lugar fijo; por lo que era necesario que el cuerpo al que permanecía atada fuera cubierto de tierra. El alma que no tenía tumba, no tenía residencia: estaba errante, desdichada y a menudo malhechora. La privación de la alimentación tenía el mismo efecto. Así como el alimento, la sepultura era necesaria para su felicidad. Por la misma razón, también se debían cumplir todos los ritos prescritos y pronunciar las fórmulas determinadas.
Es por esto que los atenienses dieron muerte a algunos generales que, después de una victoria sobre el mar, fueron negligentes en llevar a tierra firme a los muertos para que fuesen enterrados.
La privación de sepultura y de ceremonias de funerales era un castigo con que la ley trataba a los grandes culpables: se le infligía al alma un suplicio casi eterno. Por ello, Antígona, en la pieza de Sófocles, prefiere la muerte a dejar a su hermano sin sepultura, pues, dice ella, la sepultura es una ley de los dioses y ningún ser humano tiene el derecho de transgredirla. Sin embargo, el pensamiento filosófico y religioso evoluciona, el lugar de los muertos se convierte en una región subterránea -el Hades- donde todas las almas están reunidas, y las penas y recompensas están distribuidas. Vemos, de acuerdo a Homero, que la existencia después de la muerte se reducía a una imagen, una sombra impalpable que, sin embargo, era el portarretratos físico y moral del difunto.
El rito de la cremación, fue entonces introducido para apresurar -se pensaba- el paso a ese estado evanescente del alma totalmente separado del cuerpo. La Ilíada y la Odisea son los testigos.
Roma sufrió la misma evolución, sobre todo al final de la República y bajo el Imperio. No obstante, como lo remarca Fustel de Coulanges, los ritos permanecieron sin cambios. (La ciudad antigua, p. 12).
Por otro lado, las almas de los difuntos, llamadas Mânes, recibían un culto casi divino: “rindan a los dioses Mânes lo que les es debido, dice Cicerón; son hombres que han dejado la vida; ténganlos por seres divinos” (De Leg., II, 9). Tenían su altar, se les invocaba para recibir su auxilio.
Otras religiones
Hemos de remarcar cómo las antiguas costumbres griegas y romanas son comparables a las bien conocidas de los egipcios. Entre los japoneses, el sintoísmo tenía las mismas prácticas que los romanos, pero acentuaban la dependencia de los vivos con respecto a los muertos: cuando un hombre joven iba a estudiar a Europa, se despedía de sus ancestros visitando su tumba. (Christus, p. 274). Los hindúes, primitivamente, tenían el mismo pensamiento y las mismas prácticas que los griegos y los romanos. Este culto de los muertos persiste incluso en la religión de Brahma, y el redactor de las leyes de Manou fue obligado a considerarlo aun cuando las nuevas creencias, particularmente la metempsicosis, le eran contrarias. Y Fustel de Coulanges remarca: “Si es necesario mucho tiempo para que las creencias de los hombres se transformen, falta aún más para que las prácticas exteriores y las leyes se modifiquen” (La ciudad antigua, p. 17).
Los judíos y los cristianos
Los semitas, los hebreos y los cristianos siempre utilizaron la inhumación, la cual estaba ligada a su fe en la inmortalidad del alma y en la resurrección de los cuerpos. Y si la cremación fue algunas veces introducida, estaba unida a prácticas idolátricas: los padres hacían quemar vivos a sus hijos para honrar a los dioses (vs. El Rey Acaz, II Re 16, 3). Incluso en los primeros siglos de la Iglesia, los cristianos siempre eligieron la inhumación, aun cuando a razón de las persecuciones presentara dificultades y peligros. Así, en Roma, debajo de la Basílica de San Pedro, se encuentran mausoleos paganos: estos mausoleos contenían, la mayoría de las veces, urnas en las cuales estaban depositadas las cenizas de los muertos. Pero a un lado encontramos simultáneamente tumbas cristianas, en las que los cuerpos de estos están enterrados, sepultados muy cerca del cuerpo de San Pedro.
La Revolución y sus consecuencias
Fue necesario esperar la Revolución para ver renacer la incineración, aunque sin mucho éxito. No comienza a imponerse y expandirse sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, bajo la acción de la francmasonería, por medio de sociedades para la propagación de la cremación. Y esto con espíritu materialista y utilitario. Lea solamente: “no he encontrado nada más simple que colocar los cuerpos en un horno de gas y destilarlos hasta reducirlos a cenizas, y agrego que el gas proveniente de esta destilación podría servir para la iluminación…” (Carta del Sr. X. Rulder al doctor Catte); “en vista del número de decesos en la ciudad de Londres, podríamos obtener al final de cada año, por medio de hornos crematorios, 200,000 libras de huesos humanos destinados a abonar el suelo” (H. Thompson; las dos citas fueron extraídas del artículo de DAFC sobre la cremación).
Los ritos en las convicciones
Más allá del carácter aproximativo y basto del culto a los muertos en la antigüedad grecorromana, estas prácticas nos descubren dos características principales: la convicción en la inmortalidad del alma, y también la piedad filial y lo que deriva de ello.
La inmortalidad del alma
Notemos que no se trata de misterios de fe sobre la naturaleza del más allá, sino de esa realidad natural que afirma que el alma y el espíritu no pueden morir. Sobre lo anterior podemos hacer nuestra esta conclusión de Fustel de Coulanges: “Es quizá a la vista de la muerte, que el hombre tuvo por primera vez la idea de lo sobrenatural y que quiso esperar más allá de lo que él veía. La muerte fue el primer misterio. Ella eleva su pensamiento de lo visible a lo invisible, de lo pasajero a lo eterno, de lo humano a lo divino” (La ciudad antigua, p. 20). Desde luego, en sí, la muerte del cuerpo no hace reflexionar más que en la inmortalidad del alma, pero esos son misterios naturales de los que Dios se sirve para, con su gracia, hacer entrar a los hombres en la consideración no solamente de lo inmortal, sino de lo sobrenatural.
Prácticas llenas de piedad
Como el nombre lo indica (culto viene del latín colere, que significa “honrar” y que da como resultado cultum que significa “honor”) honramos a aquellos que nos dieron la vida, a aquellos con quienes estamos en deuda. Les estamos agradecidos, a los padres por la vida y todo lo que hemos recibido de ellos, a los ancianos por su sabiduría y a los grandes hombres por sus beneficios. Es en este sentido que los héroes y los grandes hombres eran puestos al nivel de dioses. Los griegos y los romanos no eran tontos como para considerar como dioses a los que habían sufrido la muerte, pero los ponían en el rango de los dioses, de quienes los hombres reciben todos los beneficios. Esta piedad tiene dos consecuencias. Por un lado, ya que el alma del difunto no ha desaparecido, permanecemos ligados a él, y entonces, debemos ayudarlo tanto como podamos. Por otro lado, el culto a los muertos es importante para los mismos vivos. En efecto, si aquel que recibe el honor obtiene algo durante su vida, no obtiene nada después de la muerte. Pero los vivos obtienen algo: la convicción de lo que han recibido, es decir, cierta humildad.
Templos del Espíritu Santo
Con los cristianos se agrega una tercera realidad, a saber, que el cuerpo del cristiano difunto fue el templo del Espíritu Santo. Del mismo modo que durante la misa, la incensación no se da más que a Dios, pero se extiende a los fieles pues son el templo del Espíritu Santo, lo mismo sucede con el cuerpo de los santos y particularmente de los mártires que son venerados por lo que el Espíritu Santo ha realizado en ellos. Hay entonces un lazo estrecho entre la práctica y las creencias, entre la forma de sepultar a los muertos y el pensamiento que lo preside, entre lo visible y lo invisible.
Impíos materialistas y orgullosos
Si las creencias y filosofías cambian más rápido que las prácticas exteriores y los ritos, no podemos negar que la modificación de los ritos exteriores influirá poco a poco sobre el pensamiento de aquellos que los practican. Los propagadores de la incineración en el s. XIX lo previeron bien. Mons. Chollet (citado por el artículo de DAFC), arzobispo de Cambray, reprodujo una circular de los francmasones: “La Iglesia romana nos ha desafiado condenando la cremación (…) los francmasones deberán emplear todos los medios para expandir el uso de la cremación. La Iglesia, al prohibir quemar los cuerpos, afirma sus derechos sobre los vivos y sobre los difuntos, sobre las conciencias y sobre los cuerpos, y busca conservar en el vulgo las viejas creencias, actualmente disipadas a la luz de la ciencia, tocando el alma espiritual y la vida futura”.
Es a la luz del párrafo anterior que es necesario leer y comprender los argumentos que siguen a continuación.
Los antiguos ritos funerarios paganos que hemos evocado o las ceremonias católicas de inhumación, nos muestran que la muerte no es una destrucción definitiva y absoluta. Además, “cementerio” viene del griego y significa “dormitorio”. En el cementerio, las almas reposan, cierto, en un sueño particular, pero en espera de algo o de un despertar para otra vida. La incineración suprime el simbolismo de los ritos y del cementerio, y la verdad que conlleva. El cuerpo inhumado, efectivamente, es como el grano de trigo caído en tierra y que se descompone: de ahí, por la misteriosa acción de la omnipotencia divina, surgirá la vida. Pero el cuerpo quemado es como el grano que es cocido o quemado: jamás dará nacimiento a una nueva vida. Está quemado, no hay nada que esperar. Un cuerpo reducido a cenizas no espera nada: la destrucción parece definitiva. Pasar del simbolismo tan expresivo de las ceremonias católicas al simbolismo negador de la incineración, no es inofensivo. Durante siglos esas ceremonias han modelado el pensamiento humano sobre el más allá. No se les suprime sin consecuencias. El paso de un simbolismo al otro modifica el pensamiento y lo orienta hacia la negación de toda la vida después de la muerte. El hombre no es más que un poco de materia, un pedazo entre otros… Es por esto, que se habla de “jardín de recuerdos”, recuerdo de una cosa que jamás pasó, que nunca regresará: no conserva la existencia más que en el “corazón de los vivos”, y no en una vida real después de la muerte.
Sepultados con Jesús
San Pablo nos enseña, y la Iglesia nos lo recuerda en la noche de Pascua: con Jesús estamos sepultados en la muerte y con Él resucitamos. Es el significado del Bautismo que, en cuanto a sacramento, es un signo. Si el simbolismo se pierde, el sacramento también perderá poco a poco su valor.
Los antiguos ritos paganos y más aún las ceremonias católicas, demuestran un gran respeto hacia el cuerpo del difunto. Este respeto ligado a la sepultura se continúa con la tumba adornada junto a la que regresaremos a rezar. Este respeto al cuerpo se da al difunto mismo. Se ve bajo dos aspectos: la inhumación es una destrucción escondida, todo se lleva a cabo bajo la tierra, uno pone un velo sobre la miseria de la podredumbre y regreso al polvo; por otro lado, es también progresiva, siguiendo las leyes de la naturaleza que vienen de Dios y son buenas en ellas mismas. La cremación, por el contrario, es visible, se puede asistir, y ver el resultado en las cenizas que regresan: la verdad de la destrucción es cruelmente puesta ante los ojos, más aún, es brutal: es casi una violencia lo que el fuego hace al cuerpo y, a través del cuerpo, una violencia hecha al esposo, a la esposa, al padre, al hijo, al amigo.
Sabemos, por la fe católica, que la muerte es un castigo infligido por Dios a causa del pecado: “Polvo eres y en polvo te has de convertir”. Dios había dicho a Adán y a Eva que si desobedecían, serían castigados con la muerte. El hombre debe reconocer humildemente que Dios es el maestro de todas las cosas y debe someterse a su sentencia: Dios en su sabiduría impone este castigo, el hombre debe dejarse imponer este regreso al polvo con humildad y confianza. A veces, Dios, para honrar a sus santos, los libra de esta miseria: su cuerpo permanece intacto. En la cremación, por el contrario, el difunto ordena que su cuerpo se vuelva, no polvo, sino cenizas. Es a sí mismo que se impone esta destrucción, no es Dios. No sufre, manda. Se quiera o no se quiera, la manera de proceder conduce a pensar que el hombre no soporta la sentencia de Dios: se escapa a la autoridad de Dios y al deber de someterse a Él.
Humildad u orgullo ridículo
Como lo escribía el francmasón citado líneas arriba, “la Iglesia, prohibiendo quemar los cuerpos, afirma sus derechos sobre los vivos y los muertos”. Pero el hombre de ahora quiere ser el maestro absoluto. Se reserva el derecho de suprimir la vida apenas comenzada y de interrumpirla cuando quiere que termine. Igualmente, quiere también el poder de destruir su cuerpo a su manera. El hombre quiere ser el maestro de sí mismo, no únicamente hasta la muerte, sino más allá de la muerte. Ahora bien, no teniendo el poder de regresar la vida, ni incluso oponerse a la destrucción, no le queda más para marcar su pretendido poder, que ir más lejos en la destrucción.
¿De quién son cómplices?
Desafortunadamente, en 1963 las autoridades romanas permitieron la cremación sin realmente aprobarla (siempre la misma ambigüedad en los documentos después del concilio Vaticano II). Las asociaciones cremadoras no dejan de reconocerlo. Esto ha sido insertado en el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983. Roma pone algunas reservas: la cremación “no debe ser deseada, como la negación de los dogmas cristianos en un espíritu sectario, por odio a la religión católica o la Iglesia”. Se abre la puerta y se pretende cerrarla. ¿Dónde está la falsedad de tal razonamiento? Hela aquí: por esta reserva los modernistas hacen creer que el único problema de la cremación es la negación de los dogmas cristianos (dogmas de la vida eterna y de la resurrección de los cuerpos), cuando hemos visto que se trata de mucho más que eso. Es toda una riqueza de convicciones y de prácticas cristianas que la Iglesia abandona de esta manera, cuando es ella quien hasta el momento las había vigilado con el más cuidadoso celo. Los francmasones no piden otra cosa, al menos por el momento.
Pero, nos insistirán, la cremación es en sí neutra. ¡No! Nada es neutro en la vida, nada existe en sí mismo, a menos que sea por razones por las que llevamos a cabo nuestros actos. El acto sin el móvil no existe. Ahora bien, aceptar la cremación es abandonar la inhumación. ¿Qué motivo, sí, qué motivo puede justificar el abandono del principio?
Se escucha decir que en caso de necesidad, es legítima. Efectivamente, es necesario aceptar que la inhumación es una de las prácticas que permite excepciones, contrariamente al adulterio o al aborto. ¿Pero quién no ve ante todo que las excepciones son por naturaleza excepcionales (anormales, singulares, particulares) y no suprimen el curso ordinario fijado por la sabiduría de Dios más que mor motivos particulares y raros y que deben responder ellos también a la sabiduría superior de Dios? Por consecuencia, que no nos pongan como motivo la epidemia, pues en un caso como esos, el uso de la cal viva siempre se ha conocido y es preferible. Que no nos hablen de la falta de lugar, pues es a los vivos a los que les toca hacer el lugar que conviene al culto de los muertos, así como es necesario hacer lugar para los templos… o las diversiones.
Conclusión
Un escritor resumió en una frase el principio que nos guía: “A fuerza de no vivir como se piensa, se terminará por pensar como se vive”.
A fuerza de no rezar como se cree, se terminará por creer como se reza.
A fuerza de no sepultar a los muertos como es la creencia, se terminará por pensar como se sepulta a los muertos. Ahora bien, la cremación conlleva en razón de su simbolismo, otra manera de pensar: el hombre, maestro de sí mismo hasta después de la muerte; el hombre sin alma inmortal ni esperanza de otra vida después de la muerte; el hombre reducido a la materia, y que después de la muerte no tiene más que regresar “al gran todo” a la madre tierra, y a “fundirse en ella” como lo enuncia el documento editado por la Federación Francesa de Cremación en París.
Padre Olivier Parent du Châtelet