La guerra de los Cristeros

Luchar y dar la vida por Cristo es un acto heroico que Dios premia con el Cielo. Eso fue lo que hicieron los Cristeros. Cuando vieron que los derechos de su Iglesia eran despreciados tomaron las armas gritando "¡Viva Cristo Rey!" Este artículo nos presenta una visión general de la Guerra Cristera mostrándonos cuáles fueron los antecedentes de este conflicto, los hechos históricos y el fin de esta guerra armada. Nos recuerda que el verdadero México es el que reconoce en su fe la gran riqueza de este país.

El General miró fijamente a las improvisadas milicias de Cristo. Con decisión alzó su voz: "Débanos Incluir, ¡debemos combatir por la libertad de la Iglesia!"  Este grito de guerra resonó en el límpido cielo de Caucentla. Era el General Dionisio Eduardo Ochoa, jefe de las tropas cristeras del Volcán de Colima. Sus palabras eran también las de Cristo Rey que los llamaba a luchar por la Iglesia. Era un llamado para valientes, un llamado para hombres... Entonces una mujer intervino: "Don Nicho, cuente con que lodos nuestros hombres se irán con usted a la lucha. No quedará uno solo sin que tome las armas. Si algún miedoso se queda, de ése nos encargaremos nosotras; no vale la pena que siga viviendo. ¡Quien le manda a no ser hombre!" ¡Valiente mujer de corazón decidido!

Junto a ella, miles de mexicanos respondieron valerosamente a este llamado dando su vida por Cristo y la Iglesia. Morían gritando "¡Viva Cristo Rey!", sabiendo que el Hijo de Dios los recibiría en el Cielo como premio a su martirio. Este grito era la respuesta y el eco terrenal de otro celestial, del "¡¿Quién como Dios?!" del arcángel San Miguel. Era el seguimiento de los mexica­nos guadalupanos a su Rey, que murió por dar testimo­nio de la Verdad.

Antecedentes Históricos

El conflicto entre la Iglesia y el Estado mexicano tiene raíces muy profundas, especialmente la asunción de una elite gobernante de corte liberal y "librepensa­dora" que veía en el clero católico al enemigo más peligroso para el Estado ilustrado, es decir, al Estado que quería cortar con la tradición hispánica (todos los valores que recibimos de España, especialmente el catolicismo) para imponer la novedad que, en ese momento, eran los principios democráticos, masónicos y anticristianos propagador por la Revolución Francesa.

Así fue como estos dos bandos (valores hispáni­cos y principios revolucionarios) se enfrentaron en el movimiento de Independencia. Proclamado emperador, don Agustín de Iturbide (1821) fue rechazado por la masonería, estableciéndose la República (1824) que nos hizo perder la mitad del territorio, beneficiando a los Estados Unidos de América (1848).

La revolución liberal triunfó y llevó al poder a Benito Juárez (lo peor que le pudo pasar al país). Gober­nó de 1855 a 1872 y trajo la guerra de Reforma y la de Intervención. Con ésta se debilitaba definitivamente la resistencia católica del siglo diecinueve; y con aquélla se buscaba someter a la Iglesia al poder temporal (es decir, al Gobierno). Separación tajante entre Iglesia y Estado, confiscación de todos los bienes eclesiásticos, abolición de las sociedades monásticas; todo esto que­daba sancionado en la Constitución de 1857 y en las leyes de Reforma de 1859.

De 1876 a 1910 se desarrolla la dictadura de Porfirio Díaz. Sus principios liberales permiten que se desarrollen los latifundios y el clima social se aligera. En este tiempo no se urge la aplicación de las leyes anti­clericales, con lo cual se da un respiro a la Iglesia. Pero, en contrapartida, se hace olvidar al católico mexicano que las leyes vigentes atentaban contra el Reinado de Cristo.

Los años de la Revolución Mexicana

La Revolución estalló en 1910 acabando con la paz social y manifestando rápidamente su carácter anticris­tiano a partir de 1913, cuando los carrancistas cerraron conventos, destruyeron iglesias, colgaron sacerdotes... También se atacó a la Iglesia por medio de las leyes: se promulgó la ley del divorcio civil en 1914 y la Constitu­ción política en 1917, elaborada por las facciones triun­fantes (carrancistas y obregonistas).

En esta ley se repiten las disposiciones de la Reforma, pero van más lejos aún. Se le quita a la Iglesia la personalidad jurídica, se prohíbe el culto fuera de los templos, el Estado se reserva el derecho de establecer el número de iglesias y de sacerdotes, y se prohíbe que la prensa católica opine de política. Asimismo, se estable­ce la educación laica y la prohibición a los sacerdotes de ejercer el magisterio en las escuelas.

Ya con Obregón en el poder, la tensión fue creciendo, los choques entre los sindicalistas marxistas gubernamentales y los sindicatos católicos eran el pan de cada día.

Durante la Presidencia de Plutarco Elías Calles

Plutarco Elías Calles asume la presidencia y propone un nacionalismo nuevo y una revolución perpetua, siguiendo las líneas del nacionalismo pagano: la religión sometida al Estado y la lealtad del ciudadano solamente al gobernante civil. En este sentido fracasó el intento de crear una iglesia nacional. La violencia a los católicos se intensificó en diferentes regiones del país. En Tabasco se decretó que el sacerdote que quisiera oficiar debería estar casado y en Tamaulipas se prohibió oficiar a los sacerdotes extranjeros. Entre los años 1925 y 1926 se prohibió el culto en Tabasco y se tomaron medidas muy estrictas contra los practicantes en Chiapas, Hidalgo, Jalisco y Colima.

Los fieles católicos tomaron la iniciativa y, en marzo de 1925, forman la Liga Defensora de la Li­bertad Religiosa (en adelante la llamaremos solamente la Liga), dirigida por don Miguel Palomar y Vizcarra, basada principalmente en la gloriosa Asociación Cató­lica de la Juventud Mexicana (ACJM), Rápidamente se establecieron en todo el país y planearon actuar por medios "constitucionales".

Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron cuando se promulgó la famosa Ley Calles. Estaba integrada por treinta y tres preceptos que explicitaban mejor la persecución legislativa de la Constitución: limitación del número de sacerdotes (sólo uno por cada seis mil habitantes), inscripción de los sacerdotes en el munici­pio para recibir la autorización de ejercer el culto, prohibición de la libertad de enseñanza y el derecho de los padres de enseñar a los hijos en la fe.

Resistencia Pacífica a Leyes injustas

Al ver así pisoteados los derechos de los fieles católicos, la Liga organiza un Bloqueo Económico Nacional, más conocido con el nombre de boicot. Consis­tía éste en abstenerse de pagar impuestos y minimizar el consumo de productos ofrecidos por el Estado (por ejemplo, no comprar lotería, ni utilizar vehículos de mo­tor para no consumir gasolina), no asistir a diversiones mundanas, además de no hacer compras superfinas o de productos de empresas que apoyaban la persecución. Haciendo todo esto, se buscaba debilitar al Gobierno al limitarle los ingresos económicos.

El conjunto de obispos de México forma un co­mité para tratar este problema. Después de estudiarlo, califican a estas leyes y artículos constitucionales como injustos y persecutorios a la Iglesia. Por lo tanto, decre­tan la suspensión del culto público a partir de la entrada en vigor de la ley Calles.

En una entrevista personal de Monseñor Mora y del Río con el presidente Calles, el obispo le presenta un memorial en el que reclama los derechos básicos del pueblo y de la Iglesia. Cuatro días después, Calles le responde: "...no les queda más que las Cámaras (legislativas) o las armas". El Comité Episcopal recurre a las Cámaras que se niegan a seguir el caso poniendo la siguiente excusa: sólo los ciudadanos mexicanos tienen ese derecho y "los obispos mexicanos no tienen ciudadanía"... La Liga, entonces, recolecta 2 millones de fir­mas y las presenta a los diputados. Ninguna respuesta. Calles había dicho que sólo había dos vías de solución. Él cerró una de ellas, la pacífica. Sólo quedaba la otra, las armas.

La Guerra por la libertad de la Iglesia

En vísperas a la suspensión del culto público, el pueblo mexicano se reunió en los templos para recibir los sacramentos. El 1 de agosto de 1926 los párrocos cerraron sus iglesias. Los agentes del Gobierno fueron a los templos a tomar posesión de ellos, invadiendo violentamente el recinto sagrado. Los fieles católicos, al sentirse ofendidos en lo más íntimo de su alma, se oponen a dicha medida. Comienzan así los enfrentamientos locales. Se repiten aquí y allá, y pronto se convierten en una guerra generalizada, lo que hoy conocemos como la Cristiada, una verdadera cruzada mexicana.

Duró 2 años, 10 meses y 20 días. Fue una guerra legítima que trató de defender los derechos pisoteados de la Iglesia Católica en México. Digo legítima porque primero se intentó resistir y derogar los mandatos persecutorios por medios legítimos y pacíficos. Pero como algunos espíritus sectarios y anticristianos del Gobierno no quisieron acceder, no quedaba otra solución que resistir la injusticia por las armas.

Los Años de la Cristiada

La primera parte de la guerra estuvo caracterizada por enfrentamientos aislados que van desde agosto a diciembre de 1926. No hay unidad de acción; es sólo el corazón del fiel católico que reacciona ante la violencia a lo sagrado, su vida.

Durante el mes de agosto se hacen 6 levantamientos de diversos tamaños y con diferente destino; otros son detectados en su preparación y abortados violentamente, ejecutando a sus dirigentes.

De septiembre a diciembre se levantan otros 61 grupos. Los levantamientos son cada vez más intensos y numerosos. Éstos no duran mucho, pero la llama se mantie­ne: los cruzados son de diferentes edades y sexos, sus armas son las comunes que se utilizan para la caza: machetes, palos, piedras y hondas. Muchos de ellos nunca han manejado una pistola; en fin, un pueblo sin armas ni preparación, pero con el corazón inflamado de fe y el coraje de vencer para defender a la Iglesia.

El 18 de noviembre de 1926 el Papa Pío XI publica la encíclica Iniquis Afflictisme en donde denuncia la persecución que sufre la Iglesia mexicana. A partir de ese momento (primera mitad de 1927) se da la explosión del movimiento armado y, al mismo tiempo, la guerra diplomática.

El ánimo del pueblo es incontrolable. Si en los primeros meses sólo 20 municipios de Jalisco se habían levantado, para los primeros días de enero de 1927 todo el estado tapatío estaba en armas. Esto se repetía a lo largo de toda la nación mexicana. Eran grupos de 50, 100, 300 hombres con pocas armas, es verdad, pero con un ideal profundamente encendido: que Cristo reine en la patria mexicana.

La Iglesia mexicana afirma su posición: "en determinadas circunstancias, a los ciudadanos les es lícito defender por las armas sus derechos, cuando los medios pacíficos se han agotado". En particular, los obispos que apoyaron el movimiento armado fueron: Mons. Manríquez y Zárate, Mons. González y Valencia, Mons. Lara y Torres, Mons. Mora y del Río y, con mención particular, Mons. Velasco, obispo de Colima, y Mons. Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, quienes con grave riesgo estuvieron ocultamente asistiendo a su pueblo. Titanes de la fe.

El Movimiento Cristero se consolida

Las posiciones se consolidan entre julio de 1927 y julio de 1928, es decir, desde que el General Gorostieta asume la dirección de los Cristeros hasta la muerte de Obregón. Por una parte, el ejército contaba con buen presupuesto, fábrica de armamento y la fuerza aérea; pero, por otra, la caballería era la fortaleza de la milicia cristiana. Además, conocían el terreno y supera­ban, por mucho, la cantidad de cuacos del ejército.

Muchos factores providenciales hicieron que el Gobierno se fuese debilitando lentamente:

  • la dirección de Gorostieta,
  • el aumento de las tropas cristeras (se calcula que llegaron a 50 mil),
  • la rebelión de los Generales Manso y Escobar,
  • las deserciones del ejército (ascendían a unas 30 mil) debidas al desgaste de una lucha prolongada e injusta,
  • la falta de recursos económicos debidos al boicot,
  • pero lo más angustiante para el Gobierno era el enfrentar a todo un pueblo que defendía su Religión. Vaya aquí un homenaje a las mujeres mexicanas que formaban parte de las brigadas Santa Juana de Arco.  Ellas, mujeres fuertes, no dudaban en poner en riesgo su vida transportando mensajes, alimentos, municiones, armas para las milicias de Cristo Rey.

Así, el movimiento cristero rápidamente se fue imponiendo: en pocos meses seis estados – Jalisco, Nayarit, Aguascalientes, Zacatecas, Querétaro y Guanajuato - eran enteramente cristeros. La Cruzada mexicana por el reinado de Cristo estaba llegando a su apogeo y el Gobierno se dio cuenta de que no podía vencer. Hasta el general Amaro reconoció oficialmente la magnitud del conflicto y la necesidad de un acuerdo.

Los Acuerdos, Fin de la Lucha Armada

El Gobierno utilizó otra estrategia: la guerra me­diática. Los medios de comunicación lanzaron la falsa noticia de que iba a haber un acuerdo con los obispos. Esto debilitó psicológicamente a las milicias de Cristo que querían seguir luchando por su Iglesia. Ya no valía la pena el esfuerzo ni el sacrificio ni el disparo certero... El General Gorostieta protestaba: "...si quieren arreglos, consúltenos primero a nosotros…" Lamentablemente, el General fue asesinado el 2 de junio. En su reemplazo asumió la conducción de la Guardia Nacional el General Degollado.

Tanto presionó el gobierno, que al final consiguieron que se firmara un acuerdo donde se negociaban los derechos de la Iglesia. Hicieron traer a dos obispos desterrados en los Estados Unidos de América para que firmaran el arreglo. Así se acabó fríamente, en un escritorio, lo que tan ardientemente se había comenzado en el campo de batalla. El aviso del fin de la Cruzada armada se dio en un comunicado el día 21 de Junio de 1929, firmado por Monseñor Leopoldo Ruiz. Las causas nadie las pregun­taba: "Monseñor lo dice, así se hace", era la frase de los rancheros realistas. Con este acuerdo diplomático, las milicias de Cristo Rey dejaron de ser legítimas defensoras de la cristiandad, para pasar a ser consideradas un grupo de bandidos…

La Masonería de la Guerra Cristera

En ese año, 1929, el presidente Portes Gil, que había conseguido los arreglos, se dirigía así en una reunión de una Logia Masónica:

la lucha no se inicia, ya se inició hace veinte siglos. Esta lucha es eterna... No (debemos) caer en el vicio en que cayeron los gobiernos anteriores que, tolerancia tras tolerancia y contemplación tras contemplación, los condujo a la anulación absoluta de nuestra legislación (anticristiana)... Mientras esté yo en el gobierno, ante la Masonería yo protesto que seré celoso de que (se cumplan) las leyes que someten a los ministros de las religiones a un régimen determinado. En México, el Estado y la masonería en los últimos años han sido una misma cosa: dos entidades que marchan aparejadas, porque los hombres que en los últimos años han estado en el poder, han sabido siempre solidarizarse con los principios revolucionarios de la Masonería."

Una Guerra Eterna

Efectivamente, la lucha es eterna y, desde la creación, se lanzó un grito que con el tiempo se ha hecho un eco cada vez más sonoro. Los Macabeos lo pronun­ciaron en las batallas del Antiguo Testamento al defen­der su patria. Fue lo que los Apóstoles pregonaron por todo el mundo y que animó a los Mártires a dar su vida por Cristo. Fue el grito que se estampó en una época, la Cristiandad, cuando el mundo se regía por el Evange­lio. Fue el grito de San Miguel: "¡Quién como Dios!" el que se escuchó en la resistencia que hicieron los contra-revolucionarios, cuando el mundo trataba de sacudirse del suave yugo social de Nuestro Señor Jesucristo: lo tomaron los Vandeanos franceses, los Carlistas españo­les, los Federales argentinos y, finalmente, los Cristeros mexicanos.

México Católico

México no es el gobierno ni las instituciones de­mocráticas que hoy nos dirigen. No es tan sólo su territorio y su población. México son los méritos de los compatriotas que nos han precedido. Es el trabajo del campesino que siembra con sudor el suelo de nuestra patria. Es la labor oculta de las madres cristianas que, con lágrimas, moldean los corazones de futuros guadalupanos. Es, sin lugar a dudas, la sangre de todos aquellos que lucharon y murieron por un México grande que se identifica con el legado de España. Y es por eso que la lucha cristera no fue inútil, no. Es el fuego que a veces se arrebata y crece por el fervor patrio de los entusiastas que encarnan el grito de San Miguel; pero que también se aletarga con los tratos burgueses, los negocios fruc­tuosos, los pactos democráticos y las tolerancias suicidas. Pero de las brazas encendidas por el Movimiento Cristero, puede encenderse el fuego que dé paso a una patria nueva, rejuvenecida que, como el ave fénix, de la evocación de sus brazas casi apagadas, renazca al es­plendor del Reinado de Nuestro Señor Jesucristo.

En la sangre hispanoamericana corre este designio divino: luchar por el reinado de Cristo. En nosotros está pasar a la historia y ser premiados en la eternidad por ser aliados de San Miguel, o la vergüenza y el sinsabor eternos de haber desperdiciado el patrimonio de nuestros caídos, siendo así traidores a Dios y a la Patria...

¡Viva Cristo Rey!

¡Viva Santa María de Guadalupe!

Padre Fidel PUGA CUEVAS

FSSPX