¿La Iglesia debe pedir perdón por la Inquisición?

¿Debe la Iglesia pedir perdón por la Inquisición? He aquí un interesante análisis al respecto.

Como casi todos creen saber lo suficiente sobre tan famosa institución, tal vez carezca de interés leer algo más sobre el parti­cular. ¿Le gustaría poner a prueba su erudición? Rogamos, pues, a nuestros lectores, se sirvan responder tan sólo tres preguntas:

1.- ¿Cuál fue la Inquisición medieval más cruel?

  1. La francesa.  
  2. La alemana.
  3. La española.

2.- ¿A quiénes persiguió con más saña?

  1. A los anglicanos.
  2. A los luteranos.
  3. A los judíos.

3.-¿A cuántas personas condenó a muerte?  

  1. 100,000.
  2. 200,000.
  3. 300,000.

Si en la primera pregunta eligió la respuesta número 3, se equivocó de medio a medio; exactamente ocurre algo similar si en la segunda eligió la misma alterna­tiva. En cuanto a la tercera, las tres son igualmente falsas. Si erró las tres respuestas, ud. necesita seguir leyendo este artículo.

Origen del Tribunal

Nada es más conveniente para conocer la natura­leza de una institución humana que conocer su origen. En él hallamos claramente expresada la finali­dad perseguida por sus autores, a la que se adecuan los medios empleados que permiten juzgar su éxito o fracaso. Pero, antes de narrarlo, debemos remontarnos al siglo XII y aclarar dos hechos que lo iluminan: el redescubrimiento del derecho romano y el naci­miento de la herejía albigense.

A decir verdad, el derecho romano nunca se per­dió del todo, pero de ese siglo datan los grandes glosadores y comentaristas -Irnerio y Búlgaro- que le dieron gran autoridad. Entonces se descubrió que la justicia romana torturaba a los reos si eran bárbaros o esclavos; porque, según creían, su testimonio sólo podía ser aceptado si se mantenía bajo tortura. Has­ta esas fechas en la Edad Media, no se aplicaba tan cruel método judicial, simplemente porque los bárba­ros germanos lo desconocían -salvo la flagelación, como castigo y no como tortura- y costó mucho que se impusiera, pues monjes y teólogos lo consideraron indigno de almas cristianas. Desgraciadamente, las últimas resistencias cesaron cuando Inocencio IV, mediante la Bula Ad Extirpandam, del 15 de mayo de 1252, autorizó su empleo en la Inquisición. Esta Bula contradecía la decisión de Nicolás I, quien, en 866, la había prohibido. Claro que los tribunales civi­les habían olvidado hacía mucho tiempo al Papa Nicolás, a pesar de lo cual, al comienzo, la Inquisición se abstenía completamente de su uso. Además de la tortura, los medievales hallaron otra pena sorpren­dente: la de muerte en la hoguera para los que practicasen la magia negra y que, en los últimos años imperiales, se aplicó a los herejes.

La herejía de los albigenses (o cátaros) produjo conmoción en las autoridades civiles y religiosas de la época. Su doctrina destruía por completo su mun­do, por lo cual no la podían tolerar. En el ámbito ci­vil prohibía el juramento, fundamento de toda la es­tructura feudal de la época; además, al prohibir el matrimonio, afectaba tanto a la sociedad civil como a la religiosa. Pero esto no es todo: aprobaban el suici­dio y rechazaban toda guerra, aún la defensiva y, por supuesto, la pena de muerte. Fue tal la indignación que produjo esta doctrina, que la Santa Sede cambió su doctrina multisecular. Así, por ejemplo, cuando el emperador Máximo condenó a muerte al hereje Prisciliano -a instancias de los obispos Hidacio e Itacio- en 385, el Papa San Siricio y los obispos San Ambrosio de Milán y San Martín de Tours protesta­ron indignados contra tal pena. San León Magno es­tableció que el derramamiento de sangre repugnaba a la Iglesia y el XIº Concilio de Toledo prohibió parti­cipar en juicios de sangre (es decir, que implicasen la pena de muerte) a los que administraban los sacramentos. Hasta estas fechas -es decir, hasta el siglo XII-, la Iglesia se contentaba con las penas espiritua­les. Pero ante la perversidad de la nueva herejía, des­tructora por completo de la vida social, decidieron acudir al poder secular y predicar la cruzada. La guerra desatada por estos hechos fue de extraordina­ria crueldad; la que ya se había manifestado en otros lugares, como en España bajo Pedro II de Aragón.

Hasta el siglo XII, en consecuencia, no se aplicaba, de ordinario, la pena de muerte a los herejes; en los pocos casos conocidos, lo normal era la cárcel, el des­tierro o la confiscación de sus bienes. Por supuesto que, si había arrepentimiento, no se imponía ninguna pena. Por lo demás, la cárcel se reducía, la mayoría de las veces, a la obligación de habitar en un conven­to. Aún no había un tribunal ad hoc: La Santa Inqui­sición iba a nacer en el siglo siguiente en muy curio­sas circunstancias.

El emperador Federico II, bastante indiferente en materia de fe y entusiasta admirador de la cultura árabe, fue quien desencadenó los acontecimientos que llevaron a su creación. En 1224 restableció la pe­na de muerte en el fuego, decretada por el antiguo de­recho romano, y la aplicó con rigor y criterio más po­lítico que religioso. En verdad, la arbitrariedad del emperador y su codicia son bien conocidas. ¿A cuán­tos inocentes condenó? El Papa Gregorio IX, en 1231, hubo de salir al paso a tanta injusticia del único mo­do que le era posible: ya que las acusaciones eran de índole espiritual, el juez debía ser adecuado a la na­turaleza del delito perseguido. En consecuencia, en­tre el tribunal civil que acusaba al reo y éste, introdu­jo una cuña: la Santa Inquisición. De este modo, po­día desaparecer la pasión política y la codicia que tanto daño habían hecho. Y, para asegurar la inde­pendencia del tribunal, lo centralizó en Roma y lo encargó a la Orden de Predicadores, que había sido recientemente fundada por Santo Domingo de Guzmán. De este modo, los inquisidores procedían con total independencia y buscaban, en primer lugar, la conversión del hereje. Como en un comienzo sólo había sospecha, bastaba que éste jurase sumisión al Pontífice para quedar libre de toda sospecha. Sólo se juzgaba a los empecinados, siempre que la evidencia fuese abrumadora. Si durante el juicio el reo abjuraba de su error, quedaba libre del tribunal civil y la Santa Inquisición le imponía penas espirituales, co­mo rezar los salmos, hacer ayunos, etc. Si persistía en su actitud herética, era entregado al tribunal civil, que lo condenaba a la pena que estimara conve­niente. Poco a poco, se fue generalizando la de muer­te en la hoguera, en conformidad con el derecho ro­mano, tal como lo conocieron en aquella época.

Respondiendo a las preguntas

Estamos ya en condiciones de responder a lo pre­guntado al comenzar estas breves líneas.

La primera pregunta, a decir verdad, no puede responderse correctamente, puesto que, en esa época no existían los países actuales. Donde más actuó la Inquisición fue, naturalmente, al sur de Francia y en Italia. En España sólo hubo In­quisición en Aragón; no la hubo en Castilla ni en Portugal. En Alemania duró poco tiempo, si bien el inquisidor Conrado de Marburg es famoso por sus abusos. De modo que, con las salvedades hechas, la respuesta correcta sería la número 2.

La segunda pregunta tampoco tiene res­puesta, puesto que no existieron anglicanos ni luteranos durante toda la Edad Media. Por lo demás, jamás la Santa Inquisición persiguió a los judíos, por la sencilla razón de que no son herejes. En la Edad Media la tolerancia llegó al extremo de proporcionar tal libertad a judíos y árabes, que en las ciu­dades había barrios enteros donde la vida se regía por el Talmud o por el Corán y no por las leyes cristianas. De este modo que­daba protegida la libertad de cultos. Lo que sí tenían prohibido era el acceder a de­terminados cargos públicos y molestar a los cristianos en el ejercicio de su fe; es de­cir, ejercer el proselitismo. Tal como hoy día se les prohibe a los cristianos en todos los países árabes y en Israel. La única dife­rencia radica en que hoy no hay barrios cristianos en esos países.

La tercera pregunta tampoco tiene res­puesta, puesto que la Inquisición medieval jamás condenó a nadie a la pena de muerte. Lo tenía expresamente prohibido, como vimos más arriba. Ella se limitaba a “relajar al brazo secular” -si confir­maba la denuncia- a quien el tribunal civil ya había acusado. Por ello su nombre es “Inquisición”, esto es, “investigación”. Su labor se limitaba a exactamente eso: investigar si la acusación era correcta o no. Co­mo sus miembros eran frailes, procuraban, por todos los medios a su alcance, convencer al reo de la verdad de la religión católica. Por desgracia, por presión del tribunal civil, se creyó conveniente hacer uso de la tortura. En este punto sólo puede decirse que la San­ta Inquisición fue la que limitó su uso, con la inten­ción de no dañar la salud del reo. Por ello, los peores instrumentos de tortura pronto fueron alejados del tribunal. Todavía se los suele mostrar en museos en diversos lugares del mundo sin distinguir los que po­nía en práctica el tribunal civil y los que usaba la San­ta Inquisición. Mas es bueno consignar que, en la mayoría de los juicios, jamás fueron usados.

Juicio liberal

A pesar de lo dicho, el “juicio liberal” -es decir, aquel hecho en virtud de las ideas liberales dominantes desde el siglo XVIII en Occidente- ha sido de conde­nación sin atenuantes. ¿Por qué?

En buena medida se debe a las calumnias que con tanta facilidad y poca cautela se creyeron. No pocos se refieren a la Edad Media como 1,000 años ilumina­dos por las hogueras de la Inquisición, a despecho de la circunstancia de que, como hemos visto, la Santa Inquisición nació al final de esos 1,000 años. La igno­rancia llega a ser tal, que se supone que jamás nadie se había bañado en esos oscuros y tenebrosos siglos; cuando el baño público era muy practicado en la Edad Media, siendo suprimido durante el Renaci­miento por la convicción de que las pestes se propagaban gracias al agua. La lista de calumnias es infi­nita y afecta a todas las manifestaciones propias de esa edad sin que, por cierto, la Santa Inquisición pue­da escapar de ellas. Es tan grande el encono contra este período histórico que lo poco de bueno que no podía ya ser negado, se le atribuye a influencia orien­tal.

Pero esto no lo explica todo. También nos horro­riza el empleo de la tortura. Lo curioso es que no juz­gamos de la misma manera al Imperio Romano, que tan abundante uso hizo de ella, ni a los tiempos modernos y contemporáneos que bien podrían dar lec­ciones a los medievales en esta materia.

Fue, precisamente, la Santa Inquisición la que co­menzó a mitigar la dureza de los tribunales de justi­cia, e incluso llegó a limitar la sesión de tortura a me­dia hora, después de la cual, el reo debía ser declara­do inocente.

Se prohibió todo método que dañase la salud del reo y, finalmente, se ordenó la presencia de un médi­co que velase por la salud del torturado y de un abo­gado encargado de su defensa.

Hay un argumento que, aunque deje fríos a los no católicos, a nosotros nos resulta bastante convincen­te. Ocurre que la Inquisición de Aragón se regía por el “Directorio” escrito por San Raimundo de Peñafort. ¿Cómo puede dudarse de la legitimidad de los pro­cedimientos inquisitoriales emanados de la pluma de este Santo inquisidor?

Por supuesto que todo esto no nos deja satisfechos, pero hemos de tener cuidado al juzgar a hombres con otras costumbres y convencidos por diferen­tes ideas que las nuestras. De hecho, en este siglo, he­mos presenciado las peores torturas de la historia, y, como todos sabemos, se siguen empleando un poco por todo el mundo. Pero como no se reconoce el he­cho, no hay medida alguna que proteja realmente al reo.

Hay algo aun más grave: lo que menos puede so­portar una mente liberal es que alguien sea condena­do por una diferencia de opinión. Ya vimos que, en la Edad Media, a nadie se lo condenó por ello, sino por el delito de herejía, es decir, de traición. Y no cualquier herejía, sino la de los albigenses, que pro­vocó tantos disturbios y una sangrienta guerra. Los medievales juzgaron que era necesario ir a la raíz: a las concepciones destructoras de la paz social. Aun­que no lo crea, querido lector, hoy está sucediendo algo parecido. En los Estados Unidos, ningún profesor de biología puede referirse a la creación de los seres vi­vos: tiene que enseñar la hipótesis de Darwin, la acepte o no. ¿Acaso no estamos afirmando que, al menos en América, no toleraremos un gobierno que no sea democrático? En virtud de lo cual no hay es­crúpulo alguno en invadir una pacífica nación que ningún peligro encierra.

Tal parece que la Inquisición ha vuelto, sólo que ahora no puede ser llamada «santa».

Juan Carlos Ossandon Valdes