Los siete dones del Espíritu Santo
Con ocasión de la celebración de Pentecostés, les ofrecemos este texto del R. P. Philipon, O.P., en el que encontrarán una explicación de la relación entre los Siete dones del Espíritu Santo y la vida de todo cristiano.
Antes de la Pasión, los apóstoles son seres groseros y carnales, miedosos, muy humanos. Después de Pentecostés, he ahí que de nuevo aparecen en el mundo, pero transfigurados, predicando intrépidamente al Crucificado: “En Él solo Dios puso la salvación” (Hch 4, 12), exclamaba San Pedro. Y todos los Apóstoles muéstranse testigos indefectibles de Cristo: “en Judea, en Samaria y hasta las extremidades de la tierra”, anunciando el Evangelio a toda criatura. Nada detiene ni amengua su valor, en adelante superior a toda flaqueza: “No podemos no decir lo que hemos visto y oído. No podemos no predicar a Cristo” (Hch 4, 20). En nombre de Jesús obran milagros, sanan a todos los enfermos que se presentan, resucitan a los muertos, convierten al mundo, fundan una nueva civilización que cuenta ya 21 siglos de existencia. E intrépidos, ellos y sus discípulos dan la vida por Cristo. Pudieron hacer maravillas porque el Espíritu Santo, mediante sus dones, los guiaba. Los confirmados también recibimos el mismo Espíritu Santo con sus Siete dones.
El espíritu de temor
El don de temor está en la base de todo el edificio de la perfección cristiana. Nos establece en la actitud fundamental que conviene a toda criatura frente a la infinita grandeza de Dios: la conciencia de nuestra nada: “Yo soy Aquel que soy, Tú eres aquella que no es”, decía Dios a Santa Catalina de Siena. Elimina de una vida humana el mayor obstáculo para la santidad: el orgullo. El alma, penetrada de su total impotencia y olvidada de sí misma, guárdase bien de sustraer a Dios aun la menor partícula de gloria. Como la Virgen del Magnificat en medio de los prodigios operados en ella, se deja atrás el alma a sí misma para no cantar sino la efusión de las misericordias divinas: “El Omnipotente ha hecho en mí cosas grandes. Y su nombre es Santo” (Lc 1, 49). Dios se complace en colmar, con sus gracias de predilección, a un alma en la cual está seguro de que todas las mercedes de sus divinas manos redundarán en gloria suya.
El don de temor, valioso auxiliar de la templanza, desempeña un papel decisivo, más importante todavía para la economía de nuestra vida espiritual, en el florecimiento de la esperanza. Ayudando al alma a acordarse de su fragilidad natural y a no apoyarse en ella misma, la impulsa a refugiarse en Dios, a confiarse en Él solo. Despojada de todo amor propio, libertada de todo repliegue sobre sí, el alma cuenta en adelante únicamente con los méritos de Cristo y con la soberana bondad de Dios. El espíritu de temor la arroja en una confianza audaz y filial, que muy pronto la conduce al abandono total, forma suprema del amor.
El espíritu de fortaleza
El don de fortaleza es el Espíritu de Dios invadiendo todas las potencias del ser humano y conduciéndole, como recreándose, en medio de las dificultades más temibles, a la realización de todo lo que quiere Dios. El cristiano, revestido de “esta fortaleza de lo Alto”(Lc 24, 49) que hace a los apóstoles, avanza hacia la santidad más alta con una valentía que triunfa de todas las resistencias. Sus límites de creatura, su flaqueza personal no cuentan ya: “Dios es su roca, su apoyo inmutable”. En las circunstancias infinitamente variadas de una vida humana, el espíritu de fortaleza afírmase bajo dos aspectos esenciales: el ataque y la resistencia. Hace al alma magnánima y perseverante. Su acto supremo despliégase, principalmente, en presencia de la muerte, y podría expresarse con la célebre fórmula: “Mantenerse hasta el fin”.
En la vida corriente, el fuerte tiene la audacia de las grandes empresas. Si el Espíritu de Dios se enseñorea de él, lo hace para realizar cosas grandes. El magnánimo, animado por el Espíritu de Dios, no calcula con base en los obstáculos de toda clase que podrían surgir y oponerse a sus vastos designios. Conoce sus posibilidades de acción y cuenta absolutamente con la Omnipotencia divina, sin temeridad, pero también sin timidez. El don de fortaleza se manifiesta con brillo en el espíritu de conquista que animaba a los Apóstoles cuando el Espíritu de Dios sobrevino a ellos en Pentecostés, con la rapidez impetuosa e irresistible del huracán. El mismo espíritu de fortaleza suscita el entusiasmo de los santos en el servicio de la Iglesia y de la gloria de Dios. Ellos tienen “hambre y sed de justicia” (Mt 5,6), quisieran extender el reino de Dios hasta las extremidades de la tierra, dar toda su sangre por Cristo. Ni las contradicciones de este mundo, ni la lucha implacable de las potencias invisibles del mal, ni la penuria de los medios a su disposición, ni la tibieza de los buenos, ni la traición o el abandono de los amigos, ni el sentido agudo de su propia fragilidad y de lo sobrehumano de la tarea a la que Dios los conduce, ni la oposición de los hombres, ni las emboscadas de los puros espíritus, ninguna creatura en el cielo, en la tierra y hasta en los infiernos, ningún obstáculo interior o exterior, nada, nada puede detener –ni siquiera retardar – su ímpetu hacia Dios. Su confianza en la fortaleza soberana del Omnipotente permanece inquebrantable. Ellos están seguros de Él. Todo lo demás los deja indiferentes. Prosiguen la obra de Dios con una fortaleza dominadora de los hombres y de los acontecimientos, en una seguridad absoluta. Esto excede las fuerzas humanas: aquí está Dios.
El don de fortaleza reviste en los santos, según su vocación particular, dos caracteres completamente diferentes: el heroísmo de grandeza o el heroísmo de pequeñez, manifestándose este último no por acciones brillantes que asombren al mundo sino por una impecable fidelidad hasta en el detalle más minúsculo, sin espíritu de minucia, por amor. Las tremendas mortificaciones de un cura de Ars y la santidad risueña de una Teresa de Lisieux se refieren, respectivamente, a aquellos dos tipos diferentes, pero complementarios, del don de fortaleza. Para no ser nunca trivial en las pequeñas cosas, requiérese un alma grande. En cada uno de sus actos, aun los más familiares, la humilde Virgen de Nazaret, convertida en Madre de Dios, tenía conciencia de ser la portadora de la salvación de todos los pueblos y de realizar, en la humildad de su existencia oscura, su misión universal de Corredentora del mundo. El mismo espíritu de fortaleza acompañaba al templo a la Virgen, radiante de las primeras alegrías de la Natividad, y la mantenía de pie bajo la cruz, Reina de los mártires.
Con el don de fortaleza, el cristiano avanza, pues, hacia la vida eterna sin dejarse detener por las resistencias humanas o las dificultades de la vida. Con él triunfa de todos los peligros, supera todos los acontecimientos, como revestido de la fortaleza misma de Dios. Parece que participa de la inmutabilidad divina, dominadora de todas las potencias del universo. Nada es obstáculo para las almas llevadas por el Espíritu de Dios. El espíritu de fortaleza es el que hace a los mártires y a los santos.
El espíritu de piedad
El don de piedad rige todas nuestras relaciones con las Personas divinas, con los ángeles y los santos. Imprime un acento fraternal a toda nuestra conducta con los demás miembros del cuerpo místico; de ahí su influencia constante en una vida cotidiana que es esencialmente una amistad con Dios, una amistad con nuestros hermanos y nuestras hermanas en Cristo. Es el alma de toda vida de oración. El Espíritu de piedad es un instinto filial que brota del alma cristiana, como brota la ternura del corazón del hijo. Aparece Dios como un Padre infinitamente amado, que, con cada gracia espiritual o con cada beneficio material, da prueba de amor. San Pablo ha definido el movimiento fundamental del don de piedad al revelarnos cómo los seres humanos, conducidos por el Espíritu de Dios, son libres como hijos en la casa de Dios bondadosísimo, que es la casa de ellos, cuyo ímpetu de amor siempre se expresa con la misma palabra, que lo dice todo: “¡Abba! ¡Padre!” (Rm 8, 15). Comprendamos bien que a esto se reduce toda la religión de Cristo, el culto nuevo del Evangelio: “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 24). Hasta los menores sentimientos del alma cristiana frente a Dios se penetran de esta ternura filial, tan natural en hijos verdaderos, ternura que se hace, a su tiempo, plegaria, acción de gracias, alabanza adoradora y, si es preciso, expiación. El don de piedad conserva al alma en una actitud religiosa siempre respetuosa de los derechos de Dios y de su grandeza infinita, pero espontánea como los gestos afectuosos del hijo. En la intimidad de la vida familiar deséchase todo rígido protocolo. Así, el Hijo de Dios se siente como en su casa en la familia de la Trinidad.
El don de piedad inspira a los santos esa exquisita y conmovedora familiaridad con Cristo, la Virgen y todos los ángeles del Paraíso, que a todos les hace considerarse como miembros de una misma familia, llamados a una misma vida de dicha en una ciudad eterna donde “Dios será todo en todos” ( I Co 15, 28).
El espíritu de consejo
El don de consejo es el realizador práctico de esta vida totalmente divina en medio de las mil contingencias de una vida humana, que transcurre en un inextricable laberinto de dificultades. Este don hace pasar las grandes luces de la fe y de los dones superiores de sabiduría, de entendimiento o de ciencia al dominio concreto de la acción. Indica a todos los hijos de Dios, con un instinto infalible, no sólo en las grandes horas de una existencia humana, sino hasta en los más mínimos detalles de una vida en apariencia monótona, el camino personal de su redención. Cada uno tiene su camino más corto, su “atajo” para ir a Dios. Es preciso estar atento a esta inspiración divina, que nunca falta y que permite a toda alma de buena voluntad realizar en el tiempo el misterio de su propia predestinación. Los caminos de Dios varían al infinito. El don de consejo sugiere a cada uno su lugar en los designios eternos de Dios y en el conjunto del gobierno del mundo. El don de consejo es el que nos ajusta prácticamente al plan de Dios. El mismo Espíritu, que asiste a la Iglesia de Jesús, a fin de que no se desvíe un ápice de su misión de verdad y de santidad, acompaña en particular a cada una de nuestras almas con su luz vigilante y rectora. De ahí proceden, en ciertas horas, en todas las existencias, esas iluminaciones súbitas que cambian todo el plan de una vida, esas inspiraciones repentinas que descubren en una luz decisiva nuestra manera propia de asemejarnos al rostro de Cristo. De ordinario, la asistencia de este Espíritu nos manifiesta la voluntad de Dios a través de las directivas de la iglesia y de los hechos cotidianos. Dios habla por medio de los acontecimientos. Así no nos deslumbra. Esta forma discreta, pero distinta, nos formula con seguridad una indicación divina, ello es suficiente. Los verdaderos hijos de Dios son conducidos por su Padre del cielo y por su Espíritu. Así Cristo Jesús no cesa, como lo hizo con los primeros apóstoles, de enviarnos “el Paráclito”, para encaminarnos hacia la vida eterna por los senderos de Dios.
El espíritu de ciencia
El don de ciencia nos hace sentir y como tocar con la mano la vanidad de toda creatura: pura nada. El hombre, que camina hacia Dios en este universo visible, no debe detenerse en su fugaz belleza; mucho menos quedar cautivo en ella. Todo ha sido hecho para elevarle hasta Dios. El papel del don de ciencia es descubrir a través de todas las cosas la Faz de Dios. Él permite al alma evadirse del apresamiento falaz de todo lo creado, hace que no se deje prender en goces transitorios y culpables, que tan pronto conviértense en amargura sin fin. Nos lo ha advertido San Pablo, diciendo que los que gozan de mujer y de todos los falsos bienes de este mundo, tengan mucho cuidado de no eternizar en ellos su corazón. Aun cuando el alma se saciara de ellos, con rapidez fulminante la muerte separa de todo: “¡El tiempo es breve!… ¡La figura de este mundo pasa!” De ahí las lágrimas de los santos al recuerdo de una vida malgastada y del tiempo perdido. Reconciliados con Dios, saborean en su penitencia “la bienaventuranza de las lágrimas” (Mt 5,5).
En las almas puras y desprendidas, para quienes la creatura ha llegado a ser inofensiva, todo eleva hacia Dios. Para el alma virgen, inaccesible a la fascinación seductora de las creaturas de pecado, la creación aparece como el magnífico libro de Dios: “Los cielos narran su gloria” (Sal 18, 2) y hasta el menor átomo del universo atestigua su infinito poder.
Así, el don de ciencia, que la Escritura llama “la ciencia de los santos” (Pr 9, 10), libra al alma del gusto malsano de la creatura y –maravillosa transformación – restituye a la naturaleza misma su sentido original de “signo de Dios”.
El espíritu del entendimiento
El don de entendimiento es una mirada simple y contemplativa sobre la Trinidad y el conjunto de los misterios de Dios. No considera las cosas a través de sus causas en cuanto creadas, como el don de ciencia; no las contempla a la luz de sus causas divinas, como el don de sabiduría, sino que las ve en ellas mismas, bajo la irradiación sobrenatural de la luz de Dios, penetrando en el interior de cada misterio, en el corazón mismo de toda realidad, hasta ese centro inaccesible que la fe alcanza sin medir su insondable profundidad. Es menester recordar que ni el genio, ni el trabajo encarnizado, ni ninguna inteligencia de creatura, puede asir a Dios. Aun en presencia de los más puros espíritus, el Eterno guarda inviolablemente su secreto. Su palabra reveladora sola ha podido hacernos sospechar el misterio de su Paternidad divina, de la generación de un Verbo igual a Él mismo y de la Procesión eterna de un Dios que es Amor. Nosotros sabemos que el universo entero ha surgido de este Pensamiento creador y redentor que sobrealzó la naturaleza hasta la gracia, ordenando todo el movimiento de los cuerpos, de los espíritus y de la caridad, al orden de la Encarnación, a la primacía de Cristo, a la incesante alabanza de gloria de la Trinidad.
El don de entendimiento entreabre ante nuestras miradas deslumbradas todo ese mundo sobrenatural donde el alma, amada de Dios, se siente en su casa como el hijo en la de su Padre. Sólo el Espíritu Santo, que conoce todo, que escruta todo, puede hacerle tocar esos abismos de la Divinidad. El don de entendimiento es esa mirada simple y profunda en lo interior de toda cosa, a la manera intuitiva y luminosa de la mirada misma de Dios. Los signos exteriores entregan el secreto de las realidades escondidas, los fenómenos manifiestos introducen en el centro del misterio, lo visible encamina hacia lo invisible, los balbuceos humanos hacen oír la Palabra increada.
El alma, iluminada por el Espíritu de Dios, parece leer en el interior de las cosas. Tal es el oficio del don de entendimiento: el universo recobra su sentido divino, las Escrituras manifiestan con evidencia la economía redentora concebida y realizada por el Hijo en colaboración con el Padre y el Espíritu Santo, ritos de los sacramentos, infinitamente trascendidos, revelan al alma el deslumbrante misterio eucarístico que perpetúa en la Iglesia el sacrificio de la Cruz, cada gesto ritual expresado por la Iglesia se le aparece como la aplicación a nuestras almas de los innumerables beneficios de la Redención. Por el don de entendimiento el alma ve a Dios: en el cielo, en continuidad con la visión beatífica; en la tierra, mediante la fe, en la claridad oscura del resplandor de su Faz, pero discerniendo con certidumbre su trascendencia totalmente divina. Manifiéstasele Dios como en la cumbre de un Sinaí, al cual débese acercar despojándose de toda imagen creada, para oír repetir al Dios de Moisés: “Ni esto, ni aquello. Yo soy el que soy” (Éx 3, 14).
El espíritu de sabiduría
El don de sabiduría es la mirada suprema de Dios comunicada por gracia a una simple creatura. Su papel contemplativo y apostólico se extiende a toda la actividad del cristiano. A los ojos del alma, esclarecida por el don de sabiduría, todo se hace luminoso. Dios se manifiesta a ella en el brillo infinito de su Divinidad, de perfecciones innúmeras e ilimitadas. El espíritu de sabiduría le descubre en la cima de todos los seres –e infinitamente por encima de ellos–: “Aquel que Es”, el Único necesario, el Eterno viviente; y, surgiendo de esta esencia divina como de un centro de infinita irradiación, la multitud inconmensurable de los atributos divinos en el orden del ser, del obrar y de la perfección moral: bondad soberana, inmutable eternidad, omnipresencia, ciencia y comprensión de todo, entendimiento, fuente de toda verdad: Ser que se basta y cuya voluntad reposa en Él mismo como en un bien infinito; amor, justicia y misericordia; omnipotencia creadora que hizo surgir de la nada un universo que gobierna con sus manos; providencia infalible que vela sobre el menor átomo como sobre la inmensidad de los mundos; unidad floreciendo en Trinidad y, en esta sociedad de tres Personas iguales y consustanciales en la identidad de una misma naturaleza divina, todo en común: luz, amor y gozo, en una vida sin fin a la que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo llama por gracia a todos los espíritus bienaventurados y a todas las almas de buena voluntad. El don de sabiduría contempla esas profundidades de la Trinidad y de la acción de Dios en el mundo. De todo juzga a la luz de la Esencia divina y de los atributos divinos. De una mirada simple y comprensiva, abraza todo el encadenamiento de las causas relacionándolas con su principio supremo. Es contemplación de Dios y visión del universo a la luz misma del Verbo, Sabiduría de la Trinidad.
El alma, transformada en Dios por la gracia de Cristo, entra como en su casa en todos los secretos de la Trinidad para vivir en ella en sociedad con el Padre, el Verbo y el Amor, en la unidad de una misma vida: “Aquel que se adhiere a Dios por unión de amor no hace sino un solo espíritu con Él” (I Co 6, 17). Parece que, introducida en la intimidad de la familia divina, el alma ya no ve las cosas en ellas mismas, sino que las saborea con el corazón de Dios. En esta experiencia mística, toca ella los abismos de la Trinidad. Ya nada puede retener el impulso de una creatura tal, identificada con Cristo: vive de amor en el seno mismo de Dios. En el cielo de su alma goza de la Trinidad. En esta cumbre de la vida espiritual sobre la tierra, el alma cristiana, en todos sus movimientos, permanece bajo la impulsión del Espíritu de amor: es la unión transformante. Sus actos, aun de apariencia más insignificante, se convierten en actos de puro amor. Se podría decir de estas creaturas conducidas por la Sabiduría del Espíritu de Dios, lo que San Juan de la Cruz escribía del alma que había llegado a la cima del Monte Carmelo: “Sólo mora en este monte la gloria y honra de Dios”. Como en el alma de Cristo, ya no queda en ellas sino un solo movimiento que imprime su propio ritmo a todo el resto: la gloria del Padre, la sola gloria de Dios. “Padre, no te he dado sino gloria” (Jn 17,4).
Esta alta sabiduría contemplativa trócase espontáneamente en amor, y el don de sabiduría vuélvese, por añadidura, suprema regla de acción. El alma, que ha experimentado el “Todo” de Dios y la “nada” de lo que no sea Él, quiere que esta gran luz ilumine la ejecución de todos sus actos, quiere realizar en su conducta, así como trabajar con todas sus fuerzas para que se establezca a su alrededor, el reino soberano de Dios, cuyo modelo perfecto encuentra en la vida de los bienaventurados, en quienes “Dios es todo en todos” I Co 15, 28). Ella transforma, aun cada una de sus menores acciones, en testimonio de fidelidad y de puro amor por la gloria de la Trinidad. Y esto, en la sencillez de una existencia aparentemente trivial. Este fue el secreto del alma del Verbo encarnado, aun en medio de las más ínfimas circunstancias de una vida totalmente oculta, para dar a su Padre una gloria infinita. El don de sabiduría une los extremos. Como la inteligencia divina, relaciona todos los acontecimientos de una vida, todos los seres del universo, y, a través de todo, sabe descubrir la huella de Dios. “¡Oh, profundidad de los abismos de la Sabiduría y de la Ciencia de Dios!” Para escrutar “vuestros incomprensibles juicios” y entrar en el misterio de “vuestras impenetrables vías” ( Ro 11, 33), que “Vos ocultáis a los sabios y a los grandes de este mundo para no revelarlo sino a los humildes y a los pequeños” ( Mt 11, 25), tiene necesidad el hombre de la luz del Espíritu de Dios.
Sed perfectos como vuestro Padre celestial
Una vida tal de intimidad con Dios a muchos parece irrealizable o reservada para una minoría de elección. Mas ahí está el precepto del Maestro que a todos impone la rigurosa obligación de tender a la perfección de la caridad. El deber de amar a Dios no sufre medida. Es infinito como Dios: “Escucha, Israel, tu Dios es único. Tú lo amarás en la plenitud de luz de tu inteligencia, con todo el fervor de tu voluntad, con todas tus fuerzas”. El modelo para imitar, es el Padre: “Sed perfectos como Él” (Mt 5, 48). Y, he aquí el segundo mandamiento, semejante al primero, igualmente sin límite: “Amaos unos a otros, como Yo mismo os he amado” (Jn 15, 12). El hombre debe vivir de amor a la manera del Padre y del Hijo, bajo la impulsión de un mismo Espíritu. Su ejemplar supremo es la vida íntima de la Santísima Trinidad.
Esta alta y sólida doctrina nos eleva infinitamente por encima de esa opinión corriente y nefasta, que tiende a reservar la busca de la perfección evangélica sólo a las almas religiosas o sacerdotales, mientras la masa de los cristianos debería contentarse con la simple observancia de los mandamientos de Dios y preceptos de la Iglesia. Pernicioso error cuyas consecuencias en la vida práctica son incalculables, que minimiza el ideal cristiano y mata en las almas el impulso hacia la más alta santidad. En esta hora, en que la Iglesia confía más que nunca en los santos laicos para la recristianización del mundo, es de capital importancia volver a adquirir conciencia de este precepto de la perfección obligatoria para todos. A todos los hombres, indistintamente, es a quienes dirige Jesús su mensaje de santidad y de plenitud de vida divina: “Sed perfectos”. ¿Acaso San Pablo no escribía a los primeros cristianos que vivían en el mundo: “Es la voluntad de Dios que seáis santos”? (I Ts 4, 3). Todos santos: he ahí el espíritu del Evangelio, el mandamiento expreso del Salvador, cuya realización renovaría la profunda vida de la Iglesia y cambiaría la faz del mundo. Aun los casados son llamados por Cristo a la más elevada santidad. Ninguna clase de hombre, ninguna situación social, está excluida de este llamado a la vida perfecta. Su vocación bautismal constituye para todos los cristianos una rigurosa prescripción de trabajar en este perfecto florecimiento de la vida de Cristo en ellos. Y, más aún, constríñelos la Confirmación a mostrarse perfectos, en todos sus actos, “a imagen del Hijo”.
M.M. Philipon,
M.M. Philipon, O.P., Los Sacramentos en la vida cristiana, cap. II, Grupo Editorial Éxodo, México D.F., 2008