10° domingo después de Pentecostés - reflexión espiritual
Reflexión espiritual sobre los textos litúrgicos del 10° domingo después de Pentecostés.
“Las gracias son diversas, más el espíritu es el mismo” (I Cor. 12, 4)
No debe haber celos entre los diferentes ministerios, ni tampoco negligencia o dejadez en el ejercicio de las sagradas funciones. En el supuesto de que los diferentes dones, gracias, talentos y empleos vienen todos de la misma mano y que es el mismo espíritu el que los distribuye, todos deben tener el mismo fin, todos merecen nuestra estima. Por esto puede decirse con verdad que nada hay pequeño en el servicio de Dios.
¡Qué error el no estimar los empleos en la Iglesia, sino con relación al esplendor o a la preeminencia del lugar en que se ejercitan! Su dignidad procede de su principio y de su fin.
Los coros de los Ángeles en el cielo son diferentes en dignidad, según la excelencia y la dignidad de su ministerio; pero todos son respetables, como que todos son ministros del Altísimo.
Los dones del Espíritu Santo son puras gracias: don de consejo, don de sabiduría, don de lenguas, don de ciencia, hasta el don de los milagros, todo se ha dado por utilidad del prójimo y de ningún modo, para la gloria particular y en provecho sólo del sujeto a quien el Espíritu Santo ha enriquecido con estas gracias puramente gratuitas. ¡Cuál, pues, debe ser su reconocimiento!, pero… ¿de qué crimen no se hace reo el que entierra estos talentos, o si sólo una vana reputación es todo el fruto que saca de un tesoro de que no es más que administrador?
La ciencia hincha, dice el Apóstol, pero toda hinchazón está llena de podredumbre o de viento. No hay cosa más vana que la gloria que se busca, y de que uno se llena por unos bienes que sólo se han recibido en depósito. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorias de ello como si no lo hubieses recibido? Pocos hay de aquellos que tanto se han distinguido por su raro saber, por su alta sabiduría, que tarde o temprano, si viven mucho tiempo, no vengan a parar en otros tantos objetos de lástima, después de haberlo sido de envidia, por las flaquezas y muchas veces por las imbecilidades de una vejez prematura.
¡Cuántos de estos grandes hombres se han visto portarse como niños, aún antes de ser decrépitos, complaciéndose Dios en convencernos por medio de estos ejemplos tan frecuentes, lo mal que hacemos en enorgullecernos por una ciencia que se extingue, se desvanece con el trastorno de una fibra! Pues he aquí, no obstante, lo que hace tan altaneros a esos grandes genios que jamás aciertan a conocer lo pequeños que son.
La emulación de los talentos es la más delicada, la más ciega, y acaso la más difícil de curar; nada ensoberbece tanto, sin embargo de que nada debería humillarnos tanto como esa enfermedad casi incurable. ¡Ridícula vanidad del hombre! No se humilla, aunque nada es más que polvo y ceniza, y habiendo sido formado no más que de un poco de lodo; este lodo que todo lo debe a la mano omnipotente que le ha formado, se gloría de las ventajas que ha recibido de ella, y no pocas veces pretende arrebatarle toda la gloria. Lo que nos da reputación, lo que nos distingue de los demás son dones de Dios, y el resplandor de estos dones debe servirnos para descubrir más nuestras sombras.
Es verdad que el orgullo es siempre la señal de un genio pequeño: las almas grandes, los sujetos de un mérito más distinguido, son ordinariamente más humildes; sólo unos entendimientos superficiales y limitados son los que están llenos de una falsa estima de sí mismos. El orgullo humilla a cualquiera que tiene suficientes luces para conocer su presunción y vanidad.
Fuente: Año Cristiano de Croisset.