13° domingo después de Pentecostés - reflexión espiritual

Fuente: Distrito de México

La liturgia nos muestra que con toda fe debemos poner nuestra esperanza en Jesucristo, nuestro refugio; y debemos pedirle la virtud de la caridad, que nos hará amar la Divina Ley, y practicarla. Recemos pidiendo que Dios se digne aumentar nuestra fe, esperanza y caridad.

“A fin de que por la fe de Jesucristo se cumpliese la promesa en los que creyeren”.

Toda nuestra salud se apoya en la fe en Jesucristo, es ésta la base de nuestra salvación; de la fe vive el justo, y por ella hizo todas las obras de la ley, aun cuando hubiese tenido probidad, buena fe, rectitud, aun cuando hubiese sido irreprensible en sus costumbres, aun cuando hubiese tenido caridad con los pobres, sin la fe en Jesucristo hubieran sido virtudes aparentes, bellas cualidades puramente naturales, frutos agrestes y nunca maduros de un árbol silvestre. La promesa de la herencia ha sido hecha a aquel que debía nacer de Abraham, esto es, a Jesucristo; es menester ser miembro de su Iglesia para ser del número de sus hijos. Todo miembro separado del cuerpo se pudre. Puede muy bien embalsamársele, esto es, conservar artificiosamente su color y consistencia. La carne se conserva pero el miembro está muerto desde que no pertenece a la cabeza, y no pertenece a la cabeza desde que está separado del cuerpo. Terrible y espantosa verdad para todos los herejes, para todos los cismáticos, es decir, para todos aquellos a quienes la Iglesia de Jesucristo separa de su cuerpo.

Por más que se lisonjeen de que pertenecen al cuerpo, si el cuerpo no les reconoce como miembros suyos, y si no son ya miembros, ¿cómo pertenecerán a la cabeza? Los Apóstoles lamentaban la suerte desgraciada de aquellos que habiendo sido reengendrados por las aguas saludables del Bautismo; instruidos por el espíritu de verdad en la escuela de Jesucristo, habían cerrado los ojos a la luz para no caminar más que en las tinieblas, y abandonándose a su propio espíritu, no tenían ya por guía más que al espíritu del error: estaban entre nosotros, decían, sin pertenecer a nosotros, llevaban el nombre de cristianos, sin tener el espíritu de cristianos.

Todo género de bendiciones, dice el Apóstol, gozo, confianza, inmortalidad bienaventurada para los verdaderos fieles, para aquellos que incontrastables en la fe no se dejan llevar acá y allá a todo viento en materia de doctrina, ni seducir por la malicia de los hombres, ni por las astucias de que se sirven para empeñarlos en el error; sino que poniendo la verdad en práctica, crecen de todos modos en Aquel que es la cabeza y el Cristo. Pero para los que quieren contradecir, que se aferran en no rendirse a la verdad, que permanecen obstinadamente en el error y en el extravío, no hay más que ira, indignación y desventura eterna. Carácter de los herejes, que no rehúsan el rendirse a la verdad sino por un espíritu de indocilidad y de contradicción. Ahora bien, si este espíritu de división, de rebelión, de obstinación, subleva tan justamente contra ellos a las potestades de la tierra, ¿qué deben esperar de la indignación de Jesucristo cuando venga a juzgarlos?

Entonces sabrá muy bien humillar a esos corazones rebeldes, a estos espíritus indóciles, y vengar a la Iglesia, su esposa, del desprecio que habrán hecho de sus juicios: no hay nieblas que oscurezcan la fe, que no nazcan de la corrupción del corazón y que no condensen el orgullo. De aquí nace la ceguera que impidiendo ver el extravío, causa la tenacidad en el error.

Quitad la corrupción del corazón y el orgullo del espíritu, dicen los Padres, y ya no habrá herejes. Jamás se arraigó el error en un espíritu humilde, ni en un corazón puro.

Fuente: Año Cristiano de Croisset.