14° domingo después de Pentecostés - reflexión espiritual

Fuente: Distrito de México

Reflexión espiritual sobre los textos litúrgicos del decimocuarto domingo después de Pentecostés. No podemos servir a dos señores, a la carne y al espíritu, al mismo tiempo. Sirvamos, pues, únicamente al espíritu que nos ha comunicado el Paráclito, que nos llevará a la vida eterna.

“Los arrebatos de la cólera” (Gálatas 5:19-21)

Éste es uno de los frutos, según el Apóstol San Pablo, de la concupiscencia y de la carne; de este fondo nacen las espinas cuya picadura está siempre envenenada. ¿Quién puede contener la violencia de un hombre arrebatado? Es extraño que los tristes efectos de esta pasión desenfrenada no sirvan más que para atizarla, sin que logren debilitarla. Querellas sangrientas, procesos imprudentemente intentados, enemistades inmortales, pérdida de bienes, accidentes, golpes funestos, desgracias que aún ni la muerte termina: tales son los frutos amargos de la cólera.

Duélese uno después, se contiene, se lamenta, pero ¿de qué sirve sujetar la mano cuando ya se ha lanzado la piedra? El fuego apagado no deja otra cosa que negros carbones y cenizas. Confiesa uno que se ha arrebatado, detesta su violencia, pero ¿de qué sirve esta confesión? La calma no dura mucho tiempo. La acritud, la destemplanza del humor, causa muy pronto nuevos excesos, y las nubes espesadas, nuevas tempestades.

La cólera proviene de la extrema sensibilidad que nos causa todo lo que nos hiere, el orgullo es el que la excita y la enciende. Por más que se acuse el natural, la bilis, el temperamento, el hombre humilde jamás montó en cólera. Nunca hay tempestades si no hay vientos recios. 

La dulzura, que es la contraposición de ella, es inseparable de la humildad cristiana. La cólera es incompatible con la inocencia; un corazón que se irrita fácilmente es un corazón dañado (Prov. XXVII). ¡Qué pasión más odiosa y más indigna de un hombre de bien y de un hombre cristiano que la cólera!

Los pueblos un poco civilizados, aunque paganos, la han mirado con horror, los más bárbaros la han reprobado, luego que han llegado a ser fieles.

La cólera es un frenesí, corto a la verdad, pero que no pertenece por eso menos a la locura; siempre va acompañada de furor y de una especie de enajenación de espíritu. No hay pasión más universalmente condenada y ninguna reina más generalmente, porque no hay otra que nos domine tan pronto. Casi siempre es de la misma edad que nosotros, se lisonjea en los niños, se sufre en los jóvenes, hasta se excusa con la viveza de la edad. A la verdad, una piedad sincera comienza desde luego por domar este fiero enemigo, y esto mismo prueba cuán rara es la piedad verdadera. Lo más singular es que nos servimos de una máscara de piedad para disfrazar esta pasión, y esto es lo que ha hecho decir, que no hay cólera más maligna que la de un devoto. Agráviase a la religión sirviéndose de un nombre tan santo para designar gentes que lo son tan poco.

La virtud no tiene hiel, y un hombre de bien no se encoleriza sino contra sí mismo. Sus defectos son el objeto único de su bilis; la sensibilidad, la acritud, la cólera, no se hallan nunca con la verdadera devoción. Hay también cóleras mudas, estas no hacen tanto ruido pero hacen todavía mayor mal. No nos ha herido el rayo cuando se ha oído el trueno, lo temible es cuando ni aún se ve el relámpago. Esas cóleras tumultuosas y de ruido son criminales; pero su malignidad cesa con el ruido.

Fuente: Año Cristiano de Croisset.