1° domingo de Adviento - textos litúrgicos

Fuente: Distrito de México

En Navidad nacerá Jesús en nuestras almas, y a petición de la Iglesia nos dará las mismas gracias que a los Pastores y Magos. Toda la Misa de este día nos dispone a este advenimiento de misericordia y de justicia. El recibimiento que hagamos a Jesús ahora que viene a rescatarnos, condicionará el que Él nos haga cuando venga a juzgarnos.

Este domingo, primero del Año eclesiástico, lleva en los documentos y crónicas de la Edad Media el nombre de Dominica Ad te levavi, por las primeras palabras del Introito, o también el de Domingo Aspiciens a longe, por las primeras palabras de uno de los Responsorios del Oficio de Maitines.

La Estación[1] se celebra en Santa María la Mayor; la Iglesia quiere comenzar anualmente la vuelta del Año litúrgico bajo el amparo de María, en la augusta Basílica que venera la gruta de Belén, y que por esta razón se llama en los antiguos monumentos Santa María ad Praesepe. Imposible escoger un lugar más a propósito para saludar ya el próximo y divino alumbramiento que ha de alegrar al cielo y a la tierra, mostrando el sublime prodigio de la fecundidad de una Virgen.

Transportémonos con el pensamiento a este sagrado templo y unámonos a las oraciones que allí se oyen; son las mismas que vamos a exponer aquí.

En el Oficio nocturno, la Iglesia comienza hoy la lectura del Profeta Isaías (siglo VIII antes de J. C.), el que con mayor claridad predijo las características del Mesías; continuando esta lectura hasta el día de Navidad inclusive. Tratemos de saborear las enseñanzas del santo Profeta y que el ojo de nuestra fe logre descubrir amorosamente al Salvador prometido, bajo los rasgos ya graciosos, ya terribles, con que nos le pinta Isaías.

Las primeras palabras de la Iglesia en medio de la noche son éstas:

Al Rey que ha de venir, venid, adorémosle.

Después de haber cumplido con este deber supremo de adoración, escuchemos el oráculo de Isaías, transmitido por la Iglesia.

Empieza el libro del Profeta Isaías.

Visión de Isaías, hijo de Amos, que tuvo sobre las cosas de Judá y Jerusalén en tiempo de Ozías, Joatán, Acaz y Ecequías, reyes de Judá.

Oíd, cielos, y tú, oh tierra, escucha, porque el Señor habla: Crié hijos y los engrandecí; pero ellos me despreciaron. El buey conoció a su amo y el asno el pesebre de su dueño[2]: mas Israel no me reconoció y mi pueblo no me entendió.

¡Ay de la nación pecadora, del pueblo cargado de pecados, raza maligna, hijos malvados!: han abandonado al Señor, han blasfemado del Santo de Israel, le han vuelto las espaldas.

¿Para qué os heriré de nuevo a vosotros, que añadís pecados a pecados? Toda cabeza está enferma y todo corazón triste. Desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza, no hay en él parte sana[3]. Ni la herida, ni los cardenales, ni la llaga infectada ha sido vendada ni suavizada con aceite. (Is., I, 1-6.)

Estas palabras del santo Profeta, o más bien de Dios, que habla por su boca deben impresionar vivamente a los hijos de la Iglesia, a la entrada de santo tiempo del Adviento. ¿Quién no temblaría oyendo este grito del Señor despreciado, el mismo día de su visita a su pueblo? Por temor a asustar a los hombres, se despojó de su resplandor; y lejos de sentir la potencia divina de Aquel que así se anonada por amor, no le reconocieron; y la gruta que escogió para descansar después de su nacimiento, no se vio visitada más que por dos brutos animales. ¿Comprendéis, cristianos, cuán amargas son las quejas de vuestro Dios?, ¿cuánto sufre con vuestra indiferencia su amor menospreciado?

Pone por testigos al cielo y a la tierra, lanza el anatema contra la nación perversa, contra los hijos desagradecidos. Reconozcamos sinceramente que, hasta la fecha, no hemos sabido apreciar en todo su valor la visita del Señor, que hemos imitado demasiado la insensibilidad de los judíos, los cuales no se conmovieron cuando apareció en medio de sus tinieblas. En vano cantaron los Ángeles a medianoche y le adoraron y reconocieron los pastores; en vano vinieron los Magos de Oriente, preguntando dónde estaba su cuna. Es verdad que Jerusalén se turbó durante un momento a la nueva de un Rey nacido; pero volvió a caer en la inconsciencia y no se preocupó más de la gran noticia.

Así es como visitáis, oh Salvador, a las tinieblas, y las tinieblas no os comprenden. Haced que las tinieblas comprendan a la luz y la deseen. Un día vendrá en que habréis de desgarrar esas tinieblas insensibles y voluntarias con el rayo deslumbrador de vuestra justicia. ¡Gloria a Ti en ese día, oh soberano Juez!, mas líbranos de tu ira en los días de esta vida mortal. —¿En dónde os heriré todavía?, dices. Mi pueblo no es ya más que una llaga—. Sé, pues, Salvador, oh Jesús, en esta venida que esperamos. La cabeza está muy enferma y el corazón desfallecido: ven a levantar estas frentes que la humillación y a veces viles apegos inclinan hacia la tierra. Ven a consolar y aliviar estos corazones tímidos y ajados. Y si nuestras heridas son graves y antiguas, ven, tú que eres el buen Samaritano, y derrama sobre ellas el bálsamo que ahuyenta el dolor y procura la salud. El mundo entero te aguarda, ¡oh Redentor! Revélate a él, salvándole. La Iglesia tu Esposa, comienza ahora un nuevo año; su primer clamor es un grito de angustia hacia Ti; su primera palabra es ésta: ¡Ven! Nuestras almas, oh Jesús, no quieren continuar caminando sin Ti por el desierto de esta vida. Estamos en el atardecer: el día va declinando y las sombras se echan encima: levántate, ¡oh Sol divino!, ven a guiar nuestros pasos y a salvarnos de la muerte.

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