21° domingo después de Pentecostés - reflexión espiritual
Dios es bueno con nosotros, y quiere que nosotros también lo seamos con nuestro prójimo. De esta manera, si perdonamos desde lo más profundo de nuestros corazones a nuestro prójimo, también Nuestro Señor Jesucristo nos perdonará a nosotros nuestros pecados.
“No es contra la carne y la sangre contra quienes tenemos que combatir, sino contra los principados y las potestades.” (Efesinos Cap. VI)
Por la carne y la sangre entiende San Pablo aquí los hombres, los cuales no serían más que enemigos compuestos de carne y de hueso como nosotros; y por consiguiente enemigos que nada podrían influir sobre nuestra alma y sobre nuestro corazón. Su fuerza, sus astucias y todos sus artificios se circunscriben a una esfera más pequeña, y no es tan difícil el ponerse a cubierto de sus dardos. Los enemigos espirituales contra quienes tenemos que combatir toda la vida son mucho más temibles; son enemigos que no se descubren sino por sus ataques, y cuyos dardos no se ven sino por las heridas que hacen.
Tenemos, empero, que combatir, dice en otra parte el mismo Apóstol, contra la carne y la sangre, esto es, contra los deseos de la carne, contra los ímpetus de nuestra propia concupiscencia, contra nuestros malos deseos. Nosotros mismos somos, por decirlo así, nuestros más formidables enemigos, nuestros sentidos nos seducen, nuestras pasiones nos hacen una guerra mortal, y debemos desconfiar continuamente de nuestro propio corazón, siempre de inteligencia con nuestros propios sentidos.
Los principados, las potestades, los dominadores de las tinieblas, los espíritus malignos que están en el aire, todo esto significa poco más o menos una misma cosa, esto es, las potestades del infierno, el tentador que se halla en todas partes, que nos sigue hasta en medio de la práctica de nuestras buenas obras. No hay asilo contra sus malignos intentos, no hay abrigo contra sus tiros. Por esto decía el Salvador a sus Apóstoles: Orad y velad sin cesar, velad y orad a fin de que no os veáis enredados en la tentación, para que no seáis sorprendidos del enemigo, ni vencidos en la sorpresa. Si las almas más inocentes, si los discípulos más fervorosos tienen siempre que temer, y deben orar y velar de continuo… ¿quién asegura a los cristianos flojos e imperfectos?
Esas personas mundanas, que no respiran más que la algazara, esas gentes de placer tan joviales y todos los que pasan su vida en la ociosidad y en la molicie, ¿están a cubierto de todos los peligros para que se dispensen de velar, de orar y de temer? Nuestra vida, dice la Escritura, es una guerra y una tentación continua, es preciso pues, estar siempre alerta. ¡Cosa extraña! Y en medio de tantos peligros nada desconfían la mayor parte de los hombres. ¿Cómo pueden dormir así con un sueño tan profundo en medio de tan gran peligro y agitados de una tempestad tan violenta?
Unos soldados sin armas y cogidos de improviso… ¿resistirán un asalto? No hay persona de virtud tan eminente que no tenga que temer por su salvación, no hay orden religioso, no hay estado tan santo, no hay lugar tan retirado, no hay soledad tan espantosa en donde podamos pasarnos racionalmente sin las armas de Dios, ni permanecer seguros sin escudo, sin tahalí, sin casco, sin coraza. No hay santo tan grande que en medio del ejercicio de la más austera penitencia no haya temido el peligro. ¿Quién inspirará a esos religiosos flojos e imperfectos, a esas personas enteramente mundanas una seguridad tan tranquila?
Fuente: Año Cristiano de Croisset.