2° Domingo después de Epifanía
Reflexión espiritual sobre los textos litúrgicos del 2° domingo después de Epifanía. “Tenemos dones diferentes, según las gracias que se nos han dado.” (Romanos Cap. XII)
Para ser miembros útiles en el cuerpo místico de que es jefe Jesucristo, no tratemos más que de cumplir sin celos y sin vanidad las funciones a que estamos destinados por su providencia. Precavámonos igualmente contra el disgusto que conduce a mudar de ministerio, y contra la ambición que lleva a buscar los más brillantes.
Aquellos a quienes os dignáis emplear en vuestro servicio, oh Dios mío, en esto sólo quedan bastante honrados, sean cualesquiera los empleos a que os agrade aplicarlos. Nada hay bajo, nada es pequeño en vuestro servicio; los puestos menos elevados, los empleos más viles y más oscuros no han servido poco para formar los mayores Santos. Haced la limosna con un espíritu recto y sencillo, dice el Apóstol, esto es, sin buscar la gloria por lo que dais, y sin temer con demasía el ser engañados en la elección de aquéllos a quienes dais. La pobreza fingida que os arrebatare una limosna, no podrá quitaros el mérito de ella; cualquiera que sea el sujeto a quien damos limosna, siempre es a Jesucristo a quien la hacemos.
El que gobierna, continúa San Pablo, sea solícito. El gobernar es un honor, pero es también una carga: olvidad el honor que tal vez os inflaría y atended a la carga que debe haceros cuidadoso. Si los que tienen el trabajo de obedecer, pudiesen conocer lo que cuesta el mandar, no sería tan grande el número de los émulos y de los envidiosos. Los puestos más elevados no son los más tranquilos. Las prelacías son más bien unos cargos que dignidades; siempre tienen obligaciones que cumplir y ¿se hallan siempre en sujetos dignos? Y cuando falta el mérito ¿qué honor puede dar la dignidad? Los empleos envidiados por aquéllos que no atienden más que a su esplendor, no son siempre objetos dignos de envidia. Sus obligaciones no se llenan sino a costa de cuidados penosos, y no pueden descuidarse sin atraer frecuentemente sobre sí el desprecio, y siempre los remordimientos.
Endulcemos al pobre, conforme al consejo del Apóstol, la pena de pedir, y alguna vez la de pedir con instancia, por la alegría con que le demos; aumentémosle el contento que tiene de recibir por el que le demostremos nosotros al darle la limosna, de suerte que más parezca que es un beneficio que nosotros recibimos de él, que un servicio que le hacemos, en el fondo ganamos nosotros infinitamente más que él. Sea la caridad, dice San Pablo, sin artificio. A la verdad, el artificio siempre odioso, nunca lo es más que en la amistad. La amistad cristiana es siempre sin disimulo, sin disfraz, y esto es lo que constituye su dulzura, por el contrario, lo que introduce la amargura en las amistades mundanas, es que siempre van acompañadas de algunas desconfianzas. Para amar cristianamente, es preciso no adherirse más que al bien, es necesario aborrecer el mal en aquéllos mismos a quienes se ama; es decir que es preciso no lisonjear sus defectos y sus pasiones. Cuando se ama de este modo, el amor es una virtud de caridad y por consiguiente sin disfraz. Puede decirse que no hay verdadera amistad sobre la tierra sino la que está fundada en la virtud.
Fuente: Año Cristiano de Croisset.