5° domingo después de Pentecostés - textos litúrgicos
La Liturgia nos presenta hoy una gran lección de caridad cristiana: debemos perdonar las injurias de los demás. Somos hijos de Dios, y hemos de amar al prójimo, que al igual que nosotros participa de esta divina adopción. En la Epístola, San Pedro nos exhorta a huir del mal, obrar el bien y buscar la paz. En el Evangelio, San Mateo nos dice que nuestras plegarias, para que sean válidas, deben ser de corazón: de lo contrario serán vanas.
EL OFICIO
La Iglesia ha comenzado esta noche la lectura del segundo libro de los Reyes, que principia por la narración de la muerte desgraciada de Saúl y el advenimiento de David al trono de Israel. La exaltación del hijo de Jesé marca el punto culminante de la vida profética del pueblo antiguo; en él encontró Dios su siervo fiel[1], e iba a mostrarle al mundo como la figura más completa del Mesías que había de venir. Un juramento divino garantizaba al nuevo Rey el porvenir de su descendencia; su trono debía ser eterno[2]; porque debía un día llegar a ser el trono del que sería llamado Hijo del Altísimo, sin dejar de tener por Padre a David[3].
Pero en el momento en que la tribu de Judá aclamaba en Hebrón al elegido del Señor, no era todo, ni mucho menos, alegría y esperanza. La Iglesia, ayer en Vísperas, tomaba una de las más bellas Antífonas de su Liturgia del canto fúnebre que inspiró a David la vista de la diadema recogida del polvo ensangrentado en el campo de batalla, donde acababan de sucumbir los príncipes de Israel: "Montes de Gelboé, ni lluvia ni rocío caiga sobre vosotros; porque allí fue abatido el escudo de los héroes, el escudo de Saúl, como si no hubiese recibido la unción. ¿Cómo han caído los héroes en la batalla? Jonatás ha sido muerto en las alturas; ¡Saúl y Jonatás, tan amables y tan hermosos en su vida, no se han separado ni en la muerte!".
Inspirada por la proximidad de la fiesta de los Santos Apóstoles del 29 de Junio, y de este día en que el Oficio del Tiempo trae cada año esta Antífona, la Iglesia aplica estas últimas palabras a San Pedro y San Pablo durante la Octava de su fiesta: "¡Gloriosos príncipes de la tierra, se amaron en vida—exclama—y no se han separado ni en la muerte!" Como el pueblo hebreo en esta época de su historia, más de una vez el ejército cristiano no saludó el advenimiento de sus jefes, sino en una tierra tinta en la sangre de sus predecesores.