6° domingo después de Pentecostés- textos litúrgicos

Fuente: Distrito de México

"La Iglesia nos invita a buscar un nuevo sentimiento sobre lo que puede la fuerza del cristiano: su fe en el poder del Señor, que no le puede faltar, y la conciencia de su miseria, que le guarda de toda presunción".

EL PECADO DE DAVID

El Oficio del sexto Domingo después de Pentecostés, comenzaba ayer tarde con la exclamación punzante de un arrepentimiento inmenso. David, el Rey-Profeta, el vencedor de Goliat, vencido a su vez por la incitación de los sentidos, y que pasó del adulterio al homicidio, gritaba bajo el peso de su doble crimen: “¡Dios mío, te ruego, perdona la iniquidad de tu siervo, porque he obrado como un insensato!”[1].

El pecado, cualquiera que sea el culpable y la falta, es siempre debilidad y locura. El orgullo del Ángel rebelde o del hombre caído, por más que hagan, no podrán impedir que la ignominia de estas dos palabras se clave, como un estigma humillante, en la rebeldía contra Dios, en el olvido de la ley, en los actos insensatos de la creatura que, invitada a elevarse a las serenas regiones donde reside su autor, se sustrae y huye hacia la nada, para caer más bajo aún que la misma nada de donde había salido. Locura voluntaria, sin embargo, y debilidad sin excusa; porque, si el ser creado no posee por sí mismo sino tinieblas y miserias, la bondad suprema pone a su disposición, por medio de la gracia que nunca falta, la fuerza y la luz de Dios.

VIGILANCIA

El último, el más oscuro pecador, no podría, pues, dar razones para justificar sus faltas; pero la ofensa es tanto más injuriosa a Dios, cuanto le viene de la creatura más colmada de sus gracias y situada, por su bondad, más alta que otras en el orden de la gracia. ¡No lo olviden esas almas para quiénes el Señor, lo mismo que para David, ha multiplicado sus magnificencias![2] Conducidos por los caminos reservados de su amor, deberían haber llegado ya con facilidad a la cumbre de la unión divina; sólo una vigilancia sin fin puede guardar al que no ha dejado aún el peso de la carne; siempre y en todas partes es posible la caída; y ¡cuánto más espantosa es, si el pie se resbala desde las cumbres elevadas de esta tierra de destierro, que confinan ya con la patria y dan ingreso a las potencias del Señor![3]. Entonces, los precipicios abiertos, que el alma había evitado en la subida, parecen llamarla todos a la vez; va rodando de abismo en abismo, horrorizando a veces a los mismos malvados, por la violencia de las pasiones largo tiempo contenidas, que la arrastran.

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