7° domingo después de Pentecostés - textos litúrgicos
Dios todopoderoso, a través de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, que es la Sabiduría misma, atrae nuestras almas, y así la Divina Providencia lo ordena todo para la consecución de los divinos planes. Las palabras del Salmo 46 exhortan a todas las naciones a acercarse al Dios excelso.
El ciclo dominical del tiempo después de Pentecostés completa hoy su primer septenario. Antes del traslado general que tuvieron que sufrir las lecturas evangélicas en esta parte del año, el Evangelio de la mutiplicación de los siete panes correspondía al séptimo Domingo, y el misterio que encierra, inspira en más de una ocasión aún a la liturgia de hoy día.
LA SABIDURÍA DIVINA
Ahora bien, este misterio es el de la consumación de los perfectos en la paz fecunda de la unión divina. Salomón, el Pacífico por excelencia, acaba de exaltar hoy a la Sabiduría divina y revelar sus caminos a los hijos de los hombres. Los años en que la Pascua alcanza su límite extremo en abril, el séptimo Domingo después de Pentecostés es, en efecto, el primero del mes de agosto, y la Iglesia comienza en él, durante el Oficio de la noche, la lectura de los libros Sapienciales. De lo contrario, continúa la de los libros históricos, que puede proseguirse aún durante cinco semanas; pero aun entonces la Sabiduría eterna guarda sus derechos sobre este Domingo, que el número séptimo la consagraba ya de una manera tan especial. Porque, a falta de instrucciones inspiradas en el libro de los Proverbios, vemos a Salomón en persona predicar con su ejemplo en el libro tercero de los Reyes, y preferir la Sabiduría a todos los tesoros, y hacerla sentar con él, como su inspiradora y su más noble Esposa, en el trono de David, su padre.
David mismo —nos dice San Jerónimo, interpretando la Escritura de este día en nombre de la misma Iglesia—[1] David, al fin de su vida guerrera y atormentada, conoció las dulzuras de esta incomparable Esposa de los pacíficos; y sus castas caricias, que no encienden el fuego de la concupiscencia, triunfaron en él divinamente sobre los hielos de la edad. "Sea, pues, mía también —dice un poco más adelante el solitario de Belén—; repose en mi seno esta Sabiduría siempre pura. Sin envejecer nunca, siempre fecunda en su eterna virginidad, con los ardores de su llama se enciende en el cristiano el fervor del espíritu, pedido por el Apóstol[2]; y por la disminución de su imperio se enfriará la caridad de muchos, al fin de los tiempos".
MISA
La Iglesia, dejando a la sinagoga en sus ciudades condenadas a perecer, ha seguido a Jesús al desierto. Mientras los judíos infieles asisten, sin darse cuenta, a esta trasmigración tan fatal para ellos, Cristo convoca a los pueblos y los conduce en líneas apretadas por las huellas de la Iglesia. De Oriente y de Occidente, del Norte y del Mediodía llegan los gentiles y toman lugar con Abraham, Isaac y Jacob en el banquete del reino de los cielos[3]. Mezclemos nuestras voces en el Introito a sus cantos de alegría.
INTROITO
Gentes todas, aplaudid: cantad a Dios con voz de exultación. — Salmo: Porque el Señor es excelso, terrible: es el Rey grande sobre toda la tierra. V. Gloria al Padre.
Nada impide a la Sabiduría llegar al fin de sus planes, El. pueblo judío reniega de su rey; pero la gentilidad se levanta a aclamar al Hijo de David. Como cantábamos en el Introito, su reino se extiende por toda la tierra. La Iglesia pide en la Colecta, que aleje los males y que venga la abundancia de los bienes que deben afirmar en la paz el poder del verdadero Salomón.
COLECTA
Oh Dios, cuya providencia no se engaña en sus disposiciones: suplicámoste humildemente apartes todo lo dañoso, y nos concedas cuanto pueda aprovecharnos. Por nuestro Señor.