Abr 2017 - Carta a los amigos y bienhechores nº 87
En esta Carta, Mons Bernard Fellay describe las razones teológicas por las "que no podemos celebrar con alegría el 500º aniversario de la Reforma protestante. Muy al contrario, nos lamentamos por esta cruel ruptura. Rezamos y trabajamos, en pos de Nuestro Señor, para que las ovejas vuelvan a encontrar el camino seguro que las conducirá a la salvación, el de la santa Iglesia católica y romana."
Queridos amigos y bienhechores:
Hace 500 años, Martín Lutero se rebelaba contra la Iglesia, arrastrando en pos de sí una tercera parte de Europa. Fue tal vez la pérdida más importante que sufrió la Iglesia católica durante su historia después del cisma de Oriente del año 1054. De este modo privó a millones de almas de los medios necesarios para la salvación, alejándolos no de una organización religiosa entre tantas, sino de la única Iglesia fundada por nuestro Señor Jesucristo, al mismo tiempo que negaba su carácter sobrenatural y su necesidad para la salvación. Desfiguró completamente la fe, rechazando sus dogmas fundamentales, como lo son el santo sacrificio de la Misa, la presencia real de Jesucristo en la sagrada Eucaristía, el sacerdocio, el papado, la gracia y la justificación.
A la base de su pensamiento, que aún hoy es el del protestantismo en su conjunto, se halla el libre examen. Este principio equivale a negar la necesidad de una autoridad sobrenatural e infalible que pueda imponerse al juicio personal y privado, y dirimir los debates existentes entre aquellos a los que debe guiar en su camino al cielo. Este principio claramente reivindicado hace totalmente imposible el acto de fe sobrenatural, que reposa sobre la sumisión de la inteligencia y de la voluntad a la verdad revelada por Dios y enseñada por la Iglesia con autoridad.
El libre examen, establecido como principio, hace no sólo inaccesible la fe sobrenatural, que es el camino de la salvación («el que no crea será condenado», Marc. 16, 16), sino también imposible la unidad en la Verdad. De este modo ha asentado como un principio para los protestantes la imposibilidad de conseguir tanto la salvación eterna como la unidad en la Verdad. Y de hecho, la multiplicación de las sectas protestantes no cesa de aumentar desde el siglo XVI.
Ante un espectáculo tan desolador, ¿quién no comprenderá los maternales esfuerzos de la verdadera Iglesia de Cristo para buscar a la oveja perdida? ¿quién no alabará sus numerosas iniciativas apostólicas para liberar a tantas almas prisioneras de este falaz principio que les impide el acceso a la salvación eterna? Esta preocupación por el retorno a la unidad de la verdadera fe y de la verdadera Iglesia se halla a través de los siglos. No es nada nuevo, basta considerar la oración del Viernes Santo:
Oremos por los herejes y cismáticos, para que Dios Nuestro Señor los saque de todos sus errores, y se digne volverlos al gremio de la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica.
Oh Dios omnipotente y eterno, que a todos salvas, y no quieres que ninguno se pierda; mira compasivo a tantas almas seducidas por la astucia diabólica; para que, renunciando a toda perversidad herética, vuelvan sobre sí y entren en la unidad de tu verdad.
Este lenguaje tradicional no deja lugar para la confusión tan ampliamente extendida hoy en nombre de un falso ecumenismo. Las advertencias de la Congregación del Santo Oficio en 1949, después de varios documentos pontificios, el más importante de los cuales es ciertamente la encíclica Mortalium animos de Pío XI (1928), estas justificadas advertencias parecen ya letra muerta. Sin embargo, los peligros de este irenismo ecuménico, denunciado por Pío XII en Humani generis (1950), son inmensos y gravísimos, ya que desalienta las conversiones al catolicismo. ¿Qué protestante, viendo cómo se alaban las «riquezas» y «venerables tradiciones» de la Reforma de Lutero, sentiría la necesidad de convertirse? Por otra parte, se ha suprimido del vocabulario católico oficial aun la palabra «conversión» en relación con las demás confesiones cristianas.
Además, esta nueva actitud, llena de alabanzas hacia el protestantismo y de arrepentimiento hacia el catolicismo, provoca –es un hecho– la pérdida de la fe en un sinfín de católicos. Cada encuesta sobre la fe de los católicos muestra los desmanes que produce este alineamiento espantoso con los protestantes. ¿Cuántos católicos están contagiados en este siglo XXI por lo que la Iglesia condenó, hasta el Concilio Vaticano II, bajo el nombre de indiferentismo? Error funesto que afirma que todo el mundo está salvado, sea cual fuere su religión. Error que se opone diametralmente a las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo mismo y de toda la Iglesia. Sin embargo, si alguien se atreve a denunciar este error opuesto a la fe católica bimilenaria, se lo considera enseguida como un fanático o un peligroso extremista.
También en nombre de este nuevo ecumenismo se inventó la nueva liturgia, la cual tiene tales relaciones con la Cena protestante, que varios teólogos protestantes han podido afirmar que sus correligionarios podrían utilizar el nuevo misal católico, como por ejemplo Max Thurian de Taizé. Y durante este tiempo los hijos de la Iglesia católica se veían privados de los más hermosos tesoros de la alabanza divina y de la gracia. Gracias a Dios, Benedicto XVI declaró valientemente que la liturgia multisecular no había sido abrogada jamás, pero durante más de 40 años en todo el mundo la reforma litúrgica postconciliar alejó a millones de fieles de las iglesias, pues ya no encontraban en ellas lo que esperaban de la Iglesia católica.
¿Cómo sorprenderse, pues, de que este ecumenismo que supuestamente debía promover la unidad de los cristianos, haga tan pocos avances?
Monseñor Marcel Lefebvre, ya desde el Concilio, denunció este nuevo modo de proceder con los protestantes, que se disfrazaba bajo el nombre de ecumenismo. De hecho, este término tan elástico expresa un manera general de ver y de obrar, introducida en la Iglesia durante el Concilio Vaticano II. Se trata de una benevolencia mostrada hacia todos los hombres, de una voluntad decidida de no condenar ya el error, de una búsqueda en todas las direcciones de «lo que nos une» de preferencia a lo que nos separa... Y lo que debería haber sido tan sólo el primer paso de un camino hacia la unidad, en el marco de una captatio benevolentiae, se transformó rápidamente en una búsqueda querida por sí misma, convertida en su propio fin; una búsqueda interminable en pos de una verdad indefinida, que se apartaba entonces de su fin objetivo: el retorno a la unidad de la Iglesia de aquellos que la habían abandonado. Así, cambió el sentido del término ecumenismo, se modificó el concepto de unidad, y se falsearon los medios para llegar a ello.
A la claridad tradicional de una Iglesia que sabe ser la única verdadera, y que lo proclama en voz alta, sucedió una doctrina nueva y confusa –mezcla de autodenigración arrepentida y de relativismo postmoderno («no tenemos toda la verdad», por ejemplo)– que conduce actualmente a una gran mayoría de católicos a rechazar la afirmación de que sólo hay una vía de salvación, que hemos recibido de Jesucristo mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie va al Padre sino por Mí» (Juan 14, 6).
Se ha cambiado subrepticiamente el sentido del dogma «Fuera de la Iglesia no hay salvación» por ideas confusas, llegando a alterar la afirmación de la identidad de la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica. El Cardenal Walter Kasper, entonces presidente del Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, reconocía que la nueva definición de la Iglesia (subsistit in) es lo que hizo enteramente posible el ecumenismo promovido desde el Concilio. Esta confesión, salida de labios de semejante personalidad, es importante, y hay que tomarla en serio.
Estas son, en resumidas cuentas, las razones de por qué no podemos celebrar con alegría el 500º aniversario de la Reforma protestante. Muy al contrario, gemimos por esta cruel desgarradura. Rezamos y trabajamos, en pos de Nuestro Señor, para que las ovejas vuelvan a encontrar el camino seguro que las conducirá a la salvación, el de la santa Iglesia católica y romana.
Rezamos también para que se abandone cuanto antes este irenismo ilusorio, y para que en su lugar renazca un verdadero movimiento de conversión, como existía antes del Concilio, en particular en los países anglosajones.
Finalmente, en este centenario de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima, rezamos asimismo para que los llamados de la Santísima Virgen María sean escuchados. Ella ha prometido la conversión de Rusia, cuando el Sumo Pontífice se digne consagrar explícitamente este país a su Corazón Inmaculado. Redoblemos nuestras oraciones y sacrificios para que la promesa de la Madre de Dios se haga realidad sin tardanza.
Que Ella con su divino Hijo, cum prole pia, les bendiga en este tiempo pascual, y nos conduzca a todos a la eterna bienaventuranza.
Domingo de Pascua 2017
+Bernard Fellay