Cuando la mano de Dios tocó al "rey del aborto", Bernard Nathanson

Fuente: Distrito de México

¿Qué puede llevar a un poderoso y reconocido médico abortista a convertirse en un fuerte defensor de la vida y abrazar las enseñanzas de Jesucristo? ¿Pudo más el peso de su conciencia por la muerte de 60,000 niños no nacidos, o las muchas oraciones de todos los que rogaron incansablemente por su conversión? Según Bernard Nathanson, el popular «rey del aborto», su conversión al catolicismo resultaría inconcebible sin las oraciones que muchas personas elevaron a Dios pidiendo por él. 

«Estoy totalmente convencido de que Dios escuchó sus ruegos», indicó emocionado Nathanson el día en que el Arzobispo de Nueva York, el fallecido Cardenal O’Connor, lo bautizó. 

Itinerario de Bernard Nathanson

Hijo de un prestigioso médico judío especializado en ginecología, el Doctor Joey Nathanson, a quien el ambiente escéptico y liberal de la universidad hizo abdicar de su fe, Bernard Nathanson creció en un hogar sin fe y sin amor, donde imperaba demasiada malicia, conflictos y odio.

Profesional y personalmente, Bernard siguió durante buena parte de su vida los pasos de su padre. Estudió medicina en la Universidad de McGill (Montreal), y en 1945 se enamoró de Ruth, una joven y guapa judía, con la que hizo planes de matrimonio. La joven, sin embargo, quedó embarazada, y cuando Bernard escribió a su padre para consultarle la posibilidad de contraer matrimonio, éste le envió cinco billetes de 100 dólares con la recomendación de que eligiese entre abortar o ir a los Estados Unidos para casarse, con lo cual comprometería la brillante carrera que le esperaba como médico.

Bernard decidió apostar por su carrera, y convenció a Ruth de que abortase. No la acompañó a la intervención abortiva, y Ruth volvió sola a casa, en un taxi, con una fuerte hemorragia, casi a punto de perder la vida. Al recuperarse –casi milagrosamente–, ambos dieron por terminada su relación. «Ese fue el primero de mis 75,000 encuentros con el aborto, que me sirvió de incursión iniciadora al satánico mundo del aborto», confesó el Doctor Nathanson.

Después de graduarse, Bernard realizó su tiempo de práctica en un hospital judío. Luego pasó al Hospital de Mujeres de Nueva York, donde sufrió personalmente la violencia del antisemitismo, y entró en contacto con el mundo del aborto clandestino. Para entonces ya había contraído matrimonio con una joven judía, tan superficial como él, según confesaría, con la cual permaneció unido cerca de cuatro años y medio. En esas circunstancias Nathanson conoció a Larry Lader, un médico a quien sólo le obsesionaba la idea de conseguir que la ley permitiese el aborto libre y barato. Para ello fundó, en 1969, la «Liga de Acción Nacional por el Derecho al Aborto», una asociación que intentaba culpabilizar a la Iglesia por cada muerte que se producía en los abortos clandestinos.

Pero fue en 1971 cuando Nathanson se involucró directamente en la práctica de abortos. Las primeras clínicas abortistas de Nueva York comenzaban a explotar el negocio de la muerte programada, y en muchos casos su personal carecía de licencia del Estado o de garantías mínimas de seguridad. Tal fue el caso de la que dirigía el Doctor Harvey. Las autoridades estaban a punto de cerrar esa clínica cuando alguien sugirió que Nathanson podría ocuparse de su dirección y funcionamiento. Se daba la paradoja increíble de que, mientras estuvo al frente de aquella clínica, en ese lugar había también un servicio de ginecología y obstetricia: es decir, se atendían partos normales al mismo tiempo que se practicaban abortos.

Mientras tanto, Nathanson desarrollaba una intensa actividad, dando conferencias, celebrando encuentros con políticos y gobernantes de todo el país, presionándoles para lograr que fuese ampliada la ley del aborto.

Estaba muy ocupado. Apenas veía a mi familia. Tenía un hijo de pocos años y una mujer, pero casi nunca estaba en casa. Lamento amargamente esos años, aunque sólo sea porque me perdí el ver crecer a mi hijo. También era un paria en la profesión médica. Se me conocía como el rey del aborto, afirmó.

Durante ese período, Nathanson realizó más de 60,000 abortos, pero a finales de 1982, agotado, dimitió de su cargo en la clínica. «He abortado a los hijos no nacidos de amigos, colegas, conocidos e incluso profesores. Llegué incluso a abortar a mi propio hijo», se lamentaba amargamente el médico, quien explicó que a la mitad de la década de los sesenta «dejé encinta a una mujer que me quería mucho […]. Ella quería seguir adelante con el embarazo, pero yo me negué. Puesto que yo era uno de los expertos en el tema, yo mismo realizaría el aborto, le expliqué. Y así lo hice», precisó.

Sin embargo, a partir de este momento las cosas empezaron a cambiar. Dejó la clínica abortista y pasó a ser jefe de obstetricia del Hospital de St. Luke’s. La nueva tecnología, el ultrasonido, hacía su primera aparición en el ámbito médico. El día en que Nathanson pudo observar el corazón del feto en los monitores electrónicos, comenzó a plantearse por vez primera «qué era lo que estábamos haciendo verdaderamente en la clínica».

Decidió entonces reconocer su error. En la revista médica The New England Journal of Medicine, escribió un artículo sobre su experiencia con los ultrasonidos, reconociendo que en el feto había vida humana. Incluía declaraciones como la siguiente: «El aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido un ciudadano del mundo. Negar esta realidad es el más craso tipo de evasión moral». 

Aquel artículo provocó una fuerte reacción. Nathanson y su familia recibieron incluso amenazas de muerte, pero se impuso la evidencia de que no podía continuar practicando abortos. Había llegado a la conclusión de que no había nunca razón alguna para abortar: el aborto es un crimen.

Poco tiempo después, un nuevo experimento con los ultrasonidos sirvió de material para un documental, «El grito silencioso», que llenó de admiración y horror al mundo. Fue en 1984, cuando Nathanson le pidió a un amigo suyo –que practicaba entre quince y veinte abortos al día– que colocase un aparato de ultrasonidos sobre la madre, grabando la intervención. «Así lo hizo –explica Nathanson–; y, cuando vio las cintas conmigo, quedó tan afectado que ya nunca más volvió a realizar un aborto. Las cintas eran asombrosas, aunque no de muy buena calidad. Seleccioné la mejor y empecé a proyectarla en mis encuentros pro-vida por todo el país».

Regreso del hijo pródigo

Nathanson había dejado su antigua profesión de «carnicero humano», pero aún quedaba pendiente el camino de vuelta a Dios. Una primera ayuda le vino de su admirado profesor universitario, el psiquiatra Karl Stern.

«Transmitía una serenidad y una seguridad indefinibles. Entonces yo no sabía que en 1943, tras largos años de meditación, lectura y estudio, se había convertido al catolicismo. Stern poseía un secreto que yo había buscado durante toda mi vida: el secreto de la paz de Cristo».

El movimiento pro-vida le había proporcionado el primer testimonio vivo de la fe y el amor de Dios. En 1989 asistió a una acción de Operación Rescate en los alrededores de una clínica. El ambiente de los que allí se manifestaban pacíficamente en favor de la vida de los no nacidos le conmovió: estaban serenos, contentos, cantaban, rezaban. Los mismos medios de comunicación que cubrían el suceso, y los policías que vigilaban, estaban asombrados de la actitud de esas personas. Nathanson quedó impresionado, «y, por primera vez en toda mi vida de adulto, empecé a considerar seriamente la noción de Dios, un Dios que había permitido que anduviera por todos los proverbiales circuitos del infierno, para enseñarme el camino de la redención y de la misericordia a través de su gracia». «Durante diez años, pasé por un periodo de transición. Sentí que el peso de mis abortos se hacía más gravoso y persistente, pues me despertaba cada día a las cuatro o cinco de la mañana, mirando a la oscuridad y esperando –pero sin rezar todavía– que se encendiera un mensaje declarándome inocente frente a un jurado invisible», señala Nathanson.

Pronto, el médico acabó leyendo Las Confesiones de San Agustín, libro que calificó como «alimento de primera necesidad», convirtiéndose en su libro más leído, ya que San Agustín «hablaba del modo más completo de mi tormento existencial; pero yo no tenía una Santa Mónica que me enseñara el camino, y estaba acosado por una negra desesperación que no menguaba». 

En esa situación no faltó la tentación del suicidio, pero, por fortuna, decidió buscar una solución distinta. Los remedios intentados fallaban: alcohol, tranquilizantes, libros de autoestima, consejeros, hasta llegar incluso al psicoanálisis, al que acudió durante cuatro años.

El espíritu que animaba aquella manifestación pro-vida enderezó su búsqueda. Empezó a conversar periódicamente con el Padre John McCloskey; no le resultaba fácil creer, pero lo contrario, permanecer en el agnosticismo, llevaba al abismo. Progresivamente se veía a sí mismo acompañado de alguien a quien le importaban cada uno de los segundos de su existencia. «Ya no estoy solo. Mi destino ha sido dar vueltas por el mundo a la búsqueda de ese Uno sin el cual estoy condenado, pero al que ahora me agarro desesperadamente, intentando no soltarme del borde de su manto».

Finalmente, el 9 de diciembre de 1996, solemnidad de la Inmaculada Concepción, a las 7:30 de la mañana, en la cripta de la Catedral de San Patricio de Nueva York, el Doctor Nathanson se convertía en hijo de Dios. Entraba a formar parte de su Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. El Cardenal John O’Connor le administró los sacramentos de Bautismo, Confirmación y Comunión.

Un testigo expresa así ese momento: «Esta semana experimenté con una evidencia poderosa y fresca que el Salvador que nació hace 2,000 años en un establo continúa transformando el mundo. El pasado lunes fui invitado a un Bautismo […]. Observé cómo Nathanson caminaba hacia el altar. ¡Qué momento! Al igual que en el primer siglo…, un judío converso caminando en las catacumbas para encontrar a Cristo. Y su madrina era Joan Andrews. Las ironías abundan. Joan es una de las más sobresalientes y conocidas defensoras del movimiento pro-vida… La escena me quemaba por dentro, porque justo encima del Cardenal O’Connor había una cruz. Miré hacia la cruz y me di cuenta de nuevo de que lo que el Evangelio enseña es la verdad: la victoria está en Cristo».

Las palabras de Bernard Nathanson, al final de la ceremonia, fueron escuetas y directas: «No puedo decir lo agradecido que estoy ni la deuda tan impagable que tengo con todos aquellos que han rezado por mí durante todos los años en que me proclamé públicamente ateo. Han rezado tenaz y amorosamente por mí. Estoy totalmente convencido de que sus oraciones han sido escuchadas. Consiguieron de Dios lágrimas para mis ojos».