Cuando toda Europa estuvo excomulgada
Hubo un tiempo en el que toda la Europa cristiana se encontró excomulgada sin que nadie fuera hereje. Todo comenzó el 27 de marzo de 1378, cuando, catorce meses después de su retorno de Aviñón a Roma, falleció el papa Gregorio XI.
En el cónclave, que por primera vez en 75 años tuvo lugar en el Vaticano, participaron dieciséis cardenales de los veintitrés con que contaba la Cristiandad en aquel entonces. La mayor parte eran franceses. Era una consecuencia del largo periodo de Aviñón.
El 8 de abril, el Sacro Colegio elevó al solio pontificio a Bartolomeo Prignano, arzobispo de Bari. Era un docto canonista de costumbres austeras que por no ser cardenal no asistía al cónclave.
Ese mismo día, el pueblo irrumpió en el cónclave para exigir la elección de un papa romano, pero los cardenales no se atrevieron a anunciar quién había sido elegido e hicieron creer que se trataba del anciano cardenal Francesco Tibaldeschi, natural de Roma. Sin embargo, al día siguiente fue entronizado Bartolomeo Prignano, que tomó el nombre de Urbano VI (1378-1389), y el 18 de abril fue coronado en toda regla en San Pedro.
En el mes de julio siguiente, doce cardenales franceses y el aragonés Pedro de Luna se reunieron en la ciudad de Anagni, y el 2 de agosto promulgaron una declaración según la cual la Sede Romana era calificada de vacante, y se consideraba inválida la elección de Urbano VI porque la había conseguido el pueblo por medio de rebelión y tumulto. El 20 de septiembre fue elegido nuevo papa en la catedral de Fondi el cardenal Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII (1378-1394). Este último, tras una vana tentativa de ocupar Roma, se instaló nuevamente en Aviñón. Así se inició el Gran Cisma de Occidente.
La diferencia entre el Cisma de Occidente y el Oriente, que desde 1054 dividía a la Cristiandad, es que este último fue un cisma en el verdadero y estricto sentido de la palabra, porque los ortodoxos se negaban, y siguen negándose, a reconocer el primado del Papa, obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal.
El Cisma de Occidente fue, por el contrario un cisma material, no formal, porque ninguna de las dos partes tuvo intención de negar el primado pontificio. Urbano VI y Clemente VII, así como sus sucesores, estaban convencidos de la legitimidad de su elección canónica y no hubo errores doctrinales en ninguno de los dos bandos en conflicto. Hoy en día, la Iglesia nos asegura que los papas legítimos fueron Urbano VI y los pontífices que le sucedieron, pero en aquel tiempo no estaba nada claro quién era el legítimo Vicario de Cristo. A partir de 1378, la Cristiandad se dividió, pues, en dos obediencias.
Reconocieron a Clemente VII Francia, Escocia, Castilla, Portugal, Savoya, Aragón y Navarra. Se mantuvieron fieles a Urbano VI Italia septentrional y central, el Imperio, Inglaterra e Irlanda, Bohemia, Polonia y Hungría. Durante otros cuarenta años, los católicos europeos vivieron un drama cotidiano. No sólo había dos papas y dos colegios cardenalicios, sino que era frecuente que en una misma diócesis hubiera dos obispos, dos abades y dos párrocos. Y como ambos pontífices se excomulgaron mutuamente, todos los fieles de la Cristiandad estaban excomulgados por uno u otro papa.
Los santos también estuvieron divididos. Frente a Santa Catalina de Siena y Santa Catalina de Suecia, hija de Santa Brígida, las cuales apoyaban a Urbano VI, se encontraban San Vicente Ferrer, el beato Pedro de Luxemburgo y Santa Coleta de Corbie, que se adherían a la observancia aviñonesa. La situación era más confusa que nunca, y nadie era capaz de encontrar una solución.
Cuando el 16 de septiembre de 1394 falleció de modo imprevisto Clemente VII, papa de Aviñón, pareció que había llegado el momento de deshacer el enredo. Bastaba con que los purpurados franceses no procedieran a elegir un nuevo pontífice y dimitiese el romano, que era Bonifacio IX (1389-1404), que había sucedido a Urbano VI. En vez de eso, los cardenales de Aviñón eligieron a un nuevo papa, Pedro de Luna, hombre austero pero obstinado, que reivindicó enérgicamente sus derechos y reinó durante 22 años con el nombre de Benedicto XIII (1394-1422).
A Bonifacio IX le sucedieron a su vez como papas romanos Inocencio VII (1404-1406) y Gregorio XII (1406-1415). Mientras tanto, los teólogos seguían sin ponerse de acuerdo. El punto de partida era el célebre pasaje del decreto de Graciano, que declaraba: «El Papa tiene potestad para juzgarlos a todos, pero no puede ser juzgado por nadie salvo que se aparte de la fe» (A nemine est judicandus, nisi deprehenditur a fide devius) (Dist. 400, c. 6).
La regla según la cual nadie puede juzgar al Romano Pontífice (Prima sedes non judicabitur) admitía, y admite, una sola excepción: el pecado de herejía. Se trataba de una máxima en cuanto a la cual todos estaban de acuerdo y que podía aplicarse, no sólo al papa hereje, sino al papa cismático.
Ahora bien, ¿quién tenía la culpa del cisma? Para resolver el problema, muchos incurrieron en un grave y peligroso error: la doctrina del conciliarismo, según la cual un papa hereje o cismático puede ser depuesto por un concilio, ya que la asamblea de los obispos es superior al Papa. Exponentes destacados de esta doctrina fueron el canciller de la Universidad de París Pietro d’Ailly (1350-1420), más tarde cardenal de Aviñón, y el teólogo Juan Gerson (1363-1429), también canciller y profesor de la universidad parisina.
Esta falsa tesis eclesiológica indujo a algunos cardenales de ambas obediencias a buscar la solución en un concilio general que se inauguró en Pisa el 25 de marzo de 1409 con miras a invitar a ambos pontífices a abdicar, y deponerlos en caso de que rehusasen. Y así sucedió en efecto. El Concilio de Pisa se declaró ecuménico y representante de toda la Iglesia universal, y depuso a ambos pontífices rivales por cismáticos y herejes, declarando vacante la sede romana.
El 26 de junio, el Colegio Cardinalicio eligió a un tercer papa, Pietro Filargo, arzobispo de Milán, que tomó el nombre de Alejandro V (1409-1410), al cual sucedió al año siguiente Baldassarre Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII (1410-1415). El verdadero papa no podía ser más que uno solo, pero en aquel momento no estaba claro cuál era, ni para los teólogos ni para el pueblo fiel.
Juan XXIII, con el apoyo del emperador alemán Segismundo (1410-1437), tomó la iniciativa de celebrar un nuevo concilio, que se inauguró en la ciudad imperial de Costanza el 5 de noviembre de 1414. Se proponía ser reconocido como único pontífice, confirmando el Concilio de Pisa, del cual tomaba su legitimidad. Con este fin, había creado numerosos cardenales italianos que lo apoyaban.
Para superar la mayoría italiana, los franceses y los ingleses se las arreglaron para que no se votara por cabezas, sino por naciones. Se les reconoció el derecho de voto a Francia, Alemania, Inglaterra, Italia y, en una segunda vuelta, a España: las cinco naciones principales de Europa. Se trató de un principio profundamente revolucionario.
En primer lugar, en efecto, las naciones (es decir, sujetos políticos), entraron ejerciendo mucho peso en la vida de la Iglesia, alterando la relación de dependencia que siempre habían tenido con ella. En segundo lugar, y ante todo, quedaba eliminado el principio según el cual el Papa es el supremo árbitro, moderador y juez del Concilio, para atribuirle al voto de los padres conciliares las decisiones deliberativas. Comprendiendo que el Concilio no quería confirmarlo como papa, Juan XXIII huyó de Constanza en la noche del 20 al 21 de marzo de 1415, pero fue capturado, depuesto por simoniaco y pecador público y excluido de futuras elecciones junto con los otros dos pontífices.
El 6 de abril de 1415, la asamblea promulgó el decreto conocido como Haec Sancta, que declaraba solemnemente que el Concilio, asistido por el Espíritu Santo, representaba a la Iglesia militante en su totalidad y recibía su potestad directamente de Dios: por tanto, todo cristiano, el Papa incluido, tenía el deber de obedecerlo. Haec Sancta es uno de los documentos más revolucionarios de la historia de la Iglesia, porque niega el primado del Romano Pontífice sobre el Concilio. Dicho texto, reconocido primero como auténtico y legítimo, no fue reprobado hasta más tarde por el Magisterio Pontificio. En el plano disciplinario, fue completado por el decreto Frequens del 9 de octubre de 1417, que estipulaba que los concilios ecuménicos debían ser una institución eclesiástica estable y, en consecuencia, como afirma el historiador Hubert Jedin, «una especie de organismo de control sobre el papado».
En esta caótica situación, el Papa romano, Gregorio XII, accedió a abdicar. Fue la última renuncia al trono pontificio antes de la de Benedicto XVI. Gregorio XII perdió toda prerrogativa pontificia, como le pasa al Papa que, por razones extraordinarias, deja el gobierno de la Iglesia. El Concilio lo reconoció como cardenal, y lo creó obispo de Porto y legado estable en las Marcas de Ancona, pero antes de que fuese elegido el nuevo pontífice, Gregorio falleció en Recanati el 18 de octubre de 1417 a la edad de 90 años.
El Papa de Aviñón, Benedicto XIII, se mantuvo inamovible, pero fue abandonado también por los países que le guardaban obediencia y depuesto por perjuro, cismático y hereje el 26 de julio de 1417. Los cardenales de ambas obediencias se reunieron y eligieron finalmente, el 11 de noviembre de 1417, al nuevo Papa, Oddone Colonna, romano, que tomó el nombre de Martín V (1417-1431) por ser el santo cuyo onomástico se celebra el día de la elección. El Gran Cisma de Occidente había terminado y parecía que había llegado la paz a la Iglesia, pero el postconcilio reservaba amargas sorpresas para el sucesor de Martín V.
Roberto de Mattei
Fuente: Adelante la Fe