En defensa de la familia
He aquí un texto interesante de un joven esposo católico.
Nuestro entorno, el mundo, el país, la ciudad y hasta nuestra propia colonia, viven un ambiente complejo, extraño y en ocasiones hasta agresivo; buscamos causas y la mayoría coincide en que definitivamente las cosas no están bien. La paz, la tranquilidad, la seguridad, la economía y hasta la felicidad de todos se encuentra siempre en riesgo, sin que se atine a dar con la causa que pueda librarnos de tantos peligros. Y ante la tensión que este panorama muchas veces nos produce, es interesante volver la vista al núcleo social más próximo, el más cercano, conocido y entrañable que la mayoría solemos tener: nuestra familia, esa pequeña célula cuyo núcleo es el matrimonio y cuya alma es la madre con su indisoluble presencia.
En la familia se nutren los hombres y mujeres en lo individual, pero también la humanidad misma; en la familia no sólo se obtiene el indispensable alimento corporal, sino también el sublime alimento del alma humana, ya que ahí se dan sin límite las primeras expresiones de amor; también se transmite la educación, la cultura y de forma sublime, comienza a cultivarse la virtud de religión, pues los nenes y nenas aprenden de labios de sus madres las oraciones que nos acercan a Dios. En suma, en la familia se vive el inicio del amor-caridad y los valores que habrán de acompañarnos a lo largo de la vida.
Por eso duele que haya casos en los que se vivan situaciones que atenten contra esa básica, natural y noble sociedad familiar: falta al deber de cuidado y maltrato físico o psicológico entre los cónyuges; adulterios; divorcios; desatención a la verdadera educación de los hijos, a su alimentación corporal y espiritual; violencia intrafamiliar; abortos; olvido a los ancianos; legitimación de las uniones homosexuales; etcétera. Nos duele que el mundo haya infectado y lastimado nuestras familias con sus divisiones, desviaciones, olvidos e intereses. ¿Cómo remediar estos males?, ¿Cómo esperar que en sociedad no se repliquen conductas anómalas o negativas vividas intensamente en esas pobres familias?, buenos hombres y mujeres relatan con amargura sus sufrimientos en familias consideradas disfuncionales y cómo ello impactó su felicidad, su vida y su relación con los demás.
¿Qué podemos hacer? Todos, incluyendo los cuerpos sociales intermedios y las autoridades públicas, debemos pensar en las familias no como una idea abstracta, lejana y ajena… Por el contrario, la familia es origen, punto de partida, de impulso, pero también de retorno. Todos debemos proteger la institución familiar porque en ella se gesta la vida tal como el Creador de la Naturaleza misma quiso que se diera y porque en ella se descubren dones, se enseñan y aprenden virtudes que perfeccionan al hombre, dotándolo en su interior de la fuerza o energía constructora necesaria para servir a las más altas y nobles causas a las que cualquier persona pueda aspirar, así, la familia aparta de la bestialidad y maldad especialmente a los niños y niñas, para que cultivada desde la tierna infancia su naturaleza racional y espiritual, florezcan en ellos las virtudes.
Insisto, todos: personas, sociedad civil y gobierno, tenemos la oportunidad y el gran deber de proteger la institución familiar, primero cumpliendo con nuestros deberes de familia, ayudando a los que nos son más próximos, incluso exigiendo a las autoridades auxiliar a las familias que por sus propios medios no se encuentren en posibilidad de superar sus dificultades; en este cuidado y respeto que todos profesamos a las familias debe comenzar a regenerarse la vida en comunidad, pensemos que, de un hogar donde papá, mamá e hijos son respetuosos, cumplen con sus obligaciones, ejercen amorosa y responsablemente sus derechos, podrán esperarse ciudadanos responsables, honestos y comprometidos con el perfeccionamiento social que tanta falta hace en nuestra comunidad, en nuestra ciudad, en nuestro México. Queridos vecinos, que Dios Todopoderoso y nuestra Señora de Guadalupe bendigan a sus familias.
Adrián Arzate
Foto: La familia de Mons. Marcel Lefebvre