“Ego cógito cogitatiónes pacis…” (Jer 29, 11)

Fuente: Distrito de México

Durante el mes de noviembre, y en los últimos domingos del año litúrgico, la Santa Madre Iglesia quiere que meditemos especialmente en las postrimerías, es decir, las últimas cosas que nos van a suceder. El 1º de noviembre, fiesta de Todos los Santos, ha puesto ante nuestra mirada el Cielo. El 2º de noviembre, fiesta de los fieles difuntos, aparece a la consideración del alma la Muerte, el Juicio final, el Purgatorio, etc.

Son las últimas cosas que nos van a suceder, pero las primeras que tendríamos que tener en el corazón. Y es realmente impresionante cómo se expresa la liturgia hablando del Juicio final: “Quantus tremor est futúrus, quando iudex est ventúrus, cuncta stricte discussúrus” (¡cuán grande será el terror cuando aparezca el Juez a pedir cuenta de cuanto hemos hecho!), “Lacrimosa dies illa” (día de lágrimas será aquel día). “Dies irae, calamitátis et miseriae, dies magna et amára valde” (día de ira, calamidad y miseria, día grande y muy amargo). Pareciera que la Iglesia quiere hacernos temblar de miedo ante la idea de que vamos a tener que rendir cuentas de todos nuestros pensamientos, incluso los más escondidos, de toda palabra que salió de nuestros labios y de todos nuestros actos, y rendir cuentas delante del buen Dios. Sin embargo, todos los domingos antes de terminar el año litúrgico el pensamiento que la Iglesia, siempre buena Madre, quiere sembrar en nuestros corazones es completamente otro. El introito de las Misas canta: “Ego cógito cogitatiónes pacis et non afflictiónis” (Yo pienso pensamientos de paz y no de aflicción). El buen Dios nos recuerda que su obra es una obra de paz, la gran idea que aparece en estos textos, y que es la gran idea de toda Su obra hermosísima para la cual nos ha pensado, es el Cielo. Lugar lleno de paz, de felicidad eterna. Y, curiosamente, a menudo pensamos que solamente al final, cuando hayamos llegado al Cielo, habremos alcanzado dicha paz; pero olvidamos que la paz del Cielo, la paz del buen Dios, es una paz que ya se va dando en la tierra. De modo que el católico, el hombre que vive de la fe, no debe, no puede perder la paz del alma y menos viendo que se acerca el final, decir que pronto se van a terminar las cosas es decir que pronto ha de llegar el reino completo y absoluto de la paz del buen Dios. Y hace bien meditar un poco, ¿nosotros por qué solemos perder la paz?

Lo inesperado

Perdemos la paz cuando nos sucede lo inesperado, cuando ocurre algo que nuestra lógica humana no había previsto (una enfermedad grave después de tantos años de cuidado de la salud, la muerte repentina de un hijo, de un esposo o de una madre, la pérdida de un trabajo después de largos años de fidelidad y entrega laboral, etc.) y, entonces, empezamos a culpar y a cuestionar los caminos de la Providencia. ¿Y cuál es la razón de nuestro enojo? Simplemente porque no entendemos, no encontramos el resultado de la ecuación, no entendemos el por qué de tal o cual acontecimiento y perdemos la paz del alma.

En el Cielo tendremos una paz inquebrantable, veremos en la esencia divina la sabiduría de los designios del buen Dios y entenderemos que no pudo ser realizada Su obra de manera más perfecta. Pero no hace falta esperar a llegar al Cielo para entender y tener dicha paz. Nuestro Señor ya vino a la tierra y quiso quedarse con nosotros en el Sagrario, en esa creación maravillosa del amor misericordioso del Sagrado Corazón, la Eucaristía. En cada santa Misa, así como en otro tiempo Moisés subió al monte Sinaí para recibir de Yahvéh la luz para guiar al pueblo elegido, el sacerdote sube como un nuevo Moisés al altar y recibe las luces necesarias para después bajar, transmitirla y guiar a los fieles. La luz del altar es la luz del Cielo. Es esa luz la que permite entender el por qué del mal, la que da la fuerza y la pureza del corazón para llevar el sufrimiento en paz. ¿Por qué el mal, por qué lo inesperado? El buen Dios lo permite para poder mostrar en todo esplendor Su obra de misericordia. Esa luz de entendimiento brota del altar, de la Eucaristía. ¿Queremos entender un poco más en nuestras vidas? Vivamos al pie del altar y tendremos paz en el alma.

Un corazón dividido

También perdemos la paz cuando tenemos el corazón dividido. Una parte del corazón con el buen Dios, pero la otra llena de mundanidades, tan apegada a las cosas de esta tierra. En el Cielo una de las cosas más maravillosas va a ser sentir el propio corazón entregado, finalmente, de modo completo para el buen Dios, sin medias tintas, ni medios amores. Y, de nuevo, no hace falta esperar la entrada al Cielo para dejar de tener dividido el corazón. El orden del amor brota del altar: “Et Ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum” (Jn 12,32) (Y Yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí).  El fuego de la conflagración final va a ser un fuego que va a transformar todo y ese fuego ya brota del altar: “Cor Iesu, fornax ardens caritatis” (Horno ardiente de caridad), el Sagrado Corazón late en cada Eucaristía irradiando el fuego de la caridad que todo lo transforma. ¿Tenemos el corazón dividido? Vivamos al pie del altar.

La impotencia para hacer lo que queremos

Perdemos, finalmente, la paz cuando nos damos cuenta de nuestra impotencia para hacer lo que queremos, incluso para las cosas buenas. ¿Cuántos propósitos dejados de lado por nuestra inconstancia? ¿cuánto desánimo por nuestras miserias? ¿cuántos deseos de crecer y mejorar que quedan simplemente en el papel?

En el Cielo los santos son, en cierta forma, como dueños de la omnipotencia del buen Dios. Aquí en la tierra la Providencia les ha concedido a algunas almas la gracia de participar un poquito de esa omnipotencia y ¡cuántas obras espectaculares hicieron para bien de las almas! Pero no hace falta llegar al Cielo para ser dueño de esa omnipotencia. Aquí abajo, en este “valle de lágrimas”, la acción suprema del buen Dios es la Eucaristía. En ella despliega todo Su poder. La liturgia hace algunas semanas rezaba: “Deus qui maxime manifestas omnipotentiam tuam parcendo et miserando…”, es decir, que las obras que manifiestan de modo más sublime la omnipotencia del buen Dios ¡son el perdonar y el tener misericordia! ¿Qué? Así es, el saber perdonar y tener misericordia nos hace omnipotentes. ¿Dónde aprendemos a hacerlo? Vivamos al pie del altar, esa luz brota de la Eucaristía.

Conclusión

No podemos tener temor, el pasado 1º de noviembre hemos festejado el aniversario de la fundación de nuestra querida Fraternidad, el buen Dios nos ha dado, en medio de estos tiempos de “calamidad y miseria” un tesoro enorme, una perla preciosa por la que vale la pena venderlo todo: la Eucaristía, el tesoro de la santa Misa. Los pensamientos del buen Dios no cambian, son eternos: “Yo pienso pensamientos de paz y no de aflicción; Me invocaréis y Yo os escucharé y os haré volver de vuestro cautiverio de todos los lugares”. ¡Eso es lo que piensa y nos dice el buen Dios! Y nosotros, ¿en qué andamos pensando?  ¡Ay! ¡Regina pacis, ora pro nobis!

En Cristo y María,

P. Guiscafré Musalem


El Seamos Católicos es el boletín oficial del Priorato Nuestra Señora de Guadalupe de la Ciudad de México.

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