El aborto en la pluma de Hugo Wast
Los siguientes capítulos del libro "Autobiografía del hijito que no nació" retratan el diálogo de un niño recién concebido con su ángel de la guarda. Detrás de la ficción de esta hermosa novela, Hugo Wast descubre los reales sentimientos que, desde el momento de la concepción, unen a una madre con el hijo que lleva en su vientre.
Autobiografía del hijito que no nació
Capítulo I: Lo que mi ángel me cuenta
Desde hace un instante soy un ser humano. Mi cuerpo es tan pequeño todavía que no puede ser visto por los ojos de nadie, pero mi alma ya es tan grande como lo será siempre. Dios la ha creado para mí, en el mismo momento en que yo he comenzado a existir. Dios me ama como si yo fuera una persona perfecta. Dios sigue creando un sinnúmero de almas cada día, para todos los seres, hijos de los hombres, que son llamados a la vida. Mi ángel me dice que nacerán tantos como se necesitan para repoblar el cielo, que el diablo ha despoblado de la tercera parte de sus habitantes.
Estas cosas profundas para una persona tan pequeñita como yo, son las primeras que me ha enseñado mi ángel guardián. Debo explicar que tengo un ángel guardián elegido entre los innumerables ángeles que quedaron fieles al servicio de Dios.
¡Mejor aún! Me enseña que Dios me ha amado desde toda la eternidad, como si no hubiera de existir otro ser sino yo. Y que por mí ha realizado infinitas maravillas. Así las ha realizado para todos los seres humanos y su Hijo ha muerto por cada uno de ellos, como si fuera el único en el mundo, para salvarlo de la guerra que hace a los hombres el diablo.
Yo apenas entiendo todo esto, pero él me lo repite y trato de retenerlo.
Sin embargo, confieso que me cansa. Querría dormir.
Mi ángel me habla sin ruido y sin palabras. Es como un fluido que me penetra. Lo comprendo perfectamente. Mis oídos todavía no están formados.
Me dice que yo soy un hombrecito. O una mujercita. Lo ignora o no me lo quiere decir. Comprendo que sabe muchas cosas, pero que no conviene que me lo cuente todo. Me guarda infinidad de secretos para cuando yo sea mayor.
Dice que si me habla demasiado, mi pequeño cuerpo se va a cansar.
Y es verdad, vuelvo a sentirme con ganas de dormir un rato largo.
Será mi primera noche en el seno de mi mamá, que todavía ignora que yo existo.
Mi ángel me dice que es mejor que ella siga ignorándolo.
¿Por qué no es bueno que una madre sepa que su hijito o hijita existe ya?
Estoy cansado. Será el primer sueño de mi vida en el suave y tibio seno de mi madre. ¡Qué oscuridad, Dios mío! ¿Es porque todavía mis ojos no se han formado?
Capítulo XIII: El ángel preocupado. Le pregunto por qué la justicia de los hombres permite que los padres maten a sus hijitos
Es evidente para mí, que ya lo conozco tanto, que Absalón está muy preocupado y hasta triste. ¿Pero un ángel puede estar triste? A cada instante viene, observa el resplandor que ahora hay en el corazón de mamá y sin decir palabra abre sus alas de nácar y se vuela.
Como si temiera la desaparición de esa divina luz que ahora nos alumbra a ella y a mí.
¿Qué es lo que ha sabido? ¿Qué le han dicho los otros ángeles de la familia, puesto que tengo la seguridad de que se encuentran y conversan?
¿Qué le ha dicho sobre todo el ángel del doctor negro sobre las conversaciones que este mantiene cada día con mi padre? No sé nada, porque está mudo conmigo.
Si no fuera por la tremenda angustia que me causa el ver a mi ángel en esta situación, yo estaría orgulloso de mí mismo. A la luz del corazón de mi mamá he podido con mis propios ojitos contemplar mi pequeño cuerpo.
Ya no soy lo que era cuando comencé a conversar con Absalón. Mi alma ya era perfecta, a pesar de su inmensa ignorancia, pero de mi cuerpo entonces no había apenas señales. Esto lo pienso ahora, porque yo no veía, no tenía ojos, ni órgano alguno separado y viviente.
Ahora soy otra cosa, y me asombro de los progresos que he hecho. Soy un muchachito bastante bien formado, un poco nervioso y comprendo que mi mamá está enamorándose de mí cada día más. Yo también de ella, seguro de que me defenderá contra todo peligro.
Hoy no lo he dejado escaparse a mi ángel y le he soltado la pregunta que hace días quiero hacerle.
— ¿La justicia de los hombres permite que haya papás que decidan asesinar a sus hijitos y doctores que se encarguen de hacerlo?
— ¡Sí! —me responde impetuosamente—. Cuando un doctor de esos afirma en un papel que tal niñito fue muerto antes de que naciera para salvar la vida de la madre, la policía cierra los ojos y no averigua nada y el asunto no llega a los jueces, que tampoco dirían nada.
— ¿Pero hay quienes conocen estos crímenes, además de los que los ejecutan?
— Sí, muchos amigos a quienes los papás de los niñitos asesinados les cuentan esto como si contaran que han bebido un vaso de agua. Y se los felicita, como si hubieran escapado a un peligro.
— ¿Qué quieres decir?
— Que cuando los papás no quieren tener un nuevo hijito, porque piensan que les costaría mucho mantenerlo, se apresuran a matarlo, antes de que nazca o antes de que se forme en el seno de la mamá. Si no se apresurasen y el chiquito naciera, la policía y las leyes y los jueces considerarían criminales a los papás o a los doctores que los suprimieran. Por eso hay que andar a prisa. Mientras más pronto se los mata es menos peligroso para los papás y para el doctor, que los aconseja. Los chiquitos antes de nacer no tienen ninguna defensa en la sociedad.
— ¿Y son muchos los que mueren así?
— Los que mueren antes de formarse en el seno de la madre son miles de millones. Los que son muertos después de que se han formado, cuando tienen ya un alma creada por Dios para ellos y un destino trazado en sus planes, son muchos, quizá millones. Estos crímenes, que la sociedad ni siquiera considera faltas, enojan a Dios de un modo terrible, porque… ¿te estás durmiendo, chiquito?
— Sí, perdóname, pero tus explicaciones son muy difíciles de comprender y me hacen doler la cabeza.
— ¡Duérmete! Todavía hay mucha luz en el corazón de tu mamá y tú duermes mejor en la luz que en las tinieblas.
Al decir mi ángel “todavía hay mucha luz” su acento es melancólico, como si temiera que eso pudiera faltarme un día u otro.
Monumento al no nacido, obra de Martín Hudáčeka, eslovaco.
Capítulo XV: ¡Que no me maten, Dios mío, yo quiero ser sacerdote!
Mi ángel ya no teme que yo me duerma cuando él me habla con tanta seriedad. Yo comprendo que están acercándose para mí las horas más trágicas. Mi pobre madre, ahora en casa de la suya, que es mi abuelita, vive en paz, sin disputas. Pero sabe que esta preciosa paz que le permite ir todos los días a comulgar, llenándose de luz y tomando fuerzas, no puede durar.
El ángel vuelve a hablarme, y esto lo sabe por el arcángel Gabriel, de que los hombres cegados por la maldad del diablo no tienen idea de lo que el mundo pierde con estos asesinatos sin número que cada día se cometen, en lo más puro de la humanidad, que son sus niñitos. Dice que muchos sabios siniestros andan propagando sistemas para contener el aumento de las gentes, aduciendo que pronto la tierra no podrá alimentar a su población. Con el aparente miedo de que algún día esos niños por falta de alimento puedan morir, se anticipan a matarlos desde ahora.
Y dice que este pecado infernal ha excluido de la existencia a seres que habrían sido inventores prodigiosos, infinitamente superiores a los que se han conocido, genios que con sus descubrimientos habrían conjurado todo peligro de que la humanidad aun multiplicada por cien pudiera encontrarse estrecha en los ámbitos de la tierra. Más aún, que algunos de esos niñitos arrancados a la vida iban a
ser cerebros capaces de hallar la manera de que los hombres conquistaran pacíficamente nuevas tierras en los astros y difundir en ellos la fe y el servicio de Dios.
Todo esto ha sido borrado, aniquilado por las infames prácticas de lo que llaman restricción de la natalidad. Me pondera el ángel lo que habría adelantado el mundo en otras cosas, menos materiales, como son las artes o la ciencia del alma.
Entraba en los planes de Dios, me dice Absalón, que el hombre (Adán y Eva) llenara la tierra con su descendencia y la dominara. Y ahora el hombre que no confía en Él, no se atreve a crear un descendiente más y se hace impotente él mismo para dominar su propio imperio.
¡Qué inmensos horizontes se abren a mi pequeñopensamiento con estas grandes palabras! ¿Podré yo, algún día, ser sacerdote y contribuir a que por mi parte se cumplan los planes de Dios?
Hoy en la Iglesia cuando mamá comulgó, me sentí tan cerca de Jesús en su corazón, que volví a rezar casi en sus oídos mi oración de siempre:
— ¡Que no me maten, Señor y Dios mío! ¡Yo quiero ser sacerdote!
Esa fue la última vez que pude rezar cerca de Cristo en persona, porque fue también la última vez que mi pobre madre comulgó.
Vino, pues, mi padre y de llevó a mi madre a Buenos Aires. Le bastó una ojeada para comprender la comedia que ella estaba representando. Ya no era posible mantener el secreto. Mi pequeño cuerpo se había desarrollado tanto que para un ojo experto era inútil toda ficción. Él se limitó a decir pocas palabras, que me hicieron temblar en aquel mi refugio que duraba ya varios meses.
— Ahora será más difícil extirpar eso, pero el doctor lo arreglará bien. No sufrirás mucho, no te asustes.
En el tono inflexible se advertía su extrema cólera y su inexorable decisión.
Tuvimos dos días de paz. Mi padre parecía tranquilizado. Además el doctor negro se hallaba ausente, en un país lejano, a donde había ido a dar conferencias sobre su maldita “especialidad”.
Mi ángel me contaba todo y me hacía rogar a Dios por mi madrecita, agotada de fuerzas para las nuevas arremetidas que iba a soportar de mi padre, irritado e inflexible. Mi desventurada madre nunca tuvo voluntad. Débil, apocada, se hubiera dejado matar. Tal vez ahora sería capaz de defender su vida, porque en ella se sustentaba la mía. Ya mentalmente me había bautizado con el hermoso nombre de Jesús. Yo me dirigí a él, rogándole que auxiliara a mi madre.
Capítulo XXIV: Ruego por mis asesinos
— ¿Y los que maltratan a un niñito que no ha nacido y que menos que nadie puede defenderse?
— Esos que cometen un crimen abominable, en la lengua de los hombres ni siquiera se llaman criminales.
— ¿Y se puede pedir a Dios que perdone a esos criminales?
— Sí, pidiendo que les dé su gracia para que se arrepientan de su iniquidad. Jesucristo, Nuestro Señor, clavado en la cruz, pidió al Padre Eterno que perdonara a los culpables de su muerte, que no sabían lo que hacían.
— ¿Eso puedo decir yo de mis padres? ¿Que no supieron lo que hacían?
— Sí. Por malvados que hayan sido, si se arrepienten y piden perdón a Dios y prometen no volver a cometer la horrorosa iniquidad que te ha impedido vivir a ti.
— ¡Y ser sacerdote y tal vez ser santo!, exclamé con una vehemencia que hizo sonreír al ángel. Entonces, enternecido, oré con todo mi corazón de esta manera:
— Mi Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ayuda a mis padres a ser buenos y a arrepentirse. Y perdónalos para que no quiten la vida a sus nuevos hijitos, y no les impidan llegar al mundo y servirte mejor de lo que yo he podido hacerlo. Y que algunos de ellos sean religiosos y todos sean santos.
Con esto me sentí inundado por la más dulce de las esperanzas que pueda alguien concebir: que en su casa y de su estirpe nazca esa preciosísima vara de nardo que es un sacerdote, cuya mano consagrada realice cada día los dos más grandes milagros de Nuestro Señor Jesucristo, el perdonar los pecados de los hombres y el convertir el pan y el vino en la carne y la sangre del Verbo de Dios.
Publicado en la Revista "Iesus Christus",
año XX, Nº 130, bimestre julio-agosto de 2010.
Original del libro "Autobiografía del hijito que no nació",
de Hugo Wast.