El «histórico» encuentro entre Francisco y Kiril
Entre los numerosos éxitos atribuidos por los medios informativos al papa Francisco, está el del «histórico encuentro» del 12 de febrero pasado, en La Habana, con el patriarca Kiril de Moscú. Se ha escrito que este acontecimiento ha derribado el muro que desde hace mil años separaba a la Iglesia de Roma de las orientales.
Según las palabras del propio Francisco, la importancia del encuentro no radica en el documento, de carácter meramente pastoral, sino en la convergencia hacia una meta común, no política ni moral, sino religiosa. Se diría que Francisco quisiera sustituir el Magisterio tradicional de la Iglesia, declarado por medio de documentos, por un neomagisterio, expresado mediante actos simbólicos. El mensaje que quiere transmitir el Papa es el de que nos encontramos en un momento decisivo en la historia de la Iglesia. Pero es preciso partir de la propia historia de la Iglesia para entender el sentido del acontecimiento. En realidad, son muchas las inexactitudes históricas, y hay que corregirlas porque frecuentemente las desviaciones doctrinales se construyen sobre errores históricos.
Para empezar, no es cierto que mil años de historia separen a la Iglesia de Roma del Patriarcado de Moscú, ya que éste no se creó sino hasta el año 1589. En los cinco siglos anteriores, y antes incluso, el interlocutor oriental de Roma era el Patriarcado de Costantinopla. Durante la celebración del Concilio Vaticano II, el 6 de enero de 1964, Pablo VI se encontró en Jerusalén con el patriarca Atenágoras a fin de iniciar un «diálogo ecuménico» entre el mundo católico y el ortodoxo. Diálogo que fracasó por culpa de la milenaria oposición de los ortodoxos al primado de Roma. El propio Pablo VI lo reconoció en un discurso ante el Secretariado para la Unión de los Cristianos el 28 de abril de 1967, afirmando: «El Papa, y Nos lo sabemos bien, constituye sin duda el mayor obstáculo en el camino del ecumenismo».
El patriarcado de Costantinopla era una de las cinco sedes principales de la Cristiandad establecidas por el Concilio de Calcedonia en 451. Los patriarcas bizantinos sostenían, sin embargo, que tras la caída del Imperio Romano, Costantinopla, sede del renacido Imperio romano de Oriente, debía convertirse en la capital religiosa del mundo. El canon 28 del Concilio de Calcedonia, abrogado por san León Magno, contiene en germen todo el cisma bizantino, porque atribuye a la supremacía del Romano Pontífice un fundamento político y no divino. Por esta razón, en 515, el papa Hormisdas (514-523) mandó a los obispos orientales suscribir una Fórmula de Unión, en la que reconocían su sumisión a la Cátedra de San Pedro (Denz-H, n. 363).
Entre los siglos V y X, mientras que en Occidente se afirmaba la distinción entre la autoridad espiritual y el poder temporal, en Oriente nacía el llamado cesaropapismo, en el cual la Iglesia queda de hecho subordinada al emperador, que se considera cabeza de la misma, en tanto que representante de Dios, tanto en el ámbito eclesiástico como en el secular. Los patriarcas de Constatinopla eran de hecho poco menos que funcionarios del Imperio Bizantino, y continuaron fomentando una aversión radical a la Iglesia de Roma.
Tras una primera ruptura, provocada por el patriarca Focio en el siglo IX, se produjo el cisma oficial el 16 de julio de 1054, cuando el patriarca Miguel Cerulario declaró que Roma había caído en herejía por la cuestión del «Filioque» y otros pretextos. Los legados romanos depusieron entonces la sentencia de excomunión contra él sobre el altar de la iglesia de Santa Sofía, en Costantinopla. Los príncipes de Kiev y de Moscú, convertidos al Cristianismo en 988 por san Vladimiro, secundaron en el cisma a los patriarcas constantinopolitanos, reconociendo su jurisdicción religiosa. Las discordias parecían inconciliables, pero el 6 de julio de 1439 tuvo lugar un hecho extraordinario en la catedral florentina de Santa María del Fiore: el papa Eugenio IV anunció solemnemente mediante la bula Laetentur Coeli (alégrense los cielos) que se había disuelto el cisma entre las iglesias de Oriente y Occidente.
Durante el Concilio de Florencia (1439), en el cual habían participado el emperador de Oriente, Juan VIII Paleólogo, y el patriarca José II de Costantinopla, se había alcanzado un acuerdo en todos los problemas, desde el Filioque hasta el Primado Romano. La bula pontificia concluía con esta solemne definición dogmática, suscrita por los padres griegos: «Definimos que la santa Sede apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre todo el orbe y que el mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los cristianos, y que al mismo, en la persona del bienaventurado Pedro, le fue entregada por nuestro Señor Jesucristo plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, como se contiene hasta en las actas de los Concilios ecuménicos y en los sagrados cánones» (Denzinger, 694).
Éste ha sido el único abrazo histórico verdadero entre las dos Iglesias durante el último milenio. Entre los más activos participantes en el Concilio de Florencia se encontraba Isidoro, metropolitano de Kiev y de todas las Rusias. Recién regresado a Moscú, anunció la reconciliación que había tenido lugar bajo la autoridad del Romano Pontífice, pero el príncipe de Moscú, Basilio II el Ciego, lo declaró hereje y puso en su lugar a un obispo que le estaba sujeto. Este gesto señaló el inicio de la autocefalia de la iglesia moscovita, independiente no sólo de Roma sino también de Costantinopla. Poco después, en 1453, el Imperio Bizantino fue conquistado por los turcos y arrastró en su caída al patriarcado de Constantinopla. Surgió entonces la idea de que Moscú debía recoger la herencia de Bizancio y convertirse en el nuevo centro de la iglesia cristiana ortodoxa. Tras casarse con Sofía Paleóloga, sobrina del último emperador de Oriente, el príncipe Iván III de Moscú adoptó el título de Zar e introdujo el emblema del águila bicéfala. En 1589 se creó el Patriarcado de Moscú y de todas las Rusias. Los rusos se convirtieron en los nuevos defensores de la ortodoxia, y proclamaron el nacimiento de una Tercera Roma, sucesora de la católica y la bizantina.
Ante estos sucesos, los obispos de aquella región, entonces llamada Rutenia y que actualmente corresponde a Ucrania y parte de Bielorrusia, se reunieron en octubre de 1596 en el Sínodo de Brest y proclamaron su unión con la Sede romana. Se los conoce como uniatas, en razón de su unión con Roma, y también greco-católicos, porque a pesar de estar sometidos al primado de Roma conservan la liturgia bizantina.
Los zares rusos emprendieron una persecución sistemática de la iglesia uniata que, entre muchos otros mártires, cuenta con el monje Juan (Josafat) Kuncevitz (1580-1623), arzobispo de Polotzk, y el jesuita Andrea Bobola (1592-1657), apóstol de Lituania. Los dos fueron torturados y muertos por odio a la fe católica y hoy se los venera como santos. La persecución recrudeció bajo el imperio soviético. El cardenal Josyp Slipyj (1892-1984), deportado durante 18 años en el Gulag comunista, fue el último intrépido defensor de la Iglesia Católica ucraniana.
Hoy en día los uniatas constituyen el grupo más numeroso de católicos de rito oriental, y son un testimonio vivo de la universalidad de la Iglesia Católica. Es una mezquindad afirmar, como lo hace el documento firmado por Francisco y por Kirill, que el «método de la unión», que implica la unificación «de una comunidad con la otra a costa de la separación de su iglesia», «no es la manera de restaurar la unidad», y que «es inaceptable el uso de medios incorrectos para obligar a los fieles a pasar de una iglesia a otra, dejando de lado su libertad religiosa y sus propias tradiciones».
El precio que ha debido pagar el papa Francisco por estas palabras pedidas por Kiril es muy elevado: la acusación de «traición» que ahora le echan en cara los católicos uniatas, de siempre fidelísimos a Roma. Pero el encuentro de Francisco con el patriarca moscovita tiene mucho más alcance que el de Pablo VI con Atenágoras. El abrazo a Kiril tiende más que nada a acoger el principio ortodoxo de la sinodalidad, necesario para democratizar la Iglesia Romana. Por lo que respecta, no a la estructura de la Iglesia, sino a la sustancia de su fe, el acto simbólico más importante del año será tal vez la conmemoración por parte de Francisco de los 500 años de la revolución protestante, prevista para el próximo mes de octubre en la localidad sueca de Lund.
Roberto de Mattei
Fuente: Corrispondenza Romana [Traducido por J.E.F en Adelante la fe]