El magisterio es irreformable
No sería estrictamente necesario recordar que el comunismo fue autoritariamente condenado por la Iglesia católica, si los eventos relacionados con el reciente viaje de Francisco a América Latina no hubieran respondido en términos singularmente dramáticos al problema de la discontinuidad radical entre la “praxis” post–conciliar y la tradición.
Parece que se puede afirmar que el actual pontificado, resolviéndose en una prospectiva que devalúa la centralidad de la dimensión sobrenatural a favor de una “teología” cargada de connotaciones secularizadas, inclinadas a valorizar la “pobreza” como condición privilegiada para la realización de la “justicia social”, haya contribuido al fortalecimiento de las venenosas tendencias filo–marxistas que, a partir del concilio Vaticano II, devastaron la vida de la Iglesia.
Las inconcebibles indulgencias surgidas en el seno del mundo “católico” para una ideología cuyas implicaciones criminales -a menudo culpablemente encubiertas o camufladas sin esfuerzo– descienden en forma inmediata e inequívoca de su negación satánica de la Verdad y del Bien, representan el resultado de una progresiva falsificación de la caridad, reducida a una vacía instancia filantrópica.
El fracaso de décadas de secularización y el comunismo encontraron una representación visual en la condescendencia que el Papa –presenciando una reunión de los “movimientos populares” sudamericanos– ha exhibido en el recibir del presidente comunista boliviano Morales un crucifijo puesto junto a una hoz y un martillo; escultura blasfema, obra de un “jesuita” para el cual la manifestación de Marx y Engels sería una apreciable variante del Evangelio.
Se puede decir que la lectura pauperista del Evangelio, mediante la concesión de licencias de escandalosa credibilidad a los cabecillas del comunismo latinoamericano, financiado por la masonería estadounidense y responsable del tráfico de droga, haya recompuesto la perversa dialéctica moderna que, tras la caída del muro de Berlín, parecía haber marginalizado al marxismo en favor de su falsa antítesis democrática y occidental.
Previniendo las fáciles objeciones de quien nos acusaría de querer disminuir la función conferida por Dios al Sumo Pontífice, observamos por una parte que todo católico, dentro de los límites de las propias competencias y posibilidades, está obligado a conocer el magisterio tradicional de la Iglesia y a acogerlo con un criterio de juicio de los acontecimientos mundanos; por otra parte que dicho magisterio, trayendo el propio valor normativo de la Verdad revelada, no puede adaptarse o subordinarse a los siempre cambiantes escenarios históricos.
Con respecto a nuestras aseveraciones, que por su objetividad aparecen exentas de sensatas y razonables objeciones, no se puede no desaprobar el proyecto (querido por eclesiásticos de autoridad en el sínodo del año pasado) de iniciar una pastoral en contraste con el Depositum Fidei (depósito de la fe), el cual debería constituir, en cambio, el supremo fundamento inspirador.
Recurriendo a las palabras proféticas de un escritor olvidado desde hace demasiado tiempo por su limpio e inflexible catolicismo, la catástrofe en acto se manifiesta como el resultado de la acción de múltiples tendencias corrosivas por efecto de las cuales “la heterodoxia, universalizándose se ha convertido en ortodoxia”.
Como es evidente, esta sintética expresión que Domenico Giuliotti escribió en tiempos muy difíciles, marcados por la condena del modernismo, se adecúa a la situación actual. Como consecuencia de las relevantes ambigüedades transmitidas por los textos conciliares, la pastoral, en vez de ser la coherente aplicación de los principios animadores de toda sana acción apostólica y evangelizadora, apareció como el foro apropiado para avalar las más absurdas “actualizaciones” en sintonía con la descompuesta y excitada confianza optimista en el porvenir que Mons. Romeo estigmatizaba con la afirmación “religión de nuestros nuevos tiempos”.
El propósito absurdo de favorecer las más aberrantes mistificaciones del secularismo contemporáneo, que evita el rigor de las obligaciones morales en materia del matrimonio y de sexualidad, para ofrecerles cómodas defensas en una total caída en el desorden constituido, es originado por la obstinada agresión a los fundamentos espirituales del catolicismo; al cual se opone un banal humanitarismo masónico que, con el pretexto de aspirar a la persecución de la “paz mundial”, se propone unificar los pueblos en una pseudo-religión ajena a los dogmas y preceptos.
De cara a los aplausos dirigidos al pontificado de Bergoglio y a su no disimulada intención de censura con la tradición, la situación del mundo católico, inesperadamente intimidado por la idea de tener que reclamar contra la Autoridad suprema, la propia integral identidad, está gravemente afectada por la dramática situación del sacerdocio: la profunda incomprensión de su relación de intrínseca dependencia de la celebración del divino sacrificio de la santa misa ha contribuido a relegarlo en la posición marginal de un mediocre solidarismo desacoplado de toda prospectiva sobrenatural.
Las trágicas repercusiones de una crisis tan radical son atestiguadas por la sacrílega banalización de la liturgia, privada de su carácter mistérico y sacrificial y reducida a la simple conmemoración de un “evento”, donde la participación horizontal de la asamblea disminuye al culto su valor teocéntrico y redentor.
Si es verdad – como documentan las prestigiosas evidencias de los cardenales Ottaviani y Bacci – que el Novus Ordo Missae (nuevo rito u orden de la misa) ha sentado las bases para la desintegración de las formas encargadas de perpetuar la sacralidad divina y la luminosa belleza del rito, se debe reconocer que el desquiciamiento de la liturgia es la raíz de las desviaciones morales parcialmente y sintéticamente recordadas en este escrito; a esto se añade que lo anteriormente expuesto ha hecho posible la debilitación de la fe en el dogma de la Presencia real, y la multiplicación de los sacrilegios, por otra parte facilitados por la práctica –ahora difundida e incluso impuesta– de la “comunión en la mano”.
Íntimamente confiados en la divina indefectibilidad del papado, partícipes de las vicisitudes de un tiempo indolentemente ignorante de los tremendos peligros espirituales que se ciernen sobre la vida de los individuos y de las naciones, y culpablemente olvidadizo de los castigos preanunciados en Fátima por la Virgen Santísima, rezamos para implorar de Dios la gracia de vivir con renovada intensidad la virtud teologal de la esperanza. Su fuerza sobrenatural, preservándonos de la tentación de identificar nuestra fidelidad a la Iglesia romana con la búsqueda de inadmisibles razones destinadas a justificar las defecciones de la jerarquía, contribuirá a conformar el mundo a la realeza social del Verbo Encarnado, autor de una promesa que es inexorable sello y cumplimiento de la historia: “Portae inferi non praevalebunt” (“Las puertas del infierno no prevalecerán”).
R.P.
Fuente: Sí Sí No No
[Traducido por O.D.Q.A. en Adelante la Fe]