El nuevo matrimonio y el cambio de su fin primario - Palabras de Monseñor Lefebvre

Fuente: Distrito de México

El matrimonio siempre se ha definido por su fin primario: la procreación; y por su fin secundario: el amor conyugal. Pues bien, en el Concilio Vaticano II, quisieron cambiar esta definición y decir que ya no había un fin primario, sino que los dos fines que acabo de mencionar valen igual. El que propuso este cambio fue el cardenal Suenens y aún me acuerdo cómo el cardenal Brown, superior general de los dominicos, se levantó para decir:

“Caveatis, caveatis! [¡Cuidado, cuidado!] Si aceptamos esta definición, vamos a ir contra toda la Tradición de la Iglesia y a pervertir el sentido del matrimonio. No podemos modificar las definiciones tradicionales de la Iglesia”.

Entonces citó varios textos para apoyar su advertencia y se suscitó una grave moción en la basílica de San Pedro. El Santo Padre le pidió al cardenal Suenens que moderara los términos que había empleado e incluso que los cambiara. Pero de todos modos, la constitución pastoral Gaudium et Spes no deja de tener un párrafo ambiguo, en el que se pone el acento en la procreación “sin subestimar por eso los otros fines del matrimonio”. El verbo latino posthabere se puede traducir: “sin colocar en segundo lugar los otros fines del matrimonio”, que significa ponerlos a todos al mismo nivel. Así es como quieren entender hoy el matrimonio, y todo lo que se dice de él tiene que ver con la falsa noción que expresaba el cardenal Suenens. Según ella, el amor conyugal -que no ha tardado en llamarse simplemente y de manera mucho más cruda “sexualidad”- es el primero de los fines del matrimonio. La consecuencia es que, en nombre de la sexualidad, todo está permitido: anticoncepción, control de natalidad y, finalmente, el aborto. Una mala definición basta para provocar un desorden total.

La Iglesia, en su liturgia tradicional, le hace rezar al sacerdote: “Señor, asistid con vuestra bondad a las instituciones que habéis establecido para la propagación del género humano…”

La Iglesia había escogido el trozo de la Epístola de San Pablo a los Efesios que precisa las obligaciones de los esposos y explica que sus mutuas relaciones son una imagen de las relaciones que unen a Cristo con su Iglesia. Pero ahora, con mucha frecuencia, se invita a futuros esposos a que compongan su Misa, sin obligarlos a elegir una epístola de la Sagrada Escritura. Así que, en lugar de ese texto, pueden poner cualquier otro, o un pasaje del Evangelio que no tenga ninguna relación con el sacramento que van a recibir. El sacerdote, en su sermón, procura no hablar de las obligaciones de los esposos, para no presentar una imagen poco atractiva de la Iglesia y, a veces, por no chocar a los divorciados que están en la ceremonia.

Lo mismo que en el caso del bautismo, se han realizado experiencias de matrimonios “por etapas” o de matrimonios “no sacramentales” que escandalizan a los católicos. Son experiencias toleradas por los mismos obispos, siguiendo esquemas preparados por los organismos oficiales, y aprobados por los responsables diocesanos. Una ficha del Centro Jean-Bart indica cómo se pueden hacer, por ejemplo:

“Lectura del texto: lo esencial es invisible a los ojos (Epístola de San Pedro). No hubo intercambio de consentimientos, sino una liturgia de la mano, signo del trabajo y de la solidaridad obrera. Intercambio de los anillos (sin bendición) en silencio. Alusión al oficio de Robert: aleación y soldadura (es un fontanero). El beso. El Padrenuestro rezado por los creyentes que asisten. El Avemaría. Los jóvenes esposos ponen un ramo de flores ante la imagen de la Virgen”.

¿Para qué habría instituido Nuestro Señor sacramentos? ¿Para que luego los reemplacen por esta clase de ceremonias sin ningún elemento sobrenatural, salvo las dos oraciones al final? Hace algunos años se habló mucho de Lugny en la región del Saône-et-Loire (Francia). Para justificar la “liturgia de acogida” decían que la intención era darles a las parejas jóvenes el deseo de volver a la iglesia para casarse ya de modo formal. Pero a los dos años, de unos 200 “matrimonios” falsos, no volvió ninguno para regularizar su situación. Y aunque hubieran vuelto, el párroco de ese lugar durante dos años habría estado oficializando y garantizando, aunque no lo bendijese, algo que es un simple concubinato. Una encuesta de origen eclesiástico reveló que en París el 23% de las parroquias ya habían hecho este tipo de celebraciones no sacramentales con parejas de las que uno, o los dos, no era creyente, y eso para complacer a las familias, y a veces a los mismos novios, por cuestiones de conveniencia social.

Es evidente que un católico no puede asistir a semejantes comedias. En cuanto a los que supuestamente se han casado así, siempre podrán decir que estuvieron en la iglesia y, a fuerza de ver que sus amigos hacen lo mismo, acabarán creyendo que su situación es regular. Los fieles desorientados se preguntan si, a fin de cuentas, no es mejor eso que nada.

Se va difundiendo la indiferencia. La gente está dispuesta a aceptar cualquier práctica, como por ejemplo, el matrimonio civil o, incluso, que los jóvenes vivan juntos -práctica a la que muchos padres dan pruebas de “comprensión”- y, al final, la unión libre. La descristianización total ha llegado al término de su camino, y a los esposos les faltarán las gracias del sacramento del matrimonio para educar a sus hijos, suponiendo que quieran tenerlos. Las rupturas de esos hogares, que no han sido santificados, se multiplican al punto de preocupar al Consejo Económico y Social, que en un informe reciente, muestra que hasta la sociedad laica se da cuenta de que corre a su perdición por culpa de la inestabilidad de las familias o seudofamilias.

Monseñor Marcel Lefebvre+

CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS