El peligro del socialismo - Palabras de Monseñor Lefebvre
Nos parece provechoso examinar lo que hoy se llama socialismo. Claro que se puede dar al propio término de socialismo una definición nueva, más compatible con los principios de la Iglesia, pero en este modo de expresarse existe el peligro de adoptar en los hechos la doctrina socialista muy a nuestro pesar, pues el concepto socialista de la sociedad forma un conjunto lógico del que es muy difícil disociar los elementos.
No cuesta nada decir que se está a favor de un socialismo creyente o personalista, expresando así que se intenta repudiar un aspecto del socialismo. Sin embargo, si se quiere aplicar lógicamente su creencia a la vida pública y privada, hay que reconocer a Dios unos derechos sobre las personas, las familias y las sociedades; reconocer que estas realidades tienen en Él su origen y que, por consiguiente, la autoridad de los jefes de familia y de los responsables de la sociedad viene de Él y no reside esencialmente en el pueblo, todo lo cual supone afirmaciones contrarias a la teoría socialista.
Además, el socialismo no es solamente arreligioso, sino que la negación de Dios lo lleva a transferir supuestamente al pueblo soberano —aunque de hecho al Estado— los mismos atributos de Dios. Las decisiones del Estado se convierten en fundamento del derecho y ningún principio del derecho es superior al del Estado. Por eso legislará sobre el derecho de las personas —particularmente el de propiedad— sobre los derechos de las familias —educación de los hijos, régimen matrimonial, divorcio— y sobre las asociaciones civiles, culturales, religiosas, y todo esto según su sola voluntad. De este modo vemos qué difícil es no despreciar los derechos de Dios, cuando se legisla de un modo arbitrario sobre sus criaturas.
Es verdad que hay que ser social en el sentido de buscar el bien común para el progreso y bienestar de todos los ciudadanos, pero la coacción que sufren aquellos mediante las leyes que pretenden dejar en manos del Estado toda iniciativa en la actividad económica, social y cultural, es absolutamente contraria a su expansión y su progreso.
El buen ordenamiento y la unidad del Estado no exigen la supresión de las iniciativas privadas, aunque el Estado —mediante su organización y armonización— dirigirá su participación y actividad para lograr un progreso rápido y espontáneo de la sociedad entera, y eso con gastos considerablemente reducidos. El socialismo, al poner todo en manos del Estado, asfixia a la sociedad con reglamentos y la aplasta con impuestos, pues su gestión requiere una burocracia monstruosa.
Al igual que Dios ha puesto riquezas insospechadas en la naturaleza, también ha puesto riquezas de inteligencia, de arte, de espíritu de empresa, de ingenio, de caridad y de generosidad en las mentes y corazones de los hombres; riquezas insondables que, para desarrollarse y alcanzar toda su eficacia, deben permanecer en el marco natural que Dios ha establecido. Si el Estado tiene algún derecho sobre el hecho sobre el uso de tales riquezas en vistas al bien común, al querer apropiárselas y estatizarlas… las extingue —¡tal como ocurriría si quisiese desplazar un manantial de su lugar de origen o trasplantar un árbol frutal desde su buena tierra para ponerlo en su casa y aprovechar sus frutos! Dios, en su sabiduría, ha asignado a cada cual su papel, sus competencias y sus responsabilidades. Al querer reemplazar a Dios, el hombre destruye todo.
Es verdad que es alentador ver que un buen número de gobiernos africanos, aunque afirman que se inspiran en el socialismo, han renegado públicamente de su ateísmo. Es de desear que este reconocimiento de Dios no se limite al derecho de honrarlo públicamente, sino que se extienda también al reconocimiento de los fundamentos y de los principios del derecho natural depositados por Él mismo en la naturaleza de las personas, de las familias y de las sociedades; principios que los responsables de la sociedad pueden precisar por un derecho positivo, pero no pueden ignorarlos sin destruir la obra de Dios y, por lo mismo, introducir injusticias, cuyas víctimas suelen ser los que no cuentan con medios para hacer valer sus derechos.
Tales son las consideraciones que nos ha parecido oportuno someter a vuestra reflexión, queridos diocesanos, con toda caridad y solicitud, para así esclarecer bien la orientación de vuestros pensamientos, según la siguiente advertencia de Nuestro Santo Padre Juan XXIII: “Es culpable no solamente el que desfigura deliberadamente la verdad, sino también el que, por miedo a no parecer íntegro y moderno, la traiciona por la ambigüedad de su actitud”.
Palabras de Monseñor Marcel Lefebvre
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