El poder de la mediación de la Virgen María

Fuente: Distrito de México

Si Jesús no le negó nada a su Madre en la tierra, ¿cambiará de actitud en el Cielo? Si realizó el magnífico milagro de las Bodas de Caná, aunque todavía no era la hora, podemos tener la certeza de que ahora ese tiempo sí ha llegado. ¿Habrá perdido Ella su poder en la cúspide de la gloria? ¿Sus virtudes incomparables recibirán como premio menos crédito frente a Dios? Aquel que se sometía a sus órdenes en la tierra, ¿rechazará sus oraciones en el Cielo?. Así pues, tengamos la seguridad de que si recurrimos a María, seremos atendidos en cualquier circunstancia.

Las páginas del Antiguo Testamento están perfumadas por las hazañas de santas mujeres que edificaron a las sucesivas generaciones del pueblo elegido. todas ellas prefiguran bajo algún aspecto a la Virgen madre, y anticipan el insuperable ejemplo de maría santísima en la práctica de las virtudes.

Así fueron Rut, la moabita, la casta Susana y Judit, la cual venció al terrible Holofernes cuando los gobernantes de Israel preparaban la entrega de la ciudad. Lo mismo ocurrió con Ester: aunque frágil, se mostró sensible a las súplicas de su tío mardoqueo para interceder ante el rey a fin de salvar del exterminio a los israelitas. Rezó, pidió fuerzas y, arriesgando su vida, obtuvo la complacencia del rey, dejando patente el amor que sentía hacia su pueblo. Estas prefiguras, como todo símbolo, son inferiores a aquello que representan, pero revelan aspectos del alma inigualable de la Virgen María. A partir del momento en que “Dios Padre reunió todas las aguas y las llamó mar, reunió todas las gracias y las llamó María”, cualquier perfección existente en el universo creado ‒a excepción de Jesucristo, el Hombre Dios‒ es insuficiente cuando se la compara debidamente con la madre de Dios. Con este enfoque debemos analizar el evangelio de las Bodas de Caná, en donde la falta de vino dio ocasión al primer milagro de Cristo, por mediación de María.

EL MILAGRO DE LAS BODAS DE CANÁ

 

No es extraño que el primer milagro del Señor haya sucedido durante una fiesta matrimonial, porque en aquellos tiempos se otorgaba a las ceremonias nupciales una solemnidad extraordinaria, motivada por la espera del Mesías que llegaría a salvar al pueblo judío. Los nuevos esposos se unían esperando figurar en el linaje del salvador, y la esterilidad era considerada un verdadero castigo. Según la costumbre vigente, los preparativos de un casamiento empezaban con un año de antelación, reuniéndose los padres de los prometidos para definir el contrato matrimonial y todo lo relacionado al patrimonio, a fin de garantizar la estabilidad del nuevo hogar. Normalmente el banquete de bodas se realizaba después del atardecer y la novia se dirigía en procesión hasta su nueva morada, precedida por amigas llevando lamparitas, con canciones y demostraciones de alegría. Los festejos tenían características sui generis en aquel entonces y muchas veces se prolongaban una semana entera, siendo frecuente la presencia de gran número de invitados.

JESÚS Y MARÍA SON INVITADOS A UN CASAMIENTO

 

...se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado.

Caná distaba diez kilómetros de nazaret y era una ciudad más importante que ésta. La madre de Jesús seguramente tenía relaciones de amistad con la familia de alguno de los novios, o como opina el padre Jourdain, “se puede pensar que María estaba unida por lazos de parentesco cercano a las familias del joven matrimonio y habiendo sido invitada por esta razón, creyó su deber acudir”. Nuestro Señor la acompañó, llevando consigo a sus primeros discípulos: Juan, Santiago, Pedro, Andrés, Felipe y Bartolomé. El objetivo de la presencia de Jesús y de su madre lo explica el ya citado padre Jourdain: “Jesucristo se dignó ir a las bodas de Caná, ya para honrar el matrimonio, como los Santos Padres son unánimes en enseñar, ya para elevarlo a la dignidad de sacramento y mostrar ante la Iglesia y el mundo que sin la presencia del Hijo de Dios y de su Madre Santísima, no hay nupcias santas ni agradables a Dios”. Pero analizaremos especialmente el papel de la Santísima Virgen. 

En el comentario a este versículo se destaca una característica del espíritu católico: la consideración de que la existencia humana, vivida en la observancia de la ley de Dios, ha de ser agradable, tener sus gozos y consuelos. Acudiendo a la fiesta, nuestro señor y la Santísima Virgen demostraron que “las legítimas expansiones de la vida doméstica son santas” y que “el espíritu cristiano no es huraño ni antisocial”.

La temperante alegría de la buena comida, el casto placer de la mesa y otros deleites lícitos como la música o un ambiente decorado con buen gusto están muy de acuerdo con el espíritu de la iglesia, puesto que propician el progreso en el amor a Dios. En aquellas bodas santificadas por su presencia, es inconcebible que el señor y la Virgen hayan pasado desapercibidos. su rostro, su porte, sus maneras y sobre todo su mirada debían traslucir la inconmensurable superioridad de ambos. Debía rodearlos una inevitable aureola sobrenatural, atrayendo la discreta curiosidad de los comensales. Nuestro Señor, afirma el Padre Gardeil, “por la paz que esparcía, más que por sus milagros o afirmaciones, probaba que era el Hijo de Dios”.

SIEMPRE DESEOSA DE HACER EL BIEN A LOS DEMÁS 

 

Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”.

De acuerdo a la costumbre judía, las mujeres no se sentaban a la mesa en los banquetes, sino que permanecían separadas de los hombres preparando los alimentos. A las damas mayores incumbía supervisar el trabajo de las más jóvenes, tomar los cuidados necesarios y coordinar el servicio de la mesa. Entre aquellas debía encontrarse la Madre de Dios, ya que el tenor de este versículo sugiere que estaba ayudando a los anfitriones para el buen éxito de la fiesta. Despreocupada de sí misma, como siempre, María Santísima prestaba atención a todo, deseosa de hacer el bien a los demás. Fue entonces cuando percibió, tal vez sin que nadie se lo dijera, una situación embarazosa: no había más vino. ¡Qué vergüenza para los anfitriones!

¡Qué decepción tan grande cuando se diera a conocer la noticia! Pero eso no llegó a ocurrir porque, como dice san Bernardino de Siena, “el Corazón de María no podría ver una necesidad, una angustia”, e incluso sin que se lo rogaran “interviene pidiendo un milagro para librar de dificultades a esos humildes esposos”.

La santísima Virgen lo interpretaba todo con sabiduría, y consideró que la providencia había permitido la falta de vino para brindar a Jesús la ocasión de manifestar su divinidad. “Él no había hecho todavía ningún prodigio, pero Ella no duda de su poder sobrenatural, y su comunicación conlleva una súplica para que haga lo posible, incluso un milagro” ‒ comenta Beringer. Los profesores jesuitas acentúan que “en su intuición de Madre y de Virgen iluminada, percibió la llegada de la hora para que Jesús revelara el secreto mesiánico, oculto por tantos años. La despedida anterior, el bautismo, la predicación de Juan y los discípulos que seguían a Jesús; todos estos episodios le dicen que ha comenzado una etapa nueva: la Vida Pública”.

Por otra parte, Nuestro Señor ya habría revelado a su madre el gran misterio de la eucaristía, quizá para consolarla por toda la pasión que Él debía atravesar y el abandono de casi quince años que ella habría de soportar en la tierra. Por tanto, María, que estaría ansiando el momento de comulgar, pudo pensar que la falta de vino era ocasión propicia para adelantar la institución de la eucaristía.

PREFIGURA DEL MILAGRO EUCARÍSTICO

 

Jesús le respondió: “Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía”.

La palabra “mujer” que Jesús emplea en su respuesta suena un poco dura a nuestros oídos, pero en el lenguaje de ese tiempo demostraba, en cambio, respeto y solemnidad, incluso gran estima y hasta un matiz de ternura. No era raro usarla para dirigirse a princesas y reinas. Nuestro señor había comprendido claramente la insinuación de su madre, y al usar la palabra “mujer” para dirigirse a ella quiso “alejar de sí mismo toda sospecha de amor humano para hacer el milagro”, como afirma maldonado. Los profesores de la Compañía de Jesús comparten esa opinión: “Jesús no niega el milagro que le fue pedido; niega que lo vaya a realizar por un motivo meramente humano. Él se mueve en todo por la voluntad de su Padre celestial”.

Evidentemente, el señor debía sentirse apenado también con la situación de esas familias, pero quería instruir a sus discípulos y asociar a la Virgen a su obra, mostrando el papel decisivo de la mediación de su madre.

No cabe duda que lo alegró escuchar la petición de María y, según la exégesis del renombrado P. Lagrange, respondió como diciendo: “Dejadlo a mi cargo, todo irá bien. […] con más dignidad en el tono, pero sin duda también con mayor afecto en la modulación de la voz”. Al precisar que su hora no ha llegado aún, Cristo declara que todavía es muy pronto para instituir la eucaristía. Además ‒argumenta san Juan Crisóstomo‒ no siendo conocido aún como el Mesías, no era el momento de manifestarse haciendo un milagro.

LA CONFIANZA EN LA VIRGEN DEBE SER TOTAL

 

Pero su Madre dijo a los sirvientes: “Hagan todo lo que Él les diga”.

María conocía muy bien el sagrado Corazón de Jesús, hoguera ardiente de caridad, engendrado en el templo sublime de su claustro materno. “Por conocer privilegiadamente, como Madre, el Corazón de su Hijo, sabe que será atendida y recomienda a los sirvientes hacer todo lo que Él les mande. Y así, por petición de María se anticipa excepcionalmente la hora de los milagros de Cristo”. Es la eficacia de la omnipotencia suplicante. Esto muestra que debemos confiar sin restricción en la Virgen, incluso cuando parezca que merecemos el rechazo de nuestro Señor. Ella vendrá en nuestro socorro cuando también “nos falte el vino”, porque el poder de impetración de la mediadora de todas las gracias, por designio divino, es absoluto. El Redentor prometió, llevado por su bondad insondable, que “todo lo que pidáis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (san Juan, 14, 13). Y si esto es válido para nosotros, concebidos en pecado original y manchados con tantas miserias, ¿cómo no lo será en un grado más elevado para su incomparable madre?

Si Jesús no le negó nada en la tierra, ¿cambiará de actitud en el Cielo? Si realizó ese magnífico milagro aunque todavía no era la hora, podemos tener la certeza de que ahora ese tiempo sí ha llegado, porque está en el Cielo como Sacerdote eterno junto al Padre para interceder por nosotros (cfr. Hebreos, 4, 14). Allí está para atender nuestras solicitudes, permanece allí a merced de los pedidos de maría. Concluye muy bien el piadoso Cardenal de la Luzerne: “¿Habrá perdido Ella su poder en la cúspide de la gloria? ¿Sus virtudes incomparables recibirán como premio menos crédito frente a Dios? […] Aquel que se sometía a sus órdenes en la tierra, ¿rechazará sus oraciones en el Cielo?”. Así pues, tengamos la seguridad de que si recurrimos a María, seremos atendidos en cualquier circunstancia.