El Santo Rosario: remedio a los males que nos afligen

Fuente: Distrito de México

El mes de octubre es tradicionalmente consagrado al Santo Rosario, por lo tanto, a lo largo de este mes publicaremos varios artículos relacionados con esta hermosa devoción, tan amada por Nuestra Señora y tan provechosa para nosotros. Esta vez, es el R.P. José María Mestre, de la FSSPX, quien nos habla de las maravillas del Rosario.

Así deploraba el Papa León XIII los males que combaten a la Iglesia:

Deploramos los males de todos conocidos: los sacrosantos dogmas, que guarda y comunica la Iglesia, son atacados despiadadamente; la integridad de la virtud cristiana, que ella defiende, es ridiculizada; y el ataque contra el mismo Cristo Dios se lleva a cabo con una osadía desvergonzadísima y crimen nefando, como quien se esfuerza por arrasar hasta en sus fundamentos su divina obra de la redención, cosa que jamás fuerza alguna podrá conseguir. Angustia y tortura además mucho más terriblemente al alma considerar que tan grandes y lamentables males se originan principalmente de que, en el gobierno de la sociedad, o no se cuenta para nada con la Iglesia, o de intento se hostiliza su saludabilísima influencia.

En otros tiempos, las oraciones de los cristianos solían ser más intensas y frecuentes, cuando las malas artes y violencia de los malos desencadenaban alguna tormenta sobre la Iglesia santa o sobre su jerarca supremo. Y prosigue: de todas las oraciones que hay que dirigir a Dios en tiempos tan calamitosos, hay que escoger aquella que más poder tenga sobre su corazón. Ahora bien, no hay duda de que la oración más eficaz es la que dirigimos a la Virgen Santísima, todopoderosa sobre el Corazón de Dios. Y entre las fórmulas y maneras de agasajar a la divina Madre, puesto que hay que preferir las que conocemos que en sí mismas son mejores y a Ella más gratas, nos place señalar expresamente el Rosario e inculcarlo encarecidamente. De esta manera Nuestra Señora aparecía una vez más, como otras tantas veces en la historia, como la única que ha recibido de Dios el poder de aplastar las herejías de todo el mundo.

Y León XIII apoyaba su convicción en dos grandes ejemplos: el primero, la herejía de los albigenses, que se manifestó en el sur de Francia hacia fines del siglo XII, y que, bajo apariencia de pureza y santidad, arrasó totalmente la fe y la virtud de los corazones: La secta de los herejes albigenses había invadido muchas regiones, ora descubierta, ora clandestinamente; espantosa hija de los maniqueos, cuyos pésimos errores hacía revivir, y cuyas hostilidades, matanzas y odio mortal contra la Iglesia renovaba. Apenas se podía contar ya con auxilios humanos que hiciesen frente a muchedumbre tan perniciosa e insolente, cuando providencialmente nos vino de Dios la ayuda por medio del Rosario mariano. Así, con el favor de la Virgen, gloriosa vencedora de todas las herejías, las fuerzas impías fueron arruinadas, la fe de muchísimos salvada. El segundo ejemplo es, evidentemente, el de la batalla de Lepanto, en el que la Iglesia, terriblemente afligida por las incursiones del Islam, alcanzó una sonora victoria contra él gracias al Santo Rosario.

Cabe aquí subrayar cómo el cielo confirmó lo muy acertado que estaba León XIII al ver en el Rosario el gran remedio a los males que sufre la Iglesia; pues en Fátima, Nuestra Señora, venida en ayuda de la Iglesia, pide también el rezo de esta devoción que le es tan agradable.

Insiste también León XIII en que dos son los grandes frutos generales del rezo del Santo Rosario: la conservación de la fe católica, y la práctica de la virtud. Más en particular, tres son los frutos que alcanzará la familia cristiana, frente a los tres males más funestos para la vida cristiana: el disgusto de una vida modesta y activa; el horror al sufrimiento, y el olvido de los bienes eternos.

Al estar desequilibradas todas las partes de la sociedad, y carcomidas por el odio y la envidia, engañadas por falsas esperanzas y turbadas por sediciones, nadie soporta ya ninguna disciplina, a no ser que se preste a sus intereses; los obreros huyen del trabajo, aspiran más alto, descontentos como están de su suerte, y desean una quimérica igualdad de fortunas; los habitantes de los campos, movidos por el mismo deseo, dejan la tierra para ir tras el tumulto y fáciles placeres de las ciudades.

Contra este mal se encuentra remedio en los misterios gozosos del Rosario: que se represente la casa de Nazarét ante los ojos de los hombres. ¡Qué modelo tan hermoso para la vida diaria! Reinan ahí la sencillez y la pureza de las costumbres; un perpetuo acuerdo en los pareceres; un orden que nada perturba; la mutua indulgencia; el amor, en fin, no un amor fugaz y mentiroso, sino fundado en el cumplimiento asiduo de los deberes recíprocos y verdaderamente digno de cautivar todas las miradas. Allí, sin duda, occúpanse en disponer lo necesario para el sustento y el vestido; pero es “con el sudor de la frente”, y como quienes, contentándose con poco, trabajan más bien para no sufrir del hambre que para procurarse lo superfluo.

La mayor parte de los hombres se forja la idea de un Estado donde no debería haber nada desagradable, y donde se gozaría de todos los bienes que esta vida puede dar de sí; deseo que, al no ser realizado, debilita considerablemente las almas, haciéndolas huir cobardemente de los males de la vida presente, o abatirse por ellos.

A esto tenemos remedio en los misterios dolorosos del Santo Rosario, que nos muestran que, al igual que nuestro divino Maestro, “sufrir mucho es propio del cristiano”; y aprenderemos a resignarnos con paciencia a los males de esta vida, a llevar con paciencia las cruces, y a considerarlas incluso como un favor del cielo.

Los hombres de hoy, incluso los instruidos en la fe cristiana, se adhieren en su mayor parte a los bienes fugaces de la vida presente, no sólo como si se hubiese borrado de su alma la idea de una patria mejor, de una bienaventuranza eterna, sino como si quisieran destruirla enteramente a fuerza de iniquidades.

Evitará este peligro el que medite asiduamente los misterios gloriosos del Santo Rosario, en que nuestro espíritu recibe la luz necesaria para conocer los bienes que no ven nuestros ojos, pero que Dios “prepara a quienes lo aman”. Aprenderemos que la muerte no es un aniquilamiento que nos arrebata y que nos destruye del todo, sino una emigración, un cambio de vida. Percibimos claramente que hay una ruta para el cielo, abierta por Cristo, y la gloria que allí nos espera si, juntamente con Cristo y con María, hemos sabido batallar generosamente.

Como conclusiones de lo dicho:

Es la Santa Iglesia de Dios la que, por boca de León XIII, nos pide establecer en nuestras familias la devoción mariana del Santo Rosario: Repetimos, afirmamos y proclamamos que tenemos cifradas nuestras mejores esperanzas en merecer por el rezo del Rosario los auxilios que necesitamos. ¡Quiera Dios que en todas partes se restablezca, según nuestros deseos, el prístino honor de esta sagrada devoción! ¡Que en las ciudades y aldeas, en las familias y talleres, entre los nobles y modestos se ame entrañablemente y se practique, como preclaro santo y seña de la fe cristiana y óptima protección para alcanzar la divina clemencia!

Esta devoción ha de ser ofrecida, especialmente en el mes de octubre, por las grandes intenciones de la Iglesia: por la libertad y exaltación de la Santa Madre Iglesia, por el triunfo de la fe católica, por la conversión a la Iglesia de los herejes y cismáticos y por la conversión de los pobres pecadores.

Por medio de esta devoción las familias cristianas alcanzan para sí y para cada uno de sus miembros las dos grandes gracias que aseguran nuestra salvación: la pureza de la fe y la práctica de la virtud. Particularmente, como hemos visto, evitamos las tres concupiscencias del mundo, y orientamos nuestras almas a los verdaderos bienes eternos.

De consiguiente, que los fieles, a vuestra imitación y ejemplo, acudan y concurran durante el mes de octubre a los altares engalanados de la augusta Reina y benignísima Madre, y le entretejan y ofrezcan, como buenos hijos, las místicas guirnaldas del Santo Rosario, para que se extienda el catolicismo, las naciones descarriadas vuelvan a las costumbres y normas cristianas, la Iglesia consiga la libertad y goce de la tranquilidad que le es debida, y las almas alaben a coro a María, y todo lo esperen por María.

R.P. José María Mestre, FSSPX