Fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús - 3 de octubre

Fuente: Distrito de México

El 3 de octubre celebramos la fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897), patrona de las misiones y doctora de la Iglesia. Una de las santas contemporáneas más importantes por su sencillez y, a la vez, profundísima espiritualidad.

Bien conocida es la vida de este ángel de candor, llamada la «florecita del Carmelo». Ella misma la escribió por orden expresa de su superiora, la Madre Inés de Jesús, en 1895 y 1896, y fue publicada con el título de «Historia de un alma», en el año 1898. Completada luego por los informes que facilitó la familia y los que se tomaron del proceso de canonización, constituye el principal documento de la vida de la Santa.

Su padre, Luis Martín, nació en Burdeos el año 1823 y a los veinte años solicitó el ingreso en los canónigos regulares de San Agustín del Monte San Bernardo de Suiza. No pudo admitirle el prior por no haber cursado el joven los estudios de latinidad, y así, de regreso a Alençón, prosiguió el aprendizaje de relojero que había empezado. La madre, Celia Guerin, «maestra de punto», de Alençon, también trató de ingresar en la Congregación de Hijas de la Caridad, pero la Superiora del Hospital de Alençon le declaró que su vocación era vivir como buena cristiana en el mundo. Celebróse el matrimonio el 13 de julio de 1858, en la iglesia de Nuestra Señora de Alençon. Ambos consortes practicaban sus deberes cristianos sin ostentación, pero con entereza y piedad.

En pocos años alegraban el hogar nueve hijos, cuatro de los cuales no tardaron en ir a juntarse con los coros angélicos; los cinco restantes se consagraron a Dios en la vida religiosa. Cada hijo era, al nacer, consagrado a María, y recibía en el bautismo el nombre de la Reina del cielo. Cuando la cuarta hijita, María Elena, aun de corta edad, hubo muerto, los padres pidieron al Señor un misionero. Dos infantitos vinieron sucesivamente a ocupar un puesto en la familia; pero, al igual que la niñita que les siguió, no hicieron más que aparecer y volar al cielo. El «misionero» tan deseado iba a ser el noveno y último vástago de la familia. 

INFANCIA DE TERESA — MUERTE DE SU MADRE 

Ese noveno vástago fue una niña que nació el 2 de enero de 1873, en Alençon, y que fue bautizada dos días después en la iglesia de Nuestra Señora. Recibió los nombres de María Francisca Teresa y actuó de madrina su hermana mayor María Luisa. Teresa era de salud muy delicada. Para sacarla adelante, su madre, agotada ya, hubo de confiarla a una nodriza, campesina robusta y muy experimentada. De regreso al hogar paterno, la niña, a quien el padre llamaba «su reinecita» y la madre calificaba de «diablillo» y de «huroncito», lo llenaba todo de alegría por su amable sonrisa, su corazón afectuoso y su piedad precoz.

Contaba apenas cuatro años y medio cuando murió su madre. Escuchaba en silencio lo que se decía en torno suyo, aunque sin comprenderlo bien, y se daba cuenta de la inmensa desventura que alcanzaba a la familia. Esta dolorosísima muerte trocó por completo el carácter de Teresita. Ella, tan decidora y tan alegre hasta entonces, volvióse tímida, retraída y sensible en extremo. Sin embargo, los años que transcurren desde 1877 hasta finales de 1886, son para la niña un paréntesis en el penar, una época no interrumpida de tiernas efusiones en la familia y de goces purísimos al recibir la primera Comunión. 

 

PRIMERA COMUNIÓN  

El ingreso en la vida religisa de la segunda hija del señor Martín, fue para su «reinecita» causa de grave enfermedad, enfermedad misteriosa a la cual, por divina licencia, no era ajeno el tentador. Acometiéronle dolores continuos de cabeza que, unidos a su extremada sensibilidad, la inutilizaban por completo; no obstante, prosiguió los estudios con toda aplicación. AI año siguiente, por Pascua, empeoró y fue presa de violentas crisis, hasta el punto que se temió por su vida.

En tal estado, decía cosas ajenas a su modo de pensar y hacía otras como forzada por superior impulso; quedábase desvanecida horas enteras y parecía estar delirando de continuo; visiones terroríficas le arrancaban espantosos gritos; a veces no conocía a su hermana María, que la cuidaba, ni a los demás parientes. El padre, inconmovible como una roca en su fe, mandó celebrar una novena de misas en Nuestra Señora de las Victorias de París. Durante la novena y en un momento de crisis en extremo violenta y fatigosa, las tres hermanas de la enfermita cayeron de hinojos ante una imagen de la Reina del Cielo que adornaba la sala; mientras oraban, vio Teresa cómo la estatua o, por mejor decir, la Soberana de los Ángeles en persona, le sonreía, se adelantaba radiante hacia ella y la miraba con indecible amor. Ante espectáculo tan maravilloso, prorrumpió en llanto consolador y logró, al fin, distinguir a sus hermanas: la Virgen Santísima acababa de curarla.

Pasados breves días de discretas alegrías y distracciones, convenientes para ayudarla al total restablecimiento, y mejor dispuesta que nunca a reanudar su vida de intimidad con Jesús, prosiguió Teresa los estudios, aplicándose con todo esmero bajo la dirección atenta y delicada de su hermana María, a disponer su alma para la primera Comunión. Bien se adivina el fervor y el cuidado escrupuloso con que haría los ejercicios preparatorios a la primera Comunión.

Llegó, por fin, el 8 de mayo de 1884, en que le cupo la dicha de participar en el divino Banquete. Por la tarde de ese día feliz, llevóla su padre al Carmelo para ver a Paulina, que aquella mañana misma se había consagrado, como esposa, a Jesucristo. Teresa la contempló embelesada, envuelta en níveo velo como el suyo y ceñida la cabeza por una corona de rosas. Un mes después recibió la Confirmación. Muy necesaria le era tal gracia, pues las pruebas de todo género no habían de abandonarla por espacio de varios años en forma, sobre todo, de molestos escrúpulos. Mucho la afectó también la entrada, en el Carmelo, de María, su hermana mayor (octubre de 1886). Recibida la confirmación, solicitó el ingreso en las Hijas de María. Por la Navidad de 1886, obróse en Teresa un cambio sensible; recobró la fortaleza de alma que perdiera con ocasión de la muerte de su madre y triunfó decididamente de sí misma, con lo cual emprendió a pasos agigantados el camino de la perfección. 

INGRESA EN EL CARMELO DE LISIEUX  

La priora del Carmelo, Madre María Gonzaga, no opuso reparo a la admisión de la postulante, pero el superior eclesiástico de la comunidad no autorizaba el ingreso hasta los veintiún años. Ante semejante contrariedad no se dio por vencida la niña, y acompañada de su padre fuése el 31 de octubre a pedir audiencia al obispo de Bayeux y de Lisieux. Una vez en su presencia, Teresa solicitó con gran fervor autorización de ingresar a los 15 años en el Carmelo, pero el prelado no juzgó conveniente manifestar su pensamiento en el acto y prometió hacerlo más tarde. En la audiencia pontificia del 20 de noviembre, arrodillada la santa niña a los pies del papa León XIII, le dijo: «Santísimo Padre, en honor de vuestro jubileo, permitidme ingresar en el Carmelo a los 15 años». «Hija mía, haz lo que dispongan los Superiores... que, si Dios quiere, ya ingresarás», fue la contestación del Sumo Pontífice. Ante evasivas como éstas, Teresa se entristecía mucho, pero no perdía la calma y, sumisa y confiada, se remitía a la Divina Providencia. Por fin, el 9 de abril de 1888, día en que se celebraba la fiesta —trasladada— de la Anunciación, el señor Martín acompañó a su «reinecita», la nueva sierva del Señor, a la capilla del Carmelo. Toda la familia comulgó, incluso Leonia, que circunstancialmente se hallaba en casa; terminada la misa, la postulante fuése presurosa a llamar a la puerta del monasterio y abandonó definitivamente el mundo para vivir en adelante consagrada al amor de Jesús. 

ÚLTIMA ENFERMEDAD Y MUERTE DE LA SANTA 

En la noche del Jueves al Viernes Santo (2-3 de abril 1896) Teresa arrojó sangre por dos veces. Con ello quería darle a entender el Señor que su entrada en la vida eterna estaba cercana. De allí en adelante notóse que las fuerzas empezaban a faltarle; y tanto más cuanto que la heroica religiosa se empeñaba en seguir hasta el completo agotamiento los ejercicios de comunidad, pues todavía no sospechaba la gravedad de su estado. Para colmo de males, a los sufrimientos del cuerpo se le agregaron penas morales causadas por repetidos asaltos del demonio, particularmente tentaciones de amor y desconfianza. La enferma lo sufría todo resignada; estaba satisfecha de padecer por su Jesús; de inmolarse por las almas, por los sacerdotes y, aun más, si cabe, por los misioneros.

Hacia la primavera de 1897, los síntomas del mal fueron cada vez más alarmantes; el 8 de julio abandonó Teresa su aposento y se dirigió a la enfermería. En los postreros meses de su sacrificio, solía hablar del «caminito llano», del «caminito infantil» de toda buena carmelita. Anunció que, después de la muerte que debía unirla con Dios y dar principio a su felicidad eterna, haría caer sobre la tierra una «lluvia de rosas» y que pasaría la bienaventuranza eterna «haciendo bien a este mundo» (17 de julio).

El 30 del mismo mes, recibió la Extremaunción. Desde el 17 de agosto, los frecuentes vómitos la privaron de la dicha de la Sagrada Comunión. Teresa había deseado morir de amor a Jesús crucificado y su deseo fue atendido; el 30 de septiembre, sufrió penosa agonía, exenta de todo consuelo humano y divino: ello era debido al vehemente deseo de salvar almas. En ese mismo día, después del Angelus vespertino, dirigió una prolongada mirada a una imagen de María Santísima, y luego al Crucifijo, exclamando: «¡Oh cuánto la amo!» «¡Dios mío... os amo!» Fueron sus postreras palabras. Los funerales constituyeron un triunfo. Según su promesa, no tardó en caer sobre su tumba copiosa lluvia de rosas de milagros y favores, que aceleraron extraordinariamente su causa de beatificación. La canonizó Pío XI en 1925, y en 1927 la proclamó copatrona de las Misiones. La devoción a Santa Teresa del Niño Jesús hízose rapidísimamente popular, tanto por los extraordinarios y múltiples prodigios obrados en favor de sus admiradores, cuanto por la sencillez y encanto con que la santidad se transparenta en su vida.