Hombre desde el momento de la concepción
Concebido en el vientre de su madre, ese pequeño embrión, désele el nombre que se quiera, ya es un hombre. Si antiguamente se podía dudar de que hubiera una nueva vida humana en el vientre de una madre, con todo lo que eso significa, desde el momento de la concepción del niño, hoy la ciencia no nos deja lugar a dudas: interrumpir un embarazo voluntariamente, aunque fuera posible hacerlo en el primer momento de la concepción, sería asesinar un inocente y privarlo para siempre de la visión de Dios. Tal crimen no puede despenalizarse sin acarrearse terribles castigos para toda una nación.
La animación del embrión en la biología tomista
Este podría ser el título de todo un libro y estamos escribiendo apenas un artículo en una revista de divulgación, pero algo diremos. Al moralista y al teólogo les interesa enormemente precisar el momento en que el hombre recibe el alma espiritual y el instante en que la pierde. Pero determinar con precisión el instante de la concepción de un organismo vivo, con sus diferentes etapas, así como el instante de su muerte, no le pertenece propiamente al moralista ni a lo que se entiende comúnmente por un teólogo, sino al biólogo.
Y hoy que la moderna biología ha hecho progresos tan maravillosos, pareciera que la “Suma Teológica” de Santo Tomás de Aquino ya no tiene más qué decirnos. Mas no es ciertamente así.
La ciencia moderna perdió hace mucho tiempo la sabiduría, pues desconfió de la inteligencia y se apegó a la observación y a la medida. De allí que sus progresos se han visto reducidos al orden puramente corpóreo y material, que es sensible y cuantificable, perdiendo de vista toda realidad que se eleve sobre este horizonte, pues ya no sabe ver con la mente.
Perdió la capacidad de percibir, entonces, no sólo la realidad del alma espiritual, propia del hombre, sino también la de los principios animadores de los organismo vivos ‒el alma animal y vegetal‒ que, aunque dependen en su existencia de la organización material ‒a la que podríamos denominar físico-química‒, sin embargo, no sólo no se reducen a ella sino que, justamente, la organizan y gobiernan. Esta carencia no acarrea tantos problemas para la física, pero es una catástrofe en la biología.
Santo Tomás es un teólogo. Pero un teólogo no sólo se interesa por las cosas divinas, sino que se interesa por todo, pues todo es obra de Dios y sobre todo tiene algo que decir la teología.
Se interesó, entonces, y no poco, en la biología, penetrando con su prodigiosa mente los escritos de Aristóteles, que no sólo fue el Filósofo por antonomasia, sino que siempre se dedicó a la observación e investigación de los fenómenos vitales, tanto del hombre como de las plantas y animales.
Ni Aristóteles, por cierto, ni Santo Tomás disponían de microscopios electrónicos para observar la constitución de una célula, por lo que, en comparación a lo que se ha podido ver hoy, sus observaciones son muchas veces groseras.
Pero no se avergonzaban de usar la inteligencia, y ésta sí la tenían muy poderosa. Por este motivo es que la biología tomista tiene mucho que corregir y aprender de la biología moderna, pero es muchísimo más lo que la biología moderna tiene que aprender de Santo Tomás de Aquino.
Tiene que aprender a ver nada menos que el mismo principio vital, es decir, el alma, que es lo que explica y gobierna todo el fenómeno de la vida, pero que es una realidad que no aparece en la pantalla de ningún aparato, pues está por encima del orden puramente material. La diferencia entre un biólogo moderno ‒que sabe mucho de “adeenes” y nada de animación‒ y un biólogo verdadero, es más o menos la que existe entre un farmacéutico y un médico.
Pero vayamos a lo que en este momento nos interesa. Para Santo Tomás, el momento de la concepción del hombre no coincide con el momento de su animación, esto es, con el instante en que recibe su alma espiritual. El momento de la concepción es aquel preciso instante en que, habiendo obrado el esperma del padre sobre el óvulo de la madre, comienza a existir una nueva substancia que tiene vida independiente de la de sus progenitores.
Pero para Santo Tomás, siguiendo en esto fielmente a Aristóteles, este primer estado vital no es suficiente para recibir de Dios el alma espiritual, y deben pasar varios días y varios nuevos estados progresivamente superiores, para que el embrión esté dispuesto para el momento de su animación final, en que comienza a ser ahora propiamente una persona humana, animada de un principio vital de orden espiritual, único capaz de subsistir por sí mismo después de la muerte.
Las consecuencias de esta opinión respecto al crimen del aborto son muy importantes, porque si el aborto se produce después de la fertilización, pero antes de la última animación, no hay todavía un alma inmortal y no se pone en juego, entonces, su destino eterno. Los embriones congelados, por ejemplo, que existen por miles en las frankensteinianas clínicas modernas, no serían sino proyectos de seres humanos que no tendrían todavía alma espiritual.
La mayoría de los autores más recientes de corte tomista consideran obsoleta esta opinión de la “animación retardada”, dando por sentado que la recepción del alma espiritual coincide plenamente con el primer instante de la concepción ‒aunque muy generalmente, deslumbrados por las precisiones de la biología moderna, no las incorporan en el marco de la verdadera y necesaria doctrina tomista de las almas vegetativa, sensitiva y espiritual‒.
Algunos, sin embargo, vuelven a poner la “animación retardada” en valor por un motivo muy simple: disminuir el tremendo problema teológico y moral que implica la manipulación genética y el aborto. ¡Habría una inmensa multitud de almas que salen de sus cuerpitos sin la remota posibilidad del bautismo! Claro que los teólogos del primer género, después del Concilio Vaticano II, han solucionado este problema clausurando el limbo y enviando generosamente todas esas almitas al cielo, dejando de lado la doctrina dogmática de la exigencia del bautismo para la salvación.
¿Qué hay que pensar acerca de la tesis de la “animación retardada” si se quiere ser completamente fiel a Santo Tomás? Para nosotros no cabe duda que, dada la complejidad de la primera célula, no se hace necesario “retardar” el instante de la animación, distinguiéndolo del instante de la concepción. Las almas se distinguen por sus potencias. El alma vegetativa tiene como potencia básica la nutrición y el alma sensitiva el sentido del tacto.
Pero estas potencias no pueden darse sin un órgano corporal asociado a manera de instrumento, que supone necesariamente cierta complejidad estructural. Sería contradictorio pensar que un alma vegetativa anime una sustancia de estructura corporal tan simple ‒por ejemplo una solución salina‒ que no posea un sistema de nutrición y crecimiento. Y evidentemente el órgano del tacto supone algo todavía más complejo.
Para Aristóteles era fácil comprobar que un huevo de gallina fecundado, aunque a la vista no mostrara más complejidad que la de la clara y la yema, tenía la facultad de alimentarse de su propia sustancia y crecer en complejidad, lo que demostraba la presencia de, al menos, un principio vegetativo. Pero la simplicidad de lo que se observaba no justificaba la presencia de órganos de los sentidos, que parecen requerir la aparición de una incoación al menos de sistema nervioso.
De allí que, por la observación de las etapas de complejización de la estructura animal, Aristóteles fue estimando que sólo después de un tiempo se hacía posible la presencia de un principio de vida sensitiva. Pero si hubiera conocido la complejidad que tiene la estructura de una simple célula, no habría tenido dificultad en aceptar que desde el primer instante de la concepción ya se hacía presente el principio vital perfecto propio de la especie, ya sea vegetal, animal o humano.
Sí, en este aspecto es evidente que la biología tomista puede y debe progresar. Pero el gran defecto de la biología moderna es que no ve más que lo estrictamente material y pretende dar una explicación del fenómeno de la vida por sus estructuras y virtualidades puramente físico-químicas, lo que termina siendo una especie de mecanicismo cibernético.
Esto implica una gran ceguera intelectual. Una estructura molecular tan compleja como la de una célula, por las puras fuerzas físico-químicas sólo tendería a disgregarse. La multiplicación de células, su diversificación y especificación en un organismo de una complejidad infinitamente superior al de la célula inicial con que, por ejemplo, un gato comienza su vida, pide a gritos la presencia de un principio superior ‒el alma‒ que dirija todo este proceso, en el que se encuentre virtualmente contenido el diseño del organismo final. Pero, claro, si se reconoce la existencia de un principio de orden superior a todo proceso físico-químico, se da al traste con la teoría de la evolución, pues ya no habría manera de saltar del orden mineral al orgánico sin la intervención de un poderosísimo Creador.
Y así como la moderna biología se hecho incapaz de entender lo que es la vida, tampoco sabe lo que es la muerte, constituyéndose pésimo juez del instante en que se produce. ¡Qué necesidad tenemos de biólogos tomistas sin complejos de inferioridad frente a los avances científicos!
R.P. Álvaro Calderón
Tomado de la Revista "Iesus Christus" Nº 130,
correspondiente al año XXII, bimestre julio-agosto de 2010.
Fuente: Distrito de América del Sur