Honorio I: el controvertido caso de un papa hereje
El caso del papa Honorio es uno de los más polémicos de la historia eclesiástica. Como observa acertadamente el historiador de la Iglesia Emile Amann, en la extensa entrada que dedica a la cuestión de Honorio en el Dictionnaire de Théologie Catholique (vol. VII, coll. 96-132), es preciso enfocar el problema desapasionadamente y con la serena imparcialidad que debe la historia a los hechos pasados (col. 96).
Durante el pontificado de Honorio, que reinó entre 625 y 638, tuvo una importancia capital la cuestión del monotelismo, última de las grandes herejías cristológicas. Para complacer al emperador bizantino Heraclio, deseoso de garantizar la paz religiosa interna de su reino, Sergio, patriarca de Constantinopla, intentó llegar a un acuerdo entre la ortodoxia católica, según la cual en Jesucristo hay dos naturalezas en una sola persona, y la herejía monofisista, que atribuía a Cristo una sola persona y una sola naturaleza. La consecuencia del acuerdo fue una nueva herejía, el monotelismo, según la cual la doble naturaleza de Cristo actuaba movida por una sola operación y una sola voluntad. Se trataba de un semimonofisismo, pero la verdad es íntegra o no es verdad, y una herejía moderada sigue siendo una herejía. Sofronio, patriarca de Jerusalén, fue de los que denunciaron con mayor energía la nueva doctrina que banalizaba la humanidad de Cristo y conducía al monofisismo, condenado en el Concilio de Calcedonia (451).
Sergio escribió al papa Honorio para pedirle que a partir de entonces no se permitiera a nadie afirmar que en Cristo Dios Señor nuestro hay dos operaciones, y para obtener apoyo contra Sofronio. Desgraciadamente, Honorio hizo caso de la petición, y en una carta a Sergio declaró: «La voluntad de Nuestro Señor Jesucristo no era sino una (unam voluntatem fatemur), dado que nuestra naturaleza humana fue asumida por la divinidad», e invitó a Sofronio al silencio. La correspondencia entre Sergio y Honorio se conserva en las actas del VI Concilio ecuménico (Mansi, Sacrorum conciliorum nova et amplissima Collectio, vol. XI, coll. 529-554), y fue publicada en latín, griego y francés por Arthur Loth (La cause d’Honorius. Documents originaux avec traduction, notes et conclusion, Victor Palmé, París, 1870, así como en griego y alemán por Georg Kreuzer, Die Honoriusfrage im Mittelalter und in der Neuzeit, Anton Hiersemann, Stuttgart 1975).
Gracias al apoyo del Papa, Heraclio publicó en 638 un tratado doctrinal llamado Echtesis (exposición), en el que imponía como religión oficial la nueva teoría de la voluntad divina única. Durante cuarenta años, el monotelismo triunfó en el imperio bizantino. El más ardoroso defensor de la fe durante esta época fue el monje Máximo, llamado el Confesor, que participó en un sínodo convocado en Letrán (649) por el papa Martín I (649-655) para condenar el monotelismo. Tanto el Papa como Máximo fueron condenados al exilio. A Máximo, por haberse negado a apoyar la doctrina monotelista, le cortaron la lengua y la mano derecha. Hoy, Sofronio, Máximo y Martín son venerados como santos por su indomable resistencia a la herejía monotelista.
La fe católica fue restablecida finalmente en el III Concilio de Constantinopla, sexto ecuménico de la Iglesia, que se reunió el 7 de noviembrede 680 en presencia del emperador Costantino IV y de los representantes del nuevo pontífice, Agatón (678-681). El Concilio condenó el monotelismo y promulgó el anatema contra todos los que habían promovido o favorecido la herejía, sin excluir al papa Honorio de la condena.
En la decimotercera sesión, celebrada el 28 de marzo de 681, los padres conciliares, tras haber expresado su voluntad de excomulgar a Sergio, Ciro de Alejandría, Pirro, Pablo y Pedro, todos ellos patriarcas de Costantinopla, y al obispo Teodoro de Faran, declararon: «Junto con ellos, consideramos que debemos excluir de la Santa Iglesia de Dios y anatematizar también a Honorio, ex pontífice de la antigua sede romana, porque hemos visto en su carta a Sergio que ha seguido en todo su misma opinión y ratificado sus impías enseñanzas» (Mansi, XI, col. 556).
El 9 de agosto de 681, al final de la decimosexta sesión, se renovaron los anatemas contra todos los herejes y partidarios de la herejía, Honorio incluido: «Sergio haeretico anathema, Cyro haeretico anathema, Honorio haeretico anathema, Pyrro, haeretico anathema» (Mansi, XI, col. 622). En el decreto dogmático de la decimoctava sesión, celebrada el 16 de septiembre, se declara: «Considerando que no se mantuvo ocioso aquel que desde el principio fue el inventor de la malicia y que, valiéndose de la serpiente, introdujo la venenosa muerte en la naturaleza humana, así también ahora, descubiertos los instrumentos adecuados a la propia voluntad: nos referimos a Teodoro, que fue obispo de Faran; a Sergio, Pirro, Pablo y Pedro, que fueron prelados en esta ciudad imperial; y también a Honorio, que fue papa en la antigua sede romana; (…); hallados, pues, los instrumentos adecuados, no cesó, por medio de los susodichos, de suscitar los escándalos del error en el cuerpo de la iglesia. Y con expresiones inauditas sembró en el pueblo fiel la herejía de una sola voluntad y una sola operación en dos naturalezas de una persona de la Santísima Trinidad: Cristo, nuestro Dios verdadero. Esto hizo de conformidad con la insensata y falsa doctrina de los impíos Apolinar, Severo y Temistio» (Mansi, XI, coll. 636-637).
Copias autenticadas de las actas del Concilio, suscritas por 174 padres y el emperador, fueron enviadas a las cinco sedes patriarcales, con particular interés a la de Roma. Pero como san Agatón falleció el 10 de enero de 681, las actas del Concilio fueron ratificadas por su sucesor León II (682-683), al cabo de diecinueve meses de sede vacante. En una carta enviada el 7 de mayo de 683 al emperador Costantino IV, el Papa decía: «Declaramos anatema a los inventores del nuevo error, esto es a Teodoro di Faran, Ciro de Alejandría, Sergio, Pirro, Pablo y Pedro de la Iglesia de Costantinopla, así como a Honorio, que no se esforzó por mantener la pureza de nuestra apostólica Iglesia en la doctrina de la tradición de los apóstoles, sino que pemitió con execrable traición que se ultrajase a esta Iglesia sin mancha» (Mansi, XI, col. 733). En el mismo año, el papa León mandó que la traducción latina de las actas fuera suscrita por todos los obispos de Occidente y las firmas fuesen conservadas junto al sepulcro de San Pedro. Como destaca el eminente historiador jesuita Hartmann Grisar, «con esto se pretendía la aceptación universal en Occidente del sexto concilio, la cual, por lo que se sabe, se consiguió sin dificultad» (Analecta romana, Desclée, Roma, 1899, pp. 406-407).
La condena de Honorio fue confirmada por los sucesores de León II, de lo cual da fe el Liber diurnus romanorum pontificum y por el séptimo (787) y octavo (869-870) concilios ecuménicos de la Iglesia (C. J. Hefele, Histoire des Conciles, Letouzey et Ané, París, 1909, vol. III, pp. 520-521).
El P. Amann considera históricamente indefendible la postura de los que, como el cardenal Baronio, sostienen que las actas del VI Concilio habrían sido alteradas. Los legados de Roma estaban presentes en el concilio: sería difícil imaginar que hubieran sido engañados o hubieran expuesto mal una cuestión tan importante y delicada como la condena por herejía de un romano pontífice. Refiriéndose a aquellos teólogos que, como san Roberto Bellarmino, para salvar la fama de Honorio han negado la presencia de errores explícitos en sus cartas, Amann subraya que crean un problema mayor del que pretenden resolver: el de la infalibilidad de las actas de un Concilio presidido por un Papa. Si en efecto Honorio no incurrió en error, los papas y el concilio que lo condenaron se equivocaron. Las actas del VI Concilio ecuménico, aprobadas por el Papa y aceptadas por la Iglesia universal, tienen mucho más peso definitorio que las cartas de Honorio a Sergio. Si se quiere salvar la infalibilidad es mejor admitir la posibilidad histórica de un papa hereje antes que chocar con las definiciones dogmáticas y los anatemas de un concilio ratificado por el Romano Pontífice. Es doctrina común que la condena de los escritos de un autor es infalible cuando el error es anatematizado con nota de herejía, mientras que el magisterio ordinario de la Iglesia no siempre es necesariamente infalible.
Durante el Concilio Vaticano I, la Diputación de la Fe, afrontó el problema exponiendo una serie de normas de carácter general que no sólo se aplicaban al caso de Honorio, sino a todos los problemas pasados o futuros que pudieran darse. No es suficiente que el Papa se pronuncie sobre una cuestión de fe o de costumbres con relación a la Iglesia universal: es necesario que el decreto del Romano Pontífice esté concebido de modo que se entienda como un juicio solemne y definitivo, con la intención de obligar a todos los fieles a creerlo (Mansi, LII, coll. 1204-1232). Hay, por consiguiente, actos del magisterio pontificio ordinario que no son infalibles porque no poseen suficiente carácter definitorio: quod ad formam seu modum attinet.
Las cartas del papa Honorio carecen de estas características. Indudablemente son actos de magisterio, pero el magisterio ordinario no infalible puede contener errores e incluso, en casos excepcionales, formulaciones heréticas. El Papa puede incurrir en herejía, pero no podrá jamás pronunciar una herejía ex cathedra. En el caso de Honorio, como señalaba el patrólogo benedictino Dom John Chapman, no se puede afirmar que pretendiese formular una declaración ex cathedra, definitiva y vinculante: «Honorio podía equivocarse. Se equivocó. Era hereje, precisamente porque no declaró como debía, con autoridad, la tradición petrina de la Iglesia de Roma» (The Condemnation of Pope Honorius (1907), Reprint Forgotten Books, London, 2013, p. 110). Sus cartas a Sergio, aunque versaran sobre cuestiones de fe, no pronuncian anatema alguno ni se ajustan a las condiciones exigidas por el dogma de la infalibilidad. El principio de la infalibilidad promulgado por el Concilio Vaticano I queda a salvo, al contrario de lo que sostenían protestantes y galicanos. Y si Honorio fue objeto de anatema, explicó Adriano II en el Sínodo romano de 869, «fue porque se le había acusado de herejía, única causa por la cual es lícito a los súbditos resistir a sus superiores y rechazar sus perversos sentimientos» (Mansi, XVI, col. 126).
Precisamente apoyándose en estas palabras, tras haber examinado el caso del papa Honorio, el gran teólogo dominico Melchor Cano, recapitula la doctrina más segura con estos términos: «No se ha de negar que el Sumo Pontífice puede ser hereje, de lo cual se puede ofrecer quizá uno o dos ejemplos. Pero que en el juicio de la Fe haya definido algo contra la Fe, no se puede mostrar ni siquiera uno» (De Locis Theologicis, l. VI, BAC, Madrid, 2006, p. 409).
Roberto de Mattei
Fuente: Adelante la fe [Traducción: J.E.F]