Jacinta, ejemplo de una verdadera cruzada cordimariana

Fuente: Distrito de México

El 20 de febrero de 1920 Nuestra Señora vino a cortar la florecilla de Fátima para ponerla junto al trono de Dios como se lo había prometido en aquel consolador “Tú iras al Cielo”.

Estamos ya en el 100° aniversario de su muerte: excelente ocasión para recordarla, leerla y redescubrirla, tomándola como ejemplo de esta Cruzada. Dado el valor del diálogo entre las primas, lo transcribimos textual sintiéndonos tocados con la anécdota de la estampa, que nos anima a seguir difundiendo bonitas imágenes que ayuden a instaurar y amar más a los Sagrados Corazones.

Amor a los pecadores

Jacinta, tomó tan a pecho el sacrificio por la conversión de los pecadores que no dejaba escapar ninguna ocasión. Había allí unos niños, hijos de dos familias de Moita, que pedían de puerta en puerta. Los encontramos un día que íbamos con las ovejas.

Jacinta, cuando los vio, nos dijo:

– ¿Damos nuestra merienda a aquellos pobrecitos por la conversión de los pecadores?

Y corrió a llevársela. Por la tarde me dijo que tenía hambre.

Había algunas encinas y robles. Las bellotas estaban todavía bastante verdes, sin embargo, le dije que podíamos comer de ellas.

Francisco subió a la encina para llenarse los bolsillos, pero a Jacinta le pareció mejor comer bellotas amargas de los robles para hacer mejor los sacrificios. Y así, saboreamos aquella tarde aquel delicioso manjar. Jacinta tomó esto por uno de sus sacrificios habituales; cogía las bellotas amargas o las aceitunas de los olivos.

Le dije un día:

—Jacinta, no comas eso, que amarga mucho.

—Las como porque son amargas, para convertir a los pecadores.

No fueron solamente éstos nuestros ayunos; acordamos dar a los niños nuestra comida siempre que los encontrásemos, y las pobres criaturas, contentas con nuestra generosidad, procuraban encontrarnos esperándonos en el camino. En cuanto los veíamos, corría Jacinta a llevarles toda nuestra comida de ese día, con tanta satisfacción como si no nos hiciese falta.

Nuestro sustento era entonces: piñones, raíces de campánulas (es una florecita amarilla que tiene en la raíz una bolita del tamaño de una aceituna), moras, hongos y unas cosas que cogíamos de las raíces de los pinos, que no recuerdo cómo se llamaban, y también fruta, si es que la había ya en las propiedades de nuestros padres.

Jacinta parecía insaciable practicando sacrificios. Un día, uno de nuestros vecinos ofreció a mi madre un campo donde apacentar nuestro rebaño; pero estaba bastante lejos y nos encontrábamos en pleno verano. Mi madre aceptó el ofrecimiento hecho con tanta generosidad y nos mandó allá. Como estaba cerca una laguna donde el ganado podía ir a beber, me dijo que era mejor pasar allí la siesta, a la sombra de los árboles. Por el camino encontramos a nuestros queridos pobrecitos, y Jacinta corrió a llevarles nuestra merienda. El día era hermoso, pero el sol muy ardiente; y en aquel erial lleno de piedras, árido y seco parecía querer abrasarlo todo. La sed se hacía sentir y no había una gota de agua para beber; al principio, ofrecíamos este sacrificio con generosidad, por la conversión de los pecadores; pero pasada la hora del mediodía, no se resistía más.

Propuse entonces a mis compañeros ir a un lugar cercano a pedir un poco de agua. Aceptaron la propuesta y fui a llamar a la puerta de una viejecita, que al darme una jarra con agua me dio también un trocito de pan que acepté agradecida y corrí para repartirlo con mis compañeros. Di la jarra a Francisco y le dije que bebiese:

—No quiero —respondió.

—¿Por qué?

—Quiero sufrir por la conversión de los pecadores.

—Bebe tú, Jacinta.

—¡También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores!

Derramé entonces el agua de la jarra en una losa, para que la bebiesen las ovejas, y después fui a llevarle la jarra a su dueña.

El calor se volvía cada vez más intenso, las cigarras y los grillos unían sus cantos a los de las ranas de una laguna cercana, y formaban un griterío insoportable. Jacinta, debilitada por la flaqueza y por la sed, me dijo con aquella simplicidad que le era natural:

—Diles a los grillos y a las ranas que se callen; ¡me duele tanto la cabeza!

Entonces Francisco le preguntó:

—¿No quieres sufrir esto por los pecadores?

—Sí, quiero; déjalos cantar – respondió la pobre criatura apretando la cabeza entre las manos.

En su enfermedad le decía a Lucía:

“Ya falta poco para irme al cielo. Tú te quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando tengas que hablar de Ella, no te escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón, que Dios la confió a Ella. Si yo pudiese meter en el corazón de todo el mundo el fuego que tengo aquí dentro en el pecho, quemándome y haciéndome amar tanto al Corazón de Jesús y al Corazón de María”.

Un día me regalaron una estampa del Corazón de Jesús, bastante bonita para lo que los hombres pueden hacer. Se la llevé a Jacinta:

– ¿Quieres esta estampa?

La cogió, la miró con atención y dijo:

– ¡Es tan feo! No se parece nada a Nuestro Señor, que es tan bonito; pero la quiero, ya que siempre es Él.

Y la llevaba siempre consigo. Por la noche y durante la enfermedad, la tenía bajo la almohada, hasta que se rompió. La besaba con frecuencia y decía:

Lo beso en el Corazón, que es lo que más quiero. ¡Quién me diera también un Corazón de María! ¿No tienes ninguno? Me gustaría tener los dos juntos.

En otra ocasión, le lleve una estampa con un cáliz y una hostia. La cogió, la beso; y, radiante de alegría decía:

– Es Jesús escondido. ¡Lo quiero tanto! ¡Quién me diera recibirlo en la iglesia! ¿En el cielo no se comulga? Si se comulga allí, yo comulgo todos los días. ¡Si el Ángel fuese al hospital a llevarme otra vez la Sagrada Comunión! ¡Qué contenta me quedaría!

A veces, cuando volvía de la iglesia y entraba en su casa, me preguntaba:

– ¿Comulgaste?

Si le decía que sí:

– Acércate aquí, lo más cerca de mí, que tienes en tu corazón a Jesús escondido.

Otras veces me decía:

– No sé cómo es: siento a Nuestro Señor dentro de mí. Comprendo lo que me dice; pero no lo veo ni lo oigo; ¡pero es tan bueno estar con Él!

En otra ocasión:

– Mira ¿sabes? Nuestro Señor está triste; porque Nuestra Señora nos habló así para que no Le ofendiesen más, que ya está demasiado ofendido, y nadie hace caso; continúan cometiendo los mismos pecados.”

Pidamos a Jacinta nos alcance las gracias de hacer caso y cambiar de vida para que el pedido de Nuestra Señora no sea en vano, para que Nuestro Señor no esté triste, para que los pecadores no se condenen.

Que esta pastorcita nos alcance la valentía para no “escondernos” ante lo que Dios quiere, la Fe para pedirle al Inmaculado Corazón las gracias que nos son necesarias, y la confianza en que las alcanzaremos si así lo hacemos.

Que esta santita admirable nos dé un amor y un deseo por Jesús escondido que nos lleve a comulgar todos los días si es posible.

Que nos alcance un celo por difundir las imágenes que den devoción a los Sagrados Corazones como ella tenía. “Quien me diera también un Corazón de María”.

Cuando Lucía la animaba a no tener miedo, que el tiempo pasaría rápido y que repitiera: “Dios mío, yo te amo”, “Inmaculado Corazón, dulce Corazón de María”, ella respondía con vivacidad: “No me cansaré nunca de decirlas hasta morir, y después he de cantarlas muchas veces en el Cielo”.

Que ella sea nuestro modelo que nos enseñe a Rezar – Consolar – Reparar, pues ella es el ejemplo de una verdadera cruzada.

Jacinta Marto… ¡Ruega por nosotros!


La Cruzada Cordimariana es una cruzada de oración cuyo objetivo es responder al llamado hecho por la Virgen María en Fátima, a través del rezo del Santísimo Rosario.

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