La Cuaresma y el espíritu de mortificación
El Tiempo de Cuaresma es el tiempo litúrgico que la Iglesia ha establecido como preparación para la celebración del misterio de la Redención. En este tiempo la Iglesia llama especialmente la atención sobre la gravedad del pecado, buscando mover el corazón de sus fieles al arrepentimiento y a los buenos propósitos, con la esperanza de recibir el perdón de Dios y gozar de la alegría pascual, pero para ello deben primero unirse a los dolores de su pasión.
En el período de Septuagésima hallamos el número septuagenario que rememora los setenta años de la cautividad de Babilonia, tras los que el pueblo de Dios, purificado de su grosera idolatría, debía ver de nuevo a Jerusalén, y allí celebrar la Pascua. Ahora la Iglesia propone a nuestra atención el número cuarenta, que al decir de San Jerónimo es propio siempre de pena y aflicción. Recordemos aquel diluvio de cuarenta días y cuarenta noches que Dios envió en tiempos de Noé, que anegó bajo sus olas al género humano, a excepción de una familia. Consideremos también al pueblo hebreo errante durante cuarenta años en el desierto, como castigo de su ingratitud. No es, pues, difícil comprender por qué el Hijo de Dios, encarnado para salvación del hombre, y queriendo someter su carne divina a los rigores del ayuno, haya elegido el número de cuarenta días para este solemne acto. La institución de la Cuaresma se nos presenta así en su majestuosa severidad, como medio eficaz para aplacar la ira de Dios y purificar nuestras almas.
La mortificación se impone a nosotros como una ley fundamental a título de Discípulos y miembros de Cristo: En primer lugar, somos DISCÍPULOS DE JESUCRISTO y debemos conformarnos con su DOCTRINA: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame” (Mt. 16, 24); “si el grano de trigo, después de echado en tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto”; “Quien ama su vida la perderá; mas el que aborrece su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna” (Jn. 12, 24-25). Lo que Jesucristo promete a sus discípulos en esta vida no es la paz, sino LA ESPADA, símbolo de una lucha incesante; no son las diversiones, sino LA CRUZ, símbolo de todo lo que inmola más dolorosamente la naturaleza: “No penséis que Yo he venido a traer la paz, sino la espada… Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de Mí” (Mt. 10, 34 y 38). Además somos MIEMBROS DE JESUCRISTO, por lo que debemos imitar su EJEMPLO: En Jesús, la naturaleza humana era de una rectitud perfectísima; y así, no pudiendo practicar la mortificación como nosotros, bajo forma de represión del viejo hombre, la practicó, para servirnos de modelo, bajo forma de renuncia a todas las satisfacciones de la vida presente, abrazando voluntariamente una vida llena de pobreza, sufrimientos y humillaciones. Caminando tras sus huellas, a nosotros nos toca ahora, según la expresión de San Pablo, continuar y acabar por nuestra parte su sacrificio en la cruz, y lo que falta a sus padecimientos “Ahora me gozo en los padecimientos a causa de vosotros, y lo que en mi carne falta de las tribulaciones de Cristo, lo cumplo en favor del Cuerpo Suyo, que es la Iglesia” (Col. 1, 24), de manera que, Cristo, no pudiendo ya sufrir ni merecer en su cuerpo natural, que está en la gloria, se complace en sufrir y merecer cada día en cada uno de los miembros de su cuerpo místico.
Por otra parte, la mortificación no es sólo necesaria, sino que es además un excelente medio de santificación.
1º La mortificación nos CURA DEL PECADO Y DE SUS CONSECUENCIAS. En efecto, todo pecado conlleva una triple consecuencia que hiere y debilita nuestras almas, y a las cuales la mortificación viene a poner remedio: en primer lugar, el pecado deja en nuestra alma una mancha que la afea a los ojos de Dios; ahora bien, la mortificación, bajo forma de penitencia, borra esa mancha por la virtud de la Sangre de Jesucristo; En segundo lugar, el pecado tiende a fortalecer una mala inclinación del viejo hombre; ahora bien, la mortificación constituye una reacción saludable contra esta desviación, imponiéndose una pena en aquello en que antes se buscó un placer desordenado; En tercer lugar, el pecado acrecienta nuestras deudas, que tendremos que pagar en esta vida o en la otra; ahora bien, toda mortificación ofrece a Dios una reparación por el gozo culpable buscado en el pecado.
2º La mortificación PRESERVA DEL PECADO. Pues por el ejercicio asiduo de la mortificación sometemos cada vez más nuestra carne al espíritu, aseguramos un imperio mayor sobre nuestras malas inclinaciones, y hará más fácil la victoria en los momento de tentación. El soldado que no deja de ejercitarse en tiempo de paz podrá afrontar con éxito la lucha en tiempo de guerra.
3º La mortificación es una CONDICIÓN INDISPENSABLE DE PROGRESO EN SANTIDAD. La razón es que nuestro progreso en la santidad es resultado de dos factores: por un lado, nuestra propia voluntad, la cual se forja sobre todo mediante la mortificación, y así en cada acto de mortificación nuestra voluntad se inclina más a obrar por amor a Dios y no a obrar según los apetitos desordenados de nuestra concupiscencia, y por otra parte está el auxilio de la gracia, sumamente importante e indispensable para nuestra santificación. Ahora bien, los actos de mortificación son muy eficaces, considerados como sacrificios o actos de religión por excelencia, pues tienen gran poder sobre el Corazón de Dios y constituyen un medio excelente para alcanzar de El todas las gracias de santificación, como las Sagradas Escrituras y la experiencia lo demuestran.
Finalmente hay que saber que existen tres clases de actos de mortificacion:
1º Mortificaciones QUERIDAS POR DIOS, o mortificaciones del deber de estado: es todo lo que hay de penoso y crucificante en lo que Dios nos impone por sus mandamientos o los deberes de estado. Cumplirlos con puntualidad, exactitud, buen humor y espíritu sobrenatural es, sin lugar a dudas, la penitencia más agradable a Dios y la que más nos santifica.
2º Mortificaciones PERMITIDAS POR DIOS, o mortificaciones de la providencia: son las que proceden de los acontecimientos, circunstancias y medio en que nos toca vivir, y que Dios permite para nuestro bien: enfermedades del cuerpo, tentaciones, clima, personas con que se convive, acontecimientos adversos, etc. Este tipo de mortificación es muy agradable a Dios, pues “Un golpe que viene de la mano de Dios vale más que mil penitencias voluntarias” (Padre Faber).
3º Mortificaciones de LIBRE ELECCIÓN, o mortificaciones voluntarias, que nos imponemos nosotros mismos por amor a Dios: ayunos, abstinencias, guarda de los sentidos. Son provechosas cuando hacemos uso de ellas con discreción, con el permiso del director espiritual, y a condición de que nos ayuden a ofrecer las que Dios nos envía por nuestro deber de estado o por su providencia.