La destrucción de Jerusalén

Fuente: Distrito de México

Como una parte del Evangelio del último domingo después de Pentecostés se refiere a la destrucción de Jerusalén por los romanos, profetizada por Nuestro Señor, publicamos aquí esta historia interesante según Flavio Josefo (37-100 A.D.), historiador y hagiógrafo judío.

Cuando los judíos parecían una fiera furiosa y salvaje que a falta de otros alimentos se enfurece contra su propia carne, Tito se acercó a Jerusalén en la primavera del año 70 y acampó a las puertas mismas de la ciudad. Estableció un campamento a unos 200 metros del Gólgota, otro frente a la Torre Hípica, junto a la actual puerta de Jaffa, y un tercero, constituido por la 10ª legión, en el monte Olivete. Después de inútiles tentativas para infundir sentimientos de paz en los judíos, mandó Tito cercar la ciudad con trincheras. Terminadas éstas, y cuando descomunales arietes comenzaban a batir en brecha por tres lados a la vez el tercer recinto amurallado, los sitiados, reconociendo demasiado tarde la necesidad de unirse, levantaron grandes alaridos, y aun de los más esforzados se apoderó el desaliento. A pesar de la heroica defensa de los judíos, la muralla fué expugnada a los 15 días de asedio, y Tito comenzó en seguida el ataque del segundo recinto. A los 5 días consiguió derribarlo, y con los más valientes de su ejército penetró en la ciudad.

Mas de todas partes le disparaban a mansalva los judíos: desde las calles, cuyo exacto conocimiento los favorecía; desde los tejados y desde las murallas. Durante tres días impidieron a los romanos la entrada; mas hubieron de ceder al violento ataque del cuarto día. Entonces Tito mandó construir grandes terraplenes para batir la Torre Antonia. Mas apenas levantados, después de 17 días de trabajo, fueron destruidos, por la valentía y astucia de los judíos, que luchaban con el valor que presta la desesperación.

Por desgracia para los judíos, Tito comenzó el asedio de la ciudad después que en ella se había congregado inmensa multitud de peregrinos para celebrar la Pascua, de suerte que, parecía como que todo el pueblo judío se hubiera encerrado en una cárcel. Ello contribuyó a que fuese en aumento el hambre en Jerusalén. Con peligro de la vida, salían de la ciudad los judíos al campo por la noche para recoger algunas hierbas que comer. Muchos de ellos caían en poder de los romanos, los cuales, para amedrentar a los sitiados y obligarlos a rendirse, azotaban y crucificaban a los infelices prisioneros frente a los muros de la ciudad. No pocas veces crucificaron 500 y aún más en un solo día. A la vista de los desgraciados se alzaba el Gólgota.

Para que los judíos abandonasen toda esperanza de evadirse y con más certeza les obligase el hambre a rendirse, bloqueó Tito la ciudad por medio de una estrechísima e ininterrumpida línea de contravalación. El recinto de la ciudad medía 33 estadios, poco más de 6 kilómetros; la linea de contravalación no pasaba de los 39 estadios, poco más de 7 kilómetros, una milla geográfica. Defendían aquel muro de tapia, piedra y arbustos, trece reductos o castillos de diez estadios, o sea de dos kilómetros de perímetro cada uno. Todo el ejército trabajó en la obra con tanto celo, que, pareciendo exigir muchos meses su construcción, se terminó en tres días.

“Te rodearán de trincheras tus enemigos”, había predicho Jesucristo (S. Lucas 19,43). Al poco tiempo cebóse el hambre en la multitud con creciente furor, y la miseria se vió aumentada por una epidemia mortífera. Lo que ordinariamente suele producir repugnancia, se devoraba con avidez: cuero viejo, heno podrido, estiércol, etc. Los hombres arrebataban a las mujeres un bocado, las mujeres a los hombres, los niños a sus padres, y las madres a sus tiernas criaturas; y aun hubo madre que mató al hijo de sus entrañas para devorar su carne. Es imposible describir por menudo todas las atrocidades de los habitantes; jamás ciudad alguna sufrió tanto, y nunca, desde el principio del mundo, hubo generación tan desenfrenada de crímenes. Familias enteras, linajes enteros, fueron muriendo por el hambre. Las terrazas estaban llenas de mujeres y niños extenuados; las calles, de ancianos pálidos. Hombres y adolescentes andaban como sombras y caían medio muertos, y hubo quienes, al ver que se acercaba su hora, se encerraban ellos mismos en la tumba para no quedar insepultos.

Ningún lamento se oía, ningún quejido rasgaba el aire; los que lentamente iban muriendo contemplaban con ojos rígidos a los ya muertos y les envidiaban su suerte. Por todas partes sobre muertos y agonizantes reinaba nocturno silencio, turbado alguna vez por el estrépito de los zelotes, que asaltaban las casas para robar hasta los vestidos de los cadáveres.

Después de muchos ataques infructuosos fué, por fin, expugnada la Torre Antonia, y Tito pensó en atacar el monte del Templo y su muro exterior. Ya antes había invitado repetidas veces a los judíos a capitular; mas ahora renovó de nuevo su oferta. «Pongo por testigos a los dioses de mi patria —mandó decir—, y si ha habido algún dios que haya alguna vez tenido providencia de esta ciudad, pues no creo que ahora la tenga, le pongo asimismo por testigo, y también a mi ejército y a los judíos que están conmigo, de que no os constriño a manchar el Templo. Si os sometéis, ningún romano se acercará al santuario. Yo lo conservaré aunque no lo queráis.» Pero los zelotes sólo despreciaron sus avisos.

Entonces se encendió la lucha más terrible que nunca. Al golpe del ariete se desplomaban los muros norte y oeste del Templo; pero resultaron vanos todos los ataques dirigidos contra el muro oriental del atrio. Intenta el general romano un asalto, y es rechazado con grandes pérdidas. Entonces Tito manda incendiar las puertas; el fuego funde la plata de que están recubiertas, quema la madera y penetra en los pórticos. Todo el día y toda la noche dura el incendio, y a la otra mañana se ordena apagar el fuego. Pero mientras los soldados se ocupan en cumplir la orden, los judíos atacan nuevamente y son rechazados y perseguidos hasta el Templo.

Entre el tumulto general, un soldado romano, elevado hasta una de las ventanas doradas que por el lado del norte daban a una de las estancias inmediatas al santuario, arroja por ellas un tizón ardiente. Prende el fuego en los ricos artesonados, y en un momento se comunica a las salas contiguas al santuario. Al saberlo Tito, acude presuroso con sus oficiales, y con el gesto y con la voz quiere contener a los soldados y obligarles a combatir las llamas. Pero en vano. Las legiones se precipitan tras él; la indignación, el odio y la rapiña las hacen sordas a las órdenes, y al ver en su derredor brillar el oro, creen que el templo encierra inmensas riquezas; no es ya tiempo de domar su salvajismo.

Los judíos, con furor desesperado, caen en el suelo acuchillados; en torno del Altar de los holocaustos yacen amontonados los cadáveres, y la sangre corre a torrentes en las gradas del Templo. Tito penetra en el edificio incendiado, llega hasta el Sancta Sanctorum, y sus ojos contemplan con asombro aquel hermoso templo, cuya magnificencia y esplendidez interior no desmienten lo que por de fuera promete. Todavía espera poder salvar el edificio interior; se esfuerza en dar voces para combatir el fuego; mas nadie le oye. Entre tanto un soldado, inadvertidamente, lleva el fuego al interior, y al instante prende aquí también la llama. Tito hubo de retirarse, y al poco tiempo el Templo se desmorona. Los romanos plantan las águilas imperiales en el lugar santo y ofrecen sacrificios a los dioses. Era el mismo día, del mismo mes en que en otro tiempo ardió el Templo de Salomón, el 9 de Ab, 15 de agosto del año 70 después de Cristo. Medio año antes, en Roma, ardía en el Capitolio el templo de Júpiter, el primero de los dioses romanos, incendiado por los soldados de Vitelio, que luchaban contra los partidarios de Vespasiano.

Cuando los sitiadores, después de varios días de trabajo, abrieron brecha en el Palacio de Herodes, fué espantosa la confusión de los sitiados, y, sin pensar que en las tres torres Hípica, Hasael y Mariamna podían hallar inexpugnable asilo, todos fueron a refugiarse en los corredores subterráneos, de los cuales unos comunicaban con el monte del Templo y otros tenían salida por la fuente de Siloé; a los pocos días el hambre les obligó a rendirse. Más tarde se encontraron allí dos mil cadáveres.

Entre tanto, los romanos plantaron las águilas imperiales en los torreones de Sión y se desparramaron, derribando cuanto sus manos alcanzaban, quemando las casas con los que en ellas se habían refugiado. Dos días y dos noches estuvo ardiendo la ciudad; al tercer día era ésta un montón de escombros, bajo los cuales había infinidad de cadáveres sepultados. Era el 3 de septiembre del año 70. Cuando Tito entró en la ciudad, admiróse de la fortaleza de sus murallas, y en fama de ellas dijo: «Evidentemente nos ha valido la victoria el favor de los dioses, pues sólo un dios ha podido lanzar a los judíos de estas ciudadelas. Contra ellas nada habrían podido la mano de los hombres ni la fuerza de los ingenios».

Más de un millón de hombres pereció durante el sitio. Los prisioneros fueron 97.000; parte fueron enviados a las minas egipcias, parte distribuidos por las provincias para luchar en los anfiteatros unos contra otros o con las fieras. En un solo día perecieron 2.500 judíos en los juegos circenses en honor de Tito en Cesarea de Filipo, y en Beyrut sucumbió una inmensa muchedumbre. Pero los más fueron vendidos por todo el mundo como esclavos. Tito dispuso, finalmente que fuese arrasado cuanto del Templo y de la ciudad quedaba y que el arado pasara sobre los escombros. Sólo exceptuó los tres torreones y una parte de la muralla de occidente para que sirviera de alojamiento a las tropas que allí habían de quedar y diese testimonio del valor de los romanos. 


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