La Gracia Divina: Capacidad para obrar como Dios - Parte 3

Fuente: Distrito de México

En los dos artículos precedentes, hemos explicado los efectos de la gracia en el alma. En particular, la participación a la vida divina y la inhabitación de la Santísima Trinidad que convierte a las almas en templos vivos de las Tres Personas Divinas. Ahora veremos cómo es evidente que nos da igualmente una capacidad para obrar como Dios.

ORGANISMO ESPIRITUAL

Parece exagerado decir esto, pero es una auténtica realidad. La gracia santificante no viene nunca sola al alma, si no que viene acompañada por todo un cortejo de compañeras, las virtudes sobrenaturales.

En todo género de vida hay que considerar tres cosas: en primer lugar el principio de vida, es como si dijéramos el alma; en segundo lugar, las facultades por las que se producen actos de vida, como en el cuerpo, los sentidos; y finalmente, los actos de la persona que vive, que manifiestan su vida y la hacen crecer.

Pues bien, en el orden sobrenatural Dios nos comunica su vida, no sólo en su alma sino también en sus facultades y en sus actos. La gracia es como el alma; las virtudes como las facultades; y las obras meritorias como sus actos.

INJERTO SOBRENATURAL

La gracia se puede comparar a un injerto. Es como un árbol bueno, con vida, pero sin capacidad de producir buenos frutos. Si a este árbol se le coloca un injerto de un buen árbol frutal, el árbol bueno va a aprovechar las nuevas capacidades que le proporciona el nuevo injerto y va a producir frutos que naturalmente no podía producir.

Así pues, Dios ha previsto y dotado al alma en gracia de todos los elementos necesarios para que pueda realizar actos sobrenaturales: al mismo tiempo que la gracia, Dios infunde en el alma una serie de sentidos sobrenaturales, capaces de producir actos sobrenaturales correspondientes a esta vida divina. Estos se llaman principalmente virtudes in­fusas y es la gracia santificante quien los pone en movimiento.

LAS VIRTUDES INFUSAS

Estas virtudes reciben el nombre de infusas porque Dios las infunde en el alma juntamente con la gracia santifi­cante.

Estas virtudes no son las mismas que las que llamamos virtudes adquiridas. Las virtudes adquiridas son como buenos hábitos o costumbres que se obtienen por medio de la repetición de actos: de este modo cada vez se hacen las buenas acciones con más facilidad. Sin embargo, estamos en un nivel humano, es decir, que ante Dios los actos buenos de una persona que no está en estado de gracia son como las buenas obras que hace un animal: un perro doméstico o un caballo; se aprecian pero no como si fueran obras de un hijo.

En cambio las virtudes infusas le dan la capacidad al alma de actuar como hijo de Dios. Son infundidas por Dios, esto es, no se adquieren por fuerza de repetir actos, sino que es Dios quien las pone en el alma; por eso se llaman infusas. El acto virtuoso es el resultado de la acción conjunta de la potencia natural y de la gracia de Dios.

MOTIVO SOBRENATURAL

¿Cómo hemos de poner en movimiento estas virtudes que Dios nos ha dado para poder obrar de un modo divino? Procurando que todos nuestros actos estén movidos por un motivo estrictamente sobrenatural y procurando practicar estas virtudes en la mayor intensidad posible. ¿Por qué decimos esto? Porque un acto puramente natural no merece absolutamente nada en el orden sobrenatural.

Demos un ejemplo. Si hacemos una obra de misericordia movidos más por el sentimiento de compasión que por otra cosa, este acto procedió de una virtud natural de misericordia; se trata de un acto muy bueno pero sin embargo carece de valor para el cielo. En cambio si el motivo fue sobrenatural (v.g.: por amor a Dios, o al prójimo, etc.) la que actuó fue la virtud sobrenatural de misericordia, movida por la caridad, y por eso el acto es meritorio para el cielo. Lo mismo podríamos decir, por ejemplo de la templanza en el comer, de la aplicación en el estudio, de la generosidad en el juego, etc.

Si esto es verdad, nos podemos preguntar: entonces, ¿en cada caso debemos proponernos un motivo sobrenatural para realizar actos de virtud para que sean meritorios para el cielo? Eso sería lo ideal, y así lo hacen los santos con espontaneidad y sencillez, como por un instinto sobrenatural, que procede de la inspiración del Espíritu Santo a través de sus dones, pero este modo de obrar no lo pueden tener inmediatamente todas las almas en gracia. En realidad basta con que una persona tenga una intención que se llama «habitual», es decir, que la persona quiera normalmente agradar a Dios.

EJEMPLOS

Demos algunos ejemplos:

Si una persona en estado de gracia, resiste y vence una tentación, por ejemplo contra la castidad, por un motivo puramente humano (por ejemplo, para no perder su reputación, por el “qué dirán”, etc.), es un acto bueno, pero natural, y por lo tanto, no es meritorio para el cielo.

Si una persona en estado de gracia vence una tentación contra la castidad por un motivo sobrenatural propio a la virtud de la castidad (por ejemplo, para no profanar su cuerpo, que es templo del Espíritu Santo), el acto es sobrenatural, y por lo tanto, meritorio en razón de esta virtud.

Si un católico en estado de gracia, vence una tentación contra esta misma virtud principalmente por amor a Dios, el mérito sobrenatural será mucho más grande, pues a parte del mérito de la castidad, tendrá el mérito del amor a Dios.

De ahí la importancia de esta conclusión para nuestra vida sobrenatural: la manera de hacer más meritorias nuestras obras es practicarlas siempre por amor a Dios, haciendo que la caridad sobrenatural se ejerza de un modo más actual, más intenso y más universal. El amor intenso a Dios es el camino más corto para llegar a la santidad.

EL ALMA EN PECADO

Aquí vale la pena que recordemos algunos principios, porque hasta aquí estamos hablando de las personas en estado de gracia. ¿Qué ocurre si una persona no está en estado de gracia?

Si una persona, en pecado, tiene una tentación, por ejemplo contra la castidad, y resiste y vence, realiza un acto de virtud, pero puramente natural, porque no tiene la virtud infusa de la castidad pureza, que es inseparable del estado de gracia y desaparece automáticamente con ella. Por eso ese acto no tiene valor para el cielo. Todo lo que una persona pueda hacer de bueno si está en pecado mortal, no vale absolutamente nada para el cielo.

LAS GRACIAS ACTUALES

Por todo lo que hemos dicho, la gracia y las virtudes infusas, son la herencia del alma en estado de gracia. Pero ni siquiera todos estos elementos juntos nos permitirían de dar un paso en la vida espiritual. ¿Por qué? Porque es necesario que todos ellos sean movidos por lo que llamamos las gracias actuales.

Como lo indica su nombre, la gracia actual es acto fugaz y transitorio; es un movimiento de Dios que dispone al alma para obrar sobrenaturalmente o para recibir algo sobrenatural.

Cada vez que el alma obra sobrena­turalmente lo hace gracias a un movimiento que le da Dios en ese instante. De ahí se puede deducir que el número de las gracias actuales que recibe el alma es muy grande. Dicho de otro modo: para que el alma pueda obrar de un modo divino no solo necesita el estado de gracia y las virtudes sobrenaturales, sino también que Dios le ayude a cada instante a obrar sobrenaturalmente.

El alma necesita de Dios para poner en movimiento las virtudes sobrenaturales. Por eso decía Nuestro Señor: «Sin mí no podéis hacer nada» (S. Jn. 15, 5). Es inútil tener pulmones si nos falta aire para respirar: la gracia actual es para los hábitos infusos lo que el aire para nuestros pulmones.

El papel de las gracias actuales es muy grande. Podemos hablar de gracias actuales prevenientes, es decir, que preceden al acto del hombre, moviendo o disponiendo la voluntad para que quiera. De gracias concomitantes, es decir, que acompañan al acto del hombre, concurriendo con él a producir el mismo efecto. Y de gracias subsiguientes, es decir, que siguen o continúan a una gracia concedida anteriormente a la que vienen a completar o perfeccionar (por ejemplo: haciéndonos cumplir un buen propósito). De este modo podemos decir que realmente Dios nos lleva de la mano como a una mamá a su niño pequeño.

EL CRECIMIENTO DE LA GRACIA

La gracia está destinada a crecer en el alma. Así nos lo da a entender Nuestro Señor en el Evangelio. Ya lo habíamos dicho antes: que «el Reino de los Cielos se parece a una semilla de mostaza, que toma uno y la siembra en un campo, y con ser la más pequeña de todas las semillas, cuando ha crecido es la más grande de todas las hortalizas y llega a hacerse un árbol, de suerte que las aves del cielo vienen a anidar en sus ramas» (S. Mat. 13, 31ss.).

La vida se le transmite al ser vivo para que crezca; los padres, por ejemplo, le trasmiten la vida a sus hijos para que la reciban y puedan crecer en ella en buena salud; los hijos están destinados a crecer. Lo mismo la gracia de Dios.

Así nos lo dice el Señor en otra parábola del Evangelio, la de los talentos; nos dice el Señor que el Reino de los cielos (la gracia) se parece a un rey que tuvo que irse de viaje y antes de irse le dejó a sus diferentes siervos una cantidad de dinero, a uno 5 talentos, al otro dos y a otro uno, para que negociasen en su ausencia (S. Mt. 25, 14ss.). Y al regresar les pidió cuentas... al que no había hecho nada con su talento lo castigó muy duramente, pues hasta el talento que tenía se lo quitó.

Es normal: Dios al darnos todo lo que nos ha dado y principalmente su propia vida haciéndonos hijos suyos, quiere que le mostremos por nuestras obras el amor de hijos. Ya lo hemos dicho: un ser vivo manifiesta su vida con las obras: ¡cuántos más un hijo! Por eso Dios espera de nosotros la práctica de las virtudes que hemos recibido con la gracia y las obras de hijos de Dios. «No todo el que dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (S. Mt. 6, 21). «El que me ama cumplirá mis mandamientos» (S. Jn. 3, 23).

Dios quiere hijos que le muestren su amor por medio de sus obras.

Pues bien, pidámosle a la Santísima Virgen de un modo especial que nos haga comprender la importancia del ejercicio de la gracia santificante a través de la virtud del amor a Dios y que así nos podamos convertir nosotros en almas fervorosas.