La Iglesia del Papa Francisco
Mientras que el Sínodo de octubre sobre la familia estaba en pleno apogeo, ocurrió un acontecimiento cuyo alcance no habíamos percibido. Aprovechando el cincuenta aniversario de la institución sinodal establecida por Pablo VI, el papa Francisco tuvo un discurso de lo más preocupante sobre la constitución de la Iglesia. Haciendo de la sinodalidad «una dimensión constitutiva de la Iglesia», apelaba a una conversión del papado: "Recuerdo la necesidad y la urgencia de pensar en una conversión del papado".
Este discurso es preocupante, más aún cuando parece inscribirse en un proceso que manifiesta claramente los deseos personales del papa. Desde agosto de 2013, en la entrevista brindada a la revista jesuita La Civiltà Cattolica, el papa mencionaba esta supuesta dimensión sinodal de la Iglesia; primera intervención sibilina. Después vino la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (n°32) donde era reclamada una «conversión del papado» en el ejercicio de su ministerio. Llega entonces este discurso del 17 de octubre, nueva piedra miliar – y no menor – de esta voluntad reformadora. Si se cree en el entorno inmediato del papa, ésta intentará realizarse en el próximo sínodo, que será precisamente consagrado a… ¡la colegialidad! Este proceso no es otro que aquel empleado durante dos años para tratar de perjudicar la constitución divina del matrimonio… Ante esta nueva tormenta que se anuncia, es importante hacer un balance; tanto sobre esta famosa colegialidad, así como para descifrar las orientaciones ya dadas por el papa Francisco.
El contexto: La colegialidad en el Vaticano II
A decir verdad, ni la palabra colegialidad ni la noción que designa, aparece en la Iglesia antes de finales de los años 50 [del siglo pasado]. Por supuesto que desde siempre ha existido una santa cooperación de todos los obispos trabajando para hacer crecer el único Reino de Dios en la triple comunión de fe, de caridad y de subordinación jerárquica. Pues el ejercicio de su episcopado convierte a los obispos solidarios del mismo cargo, por el cual sólo el papa tiene jurisdicción universal. Pero nunca se ha afirmado que el cuerpo de los doce apóstoles había sido instituido en lugar de un «colegio», de tal suerte que el cuerpo de los obispos, sucesor del cuerpo de los apóstoles, no existe y no actúa jurídicamente sino de manera colegial. Al contrario, en su doctrina como en su ley, la Iglesia profesó la constitución monárquica de la Iglesia, en el sentido en que en ella, todo desciende de una sola cabeza, Cristo, donde el papa es el único vicario sobre la tierra, dotado entonces de una jurisdicción universal.
La Iglesia es también monárquica, porque el obispo tiene sólo la jurisdicción ordinaria sobre su diócesis, sin otra autoridad sobre él más que la del papa. Es así que, en y por la Iglesia jerárquica, «Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces» (Santiago 1, 17).
Es precisamente este orden jerárquico el que el Concilio Vaticano II ha minado. A lo largo de las discusiones que rodearon la redacción de Lumen Gentium, se introdujo la idea de que la autoridad en la Iglesia sería esencialmente colegial, de ahí la famosa «colegialidad episcopal». Esto fue cuestionar de frente el primado de jurisdicción del papa, al que no se le brinda más que un primado de honor, incluso una función al servicio de la unidad de la Iglesia. Una visión tal, está claro, se oponía directamente a la constitución divina de la Iglesia, y el Concilio Vaticano II no llegó hasta allá. Éste afirma, no obstante –no sin constituir graves problemas–, una doble autoridad suprema en la Iglesia: por una parte aquella del papa solo, y por otra, aquella del colegio episcopal con el papa a su cabeza. Luego una «nota explicativa» (nota preavia) fue agregada al final del texto de la constitución dogmática, para moderar parcialmente esta falsa dimensión colegial.
La colegialidad del papa Francisco
Este contexto ya esclarece parcialmente el discurso pontifical del pasado 17 de octubre. Mientras el papa ahí afirmaba que, «la sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia, nos ofrece el cuadro de interpretación mejor adaptado para comprender el ministerio jerárquico mismo»; mientras dice que en el seno de la Iglesia «nadie puede ser ‘elevado’ sobre los demás», se comprende que el papa quisiera remediar la duplicación de la autoridad suprema de la Iglesia en favor del solo colegio episcopal, con el papa a su cargo; y por tanto, a expensas del primado jurisdiccional del papa tomado aisladamente del colegio, primado que por tanto, es parte integral de la constitución divina de la Iglesia… Esta evaluación parece confirmada cuando el papa recuerda lo que le parece ser «la necesidad y la urgencia de pensar en una conversión del papado». ¿Qué se entiende por esto? Sin entrar en detalles, el papa da, sin embargo, el criterio de esta «conversión» reclamada, a saber, la dimensión colegialista que él quisiera reconocer a la Iglesia: «El papa no se encuentra solo, por encima de la Iglesia, sino en ella como bautizado entre los bautizados y en el Colegio episcopal como obispo entre los obispos, nombrado al mismo tiempo –como sucesor del apóstol Pedro– a guiar a la Iglesia de Roma que preside en el amor todas las Iglesias.»
Desde entonces, los obispos no estarán más sometidos al papa en tanto que él es el jefe del colegio episcopal: «Los obispos están unidos al obispo de Roma por el vínculo de la comunión episcopal (cum Petro) y están, al mismo tiempo, sometidos jerárquicamente a él como jefe del Colegio.» Ahí de nuevo desapareció el poder pleno y universal del papa solo, a quien deben estar sometidos los obispos del mismo modo que todos los miembros de la Iglesia. Pareciendo querer destruir las últimas salvaguardias de la herejía puestas por los textos, sin embargo, ambiguos del Concilio Vaticano II, el papa Francisco, si venía a concretar sus orientaciones, modelaría una nueva Iglesia que no sería más aquella instituida divinamente por Nuestro Señor Jesucristo.
Una primera concretización
Ejercida en todos los niveles, esta colegialidad asignaría, por ejemplo, una verdadera autoridad doctrinal a las conferencias episcopales. El papa abrió esta pista en Evangelii Gaudium (n°32): «El Concilio Vaticano II afirmó que (…) las conferencias episcopales pueden “contribuir de múltiples y fecundas formas a lo que el sentimiento colegial se realice concretamente”. Pero este deseo no fue realizado plenamente porque no ha sido explicitado suficientemente todavía un estatuto de conferencias episcopales que las conciba como sujeto de atribuciones concretas, comprende allí una cierta autoridad doctrinal auténtica.» Desde un punto de vista doctrinal, una proposición tal podría resultar extremadamente peligrosa, en la medida en la que cuestiona la autoridad propia del obispo sobre su diócesis, pues esta última es de institución divina. También si alguien, aunque sea el papa, viniera a afirmar que el obispo diocesano no puede ejercer su autoridad más que colegialmente, sería simplemente cismático; al igual la Iglesia, que en su derecho avalaría un principio tal, contrario a lo que Cristo instituyó. Desde un punto de vista práctico, si cada conferencia episcopal llegara a ser poseedora de un poder doctrinal, se llegaría bastante rápido a las enseñanzas en materia de fe o de costumbres que serían divergentes, incluso contradictorias, según el país. Eso sería acabar con la unidad de la Iglesia. Desgraciadamente, esto no parece molestar excesivamente al papa Francisco: «Aquello que parece normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi como un escándalo para el obispo de otro continente; lo que es considerado como violación de un derecho en una sociedad, puede ser necesario e intangible en otra; aquello que para ciertas personas es libertad de conciencia, para otras puede ser sólo confusión. En realidad las culturas son tan diversas entre ellas y cada principio general -como ya lo dije, las cuestiones dogmáticas bien definidas por el Magisterio de la Iglesia- cada principio general necesita ser adaptado a la cultura, si quiere ser observado y aplicado». Estas frases fueron pronunciadas por un papa aparentemente decepcionado de que el sínodo sobre la familia no haya llegado lo bastante lejos en las proposiciones relativas a la comunión de los divorciados vueltos a casar, incluso homosexuales y herejes, protestantes, por ejemplo. Dicho de otro modo, en las cuestiones que tocan de hecho la doctrina de la Iglesia, en materia de fe y de costumbres, el papa estaría presto a aceptar diferencias según las iglesias particulares. Se llegaría sencillamente a las iglesias nacionales…
Una dimensión ecuménica
Si se reflexiona, aunque sea un poquito, la concepción de la Iglesia que el papa Francisco quisiera imponer a la Iglesia, sería bastante semejante a aquella de las iglesias cismáticas de la ortodoxia. Esta filiación está además abiertamente reivindicada por el papa Francisco. Lo había hecho, de forma privada, en la entrevista dada a La Civiltá Cattolica: «De ellos [los ortodoxos] podemos aprender muchísimo sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre la tradición de la sinodalidad.» Entonces sería, según él, «reconocer lo que el Espíritu sembró en la otra (la ortodoxia) como un don que nos está también destinado». Tal frase es terrible. Esto pareciera decir que Cristo no dotó a Su Iglesia de todos sus dones, y más aun tratándose de la constitución de la Iglesia, y que al contrario, se llamaría don de Cristo lo que precisamente define en la ortodoxia su dimensión cismática…Pero en el papa Francisco, la voluntad ecuménica predomina sobre todas estas consideraciones. En su discurso del 17 de octubre, muestra al contrario, la necesidad ecuménica de una reforma tal de la Iglesia hasta en su constitución: «El compromiso por edificar una Iglesia sinodal (…) está lleno de implicaciones ecuménicas. Por esta razón, dirigiéndome a una delegación del Patriarcado de Constantinopla, recientemente recordé la convicción de que “el examen atento de la manera en la cual se articulan, en la vida de la Iglesia, el principio de la sinodalidad y el servicio de aquel que [lo] preside, ofrecerá una contribución significativa al progreso de las relaciones entre nuestras iglesias”».
De la colegialidad a la sinodalidad
A pesar de la extrema gravedad de las proposiciones hasta ahora expuestas por el papa, no hemos todavía bebido hasta el fondo el cáliz del error, pues la Iglesia que el papa Francisco quisiera imponer, supera por mucho la concepción cismática de los ortodoxos. Retomando a su cuenta la tesis implícitamente mencionada por el Concilio Vaticano II, después desarrollada por los papas siguientes – en particular Benedicto XVI–, el papa Francisco afirma que «el camino sinodal comienza escuchando al pueblo quien “participa también de la función profética de Cristo”». Como base no se plantea más la infalibilidad de la Iglesia enseñante [docente], sino aquella del pueblo de Dios en su totalidad: «En la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (n°119), subrayé que “el pueblo de Dios es santo a causa de esta unción que lo vuelve infalible in crecendo” […]. El sensus fidei impide una separación rígida entre la Ecclesia docens [Iglesia docente] y la Ecclesia discens [Iglesia discente], ya que el rebaño posee también su propia “intuición” para discernir las nuevas rutas que el Señor abre a la Iglesia. Una Iglesia sinodal es una Iglesia para escuchar […]. El pueblo fiel, el Colegio episcopal, el obispo de Roma, cada uno a la escucha de los demás; y todos a la escucha del Espíritu Santo, el “Espíritu de la Verdad” (Jn 14, 17), para saber lo que le dice a las iglesias (Ap 2, 7).» En resumen, al contrario del Apocalipsis, por cierto citado, Dios no hablaría más a los miembros de la Iglesia primero por la mediación de sus pastores –es San Juan quien transmite, sin embargo, el mensaje divino a las diferentes comunidades–, sino que se dirigiría primeramente a la conciencia de todo el pueblo de Dios (es así que de ahora en adelante es considerado el sensus fidei). La función del magisterio consistiría entonces en autentificar el carácter divino de estas instituciones supuestamente inspiradas del pueblo de Dios. Tal concepción del magisterio, que se llamó magisterio de la conciencia eclesial, no es otra que aquella condenada por San Pío X en su encíclica Pascendi Dominici gregis sobre el modernismo. En esta nueva Iglesia, el Espíritu Santo se dirigiría entonces a la base, mientras que la autoridad, al servicio de esta última, tendría por función autentificar el mensaje de este modo recibido. Si efectivamente así fuera, las palabras del papa Francisco en su discurso del 17 de octubre tomarían todo su sentido; la Iglesia se convertiría en una especie de pirámide invertida: «Jesús instituyó la Iglesia poniendo en la cima el colegio apostólico [error de la colegialidad], en la cual el apóstol Pedro es la “roca” (cf. Mt 16, 18) [reducción de la función de San Pedro como jefe del colegio episcopal, a expensas de su propio poder], aquel que debe “confirmar” a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32). Pero en esta Iglesia, como en una pirámide invertida, la cima se encuentra debajo de la base [Dios habla en primer lugar a la base y no a la cabeza].»
Conclusión
Como consecuencia del dramático motu proprio introduciendo de hecho el divorcio en la Iglesia, luego del sínodo sobre la familia, dejando la puerta abierta a la legitimación moral del adulterio, ciertos observadores autorizados no dudaron en hablar de un cisma de hecho en el seno mismo de la Iglesia Católica. Si los deseos personales del papa Francisco en materia de sinodalidad llegaran a volverse institucionales, llegaríamos entonces a un cisma de derecho. La Iglesia sinodal del papa Francisco sería simplemente formalmente otra que la Iglesia Católica, pues sería de constitución diferente.
R.P. Patrick de la Roque
Sacerdote de la Fraternidad San Pío X.
Fuente: La Porte Latine - Le Chardonnet n°313 de diciembre 2015.