La Iglesia pobre desde el Vaticano II
Según el juicio más generalizado de los teólogos, los documentos publicados por el papa Francisco constituyen indicaciones genéricas de carácter pastoral y moral exentos de un valor magisterial significativo. Esta es una de las razones por las que dichos documentos son objeto de una discusión más libre que ningún otro texto pontificio.
Entre los análisis más penetrantes de los mencionados textos, recomendamos el de un filósofo de la universidad de Perugia, Flavio Cuniberto, titulado Madonna Povertà. Papa Francesco e la rifondazione del cristianesimo (Neri Pozza, Vicenza, 2016), dedicado en concreto a las encíclicas Evangeli Gaudium (2013) y Laudato si (2015). El examen al que somete el profesor Cuniberto los textos, es el de un estudioso que trata de entender la tesis subyacente, que en numerosos casos queda oscurecida por un lenguaje deliberadamente ambiguo y elíptico. Con relación al tema de la pobreza, Cuniberto expone un par de contradiciones: la primera, de naturaleza teológico-doctrinal, y la segunda, de carácter práctico.
Por lo que respecta al primer punto, señala que el Papa Francisco, en contraste con lo que se deduce del Evangelio, hace de la pobreza una condición más material que espiritual, transformándola por tanto en una categoría sociológica. Esta exégesis se trasluce, por ejemplo, en que para hablar del discurso sobre las Bienaventuranzas, escoge el pasaje de Lc 6, 20, en lugar del más preciso de Mt 5, 3 (que utiliza la expresión pauperes spiritu, es decir, los que viven humildemente a los ojos de Dios).
Pero, se podría decir que la pobreza es al mismo tiempo un mal y un bien. De hecho, señala Cuniberto, si la pobreza entendida como miseria material, exclusión y abandono se presenta desde el principio como un mal que es preciso combatir, por no decir como el mal por excelencia, y es por consiguiente el objetivo primario de la actividad misionera, el nuevo significado cristológico que le atribuye Francisco hace de ella al mismo tiempo un valor y además el valor supremo y ejemplar. Se trata, subraya el filósofo perusino, de un complicado embrollo. ¿Para qué combatir y erradicar la pobreza si se trata, por el contrario, de un “tesoro valioso”, y por añadidura, del camino hacia el Reino de los Cielos? ¿En qué quedamos: enemigo a combatir o tesoro valioso? (pp. 25-26).
La segunda dificultad tiene que ver con las causas estructurales de la pobreza. Suponiendo que sea un mal radical, da la impresión de que Bergoglio diagnostica como causa esencial la desigualdad. La solución indicada para extirpar ese mal sería la marxista y tercermundista de redistribuir la riqueza: quitársela a los ricos para dársela a los pobres. Una redistribución igualitaria que pasaría por una mayor globalización de los recursos, que ya no sería sólo para las minorías occidentales, sino que se extendería al mundo entero. Ahora bien, en la raíz de la globalización está la lógica del beneficio, que por una parte es criticada y por otra se propone como medio de erradicar la pobreza. En realidad, el supercapitalismo necesita nutrirse de una cantidad cada vez mayor de consumidores, pero la extensión de su amplia escala de bienestar termina por nutrir la desigualdad que se quería eliminar.
El libro del profesor Cuniberto merece leerse conjuntamente con el del estudioso napolitano Beniamino di Martino, titulado Povertà e ricchezza. Esegesi dei testi evangelici (Editrice Domenicana Italiana, Nápoles, 2013). En una obra bastante técnica, Di Martino desmonta por medio de un riguroso análisis las tesis de cierta teología pauperista.
La expresión contra la codicia, no contra la riqueza resume, según el autor, las enseñanzas evangélicas que analiza. Ahora bien, ¿de dónde nace la confusión teológica, exegética y moral entre pobreza espiritual y pobreza material? No se puede dejar de tener el cuenta el llamado Pacto de las Catacumbas, suscrito el 16 de noviembre de 1965 en Roma, en las Catacumbas de Domitila, por unos cuarenta padres conciliares que se comprometían a vivir y luchar por una Iglesia pobre e igualitaria.
El grupo contaba entre sus fundadores con el padre Paul Gauthier (1914-2002), que había participado en la experiencia de los sacerdotes obreros del cardenal Suhard, condenada por la Santa Sede en 1953, y más tarde, con el respaldo del obispo para el que sirvió de teólogo en el Concilio, monseñor Georges Hakim, fundó en Palestina la familia religiosa de Los compañeros y compañeras de Jesús carpintero. Gauthier era acompañado por su camarada en la lucha Marie-Thérèse Lacaze, que se convirtió en su conviviente cuando abandonó el sacerdocio.
Entre los que apoyaron el movimiento se encontraba monseñor Charles M. Himmer, obispo de Tournai (Bélgica), que convocaba reuniones en el Colegio Belga de Roma; Helder Camara, que todavía era obispo auxiliar de Río de Janeiro y más tarde lo sería de Recife; y el cardenal Pierre M. Gerlier, arzobispo de Lyon, que mantenía estrechos contactos con el cardenal Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia, el cual se hacía representar por su consejero, Giuseppe Dossetti, y su obispo auxiliar, monseñor Luigi Bettazzi (cfr. Xabier Pizaka y José Antunes da Silva, Il patto delle Catacombe. La missione dei poveri nella Chiesa, Edizioni Missionarie Italiane, 2015).
Monseñor Bettazzi, único prelado italiano aún vivo de los que asistieron al Concilio Vaticano II, fue también el único italiano que se adhirió al Pacto de las Catacumbas. Bettazzi, actualmente de 93 años, participó en tres sesiones del Concilio y fue obispo de Ivrea entre 1966 y 1999, cuando dimitió por haber alcanzado el límite de edad.
Si Helder Camara fue el obispo rojo de Brasil, monseñor Bettazzi pasó a la historia como el obispo rojo italiano. En julio de 1976, cuando parecía que el comunismo podía arraigar en Italia, Bettazzi escribió una carta al entonces secretario del Partido Comunista Italiano, Enrico Berlinguer, al cual reconocía la tendencia a realizar una experiencia originaria de comunismo, distinta de los comunismos de otras naciones, y pedía no hostilizar a la Iglesia, sino estimularla, prefiriendo evolucionar según las enseñanzas de los tiempos y las expectativas de los hombres, ante todo de los más pobres, a los que ustedes tal vez puedan o sepan intenpretar de un modo más oportuno. El presidente del PCI respondió al obispo de Ivrea con la carta Comunisti e cattolici: claridad de prinicipios y bases para un entendimiento mutuo, publicada en Rinascita el 14 de octubre de 1977.
En dicha carta, Berlinguer negaba que el PCI profesase explícitamente la ideología marxista como filosofía materialista y atea, y confirmaba la posibilidad de un encuentro entre cristianos y comunistas en el plano de la desideologización. No se trata de pensar del mismo modo, sino de recorrer juntos un mismo camino –afirmaba en sustancia Berlinguer–, con la convicción de que no se es marxista por la ideología, sino por la praxis.
El primado marxista de la praxis se ha introducido en la Iglesia como una incorporación de la doctrina a la pastoral. Y la Iglesia corre el riesgo de volverse marxista en la praxis, falseando también el concepto teológico de pobreza.
La verdadera pobreza consiste en el desapego de los bienes de este mundo, de modo que sirvan para la salvación del alma y no para su perdición. Todos los cristianos deben estar despegados de los bienes, porque el Reino de los Cielos está reservado para los pobres de espíritu, y a algunos de ellos se los llama a vivir una pobreza efectiva, renunciando a las posesiones y el disfrute de los bienes materiales. Pero el valor de esta opción radica en que es voluntaria, nadie la impone.
Desde los primeros siglos, las sectas heréticas han pretendido por el contrario imponer la comunión de bienes a fin de establecer en este mundo una igualdad utópica. En ese mismo bando se alinean en la actualidad quienes desean sustituir la categoría religiosa de los pobres de espíritu por la sociológica de los materialmente pobres. Monseñor Luigi Bettazzi, autor del librito La chiesa dei poveri dal concilio a Papa Francesco (Pazzini, 2014) fue nombrado, el pasado 4 de abril, hijo adoptivo de Bolonia, y podría recibir también la púrpura de manos del Papa Francisco, bajo cuyo pontificado, según el mencionado exobispo de Ivrea, se ha desarrollado el Pacto de las Catacumbas como una semilla de trigo enterrada que crece poco a poco hasta dar fruto (Roberto de Mattei).
Roberto de Mattei
Fuente: Traducido por Adelante la Fe