La penitencia: el Cielo la pide y el mundo la odia

Fuente: Distrito de México

He aquí un buen artículo sobre la penitencia para prepararse a la Cuaresma.

Si hay un concepto radicalmente extraño a la mentalidad contemporánea es el de la penitencia. El término y la noción de la penitencia evocan la idea de un sufrimiento que nos infligimos a nosotros mismos para expiar culpas propias o ajenas y para unirnos a los méritos de la Pasión redentora de Nuestro Señor Jesucristo.

El mundo moderno rechaza el concepto de la penitencia porque está inmerso en el hedonismo y porque profesa el relativismo, que es la negación de todo bien por el cual valga la pena sacrificarse, salvo que sea para la búsqueda del placer. Sólo esto puede explicar episodios como el furibundo ataque mediático en curso contra los Franciscanos de la Inmaculada, cuyos monasterios son representados como lugares de tortura, y todo porque en ellos se practica una vida de austeridad y penitencia.

Usar cilicio o marcarse el pecho con el monograma del nombre de Jesús se considera barbarie, mientras que practicar el sadomasoquismo o hacerse tatuajes indelebles en el cuerpo se consideran hoy en día un derecho inalienable de la persona. Los enemigos de la Iglesia repiten, con toda la fuerza de que son capaces los medios, las acusaciones que han hecho los anticlericales de todos los tiempos. Lo nuevo es la actitud de las autoridades eclesiásticas que, en vez de asumir la defensa de las monjas difamadas, las abandonan, con secreto regocijo, en manos de los verdugos mediáticos. Este regocijo es fruto de la incompatibilidad entre la regla por la que dichas religiosas se obstinan en uniformar su vida y las nuevas normas impuestas por el catolicismo adulto.

Como nos recuerdan las figuras de San Juan Bautista y Santa María Magdalena, el espíritu de penitencia pertenece desde los orígenes a la Iglesia Católica, pero también hoy en día para muchos hombres de Iglesia toda referencia a las antiguas prácticas ascéticas es algo intolerable. Y, sin embargo, no hay doctrina más razonable que la que establece la necesidad de la mortificación de la carne.

Si el cuerpo se rebela contra el espíritu (Gl 5, 16-25), ¿no es acaso razonable y prudente castigarlo? No hay hombre que esté libre de pecado, ni siquiera los cristianos adultos. Entonces, el que expía los propios pecados por medio de la penitencia, ¿no obra acaso según un principio tan lógico como saludable? La penitencia mortifica el yo, doblega la naturaleza rebelde, y repara y expía los pecados propios y ajenos. Si pensamos en las almas amantes de Dios que aspiran a asemejarse al Crucificado, la penitencia se convierte en una necesidad del amor.

Son conocidas las páginas de De Laude flagellorum de San Pedro Damián, el gran reformador del siglo XI, cuyo monasterio de Fonte Avellana se caracterizaba por una extrema austeridad de las reglas. «Quisiera sufrir el martirio por Cristo –escribía–; no tengo la ocasión, pero al menos sometiéndome a los golpes manifiesto la voluntad de mi alma ardiente» (Epístola VI, 27, 416 c.). A lo largo de la historia de la Iglesia, toda reforma ha surgido de la intención de reparar, por medio de la austeridad y la penitencia, los males de su tiempo.

En los siglos XVI y XVII, los Mínimos de San Francisco de Paula hacían (y lo hicieron hasta 1975) un voto de vida cuaresmal que les imponía la abstención perpetua no sólo de carne, sino de huevos, leche y todos sus derivados; los recoletos comían sobre la tierra, mezclaban cenizas con la comida y se tendían a la puerta del refectorio para que les pasaran por encima los pies de los religiosos mientras iban entrando; los hermanos de San Juan de Dios hablan en sus Constituciones de «comer en el suelo, besar los pies a los hermanos, llevar pública reprehensión» y decir sus culpas en público.

Reglas similares tienen los clérigos regulares de San Pablo, los escolapios, el Oratorio de san Felipe Neri y los teatinos. Según documenta Lukas Holste, no hay instituto religioso que no incluya en sus constituciones la práctica del capítulo de las culpas, la disciplina varias veces a la semana, los ayunos y la reducción de las horas de sueño y reposo (Codex regularum monasticarum et canonicarum, (1759) Akademische Druck und Verlaganstalt, Graz, 1958).

A estas penitencias impuestas por la regla, los religiosos más fervientes agregaban otras supererogatorias, que se dejaban a la discreción personal. Por ejemplo, San Alberto de Jerusalén, en la regla que escribió para los carmelitas y que confirmó Honorio III en 1226, después de haber descrito el género de vida de la orden y las correspondientes penitencias, concluye así: «Si alguno quisiere sacrificarse en mayor medida, el propio Señor se lo recompensará a su venida.»

Benedicto XIV, que era un papa moderado y equilibrado, confió los preparativos del Jubileo de 1750 a dos grandes penitentes: San Leonardo de Puerto Mauricio y san Pablo de la Cruz. Fray Diego de Florencia dejó un diario de la misión realizada en la plaza Navona de Roma entre el 13 y el 25 de julio de 1759 por San Leonardo de Puerto Mauricio que, con una pesada cadena al cuello y la cabeza ceñida por una corona de espinas se flagelaba ante la multitud, exclamando: «O penitencia o infierno» (San Leonardo da Porto Maurizio, Opere complete. Diario di Fra Diego, Venezia, 1868, vol. V, p. 249).

San Pablo de la Cruz concluía sus predicaciones inflingiéndose unos golpes tan violentos que era frecuente que alguno de los fieles presentes, no pudiendo resistir el espectáculo, subiera al tablado a riesgo de recibir alguno de los golpes, a fin de sujetarle el brazo (I processi di beatificazione di canonizzazione di san Paolo della Croce, Postulazione generale dei PP. Passionisti, I, Roma, 1969, p. 493).

La penitencia se ha practicado de forma ininterrumpida a lo largo de dos mil años por parte de santos (canonizados o no) que han contribuido con su vida a escribir la historia de la Iglesia, desde Santa Juana de Chantal y Santa Verónica Juliana, que se marcaron en el pecho el monograma de Cristo con un hierro candente, hasta Santa Teresita del Niño Jesús, que escribió el Credo con su sangre al final del librito de los Santos Evangelios que llevaba siempre sobre el corazón.

Esta generosidad no es característica exclusiva de las monjas contemplativas. En el siglo XX, dos santos diplomáticos iluminaron la Curia Romana: el cardenal Rafael Merry del Val (1865-1930), secretario de estado de San Pío X y el siervo de Dios monseñor Giuseppe Canovai (1904-1942), nuncio de la Santa Sede en Argentina y Chile.

El primero llevaba bajo la púrpura cardenalicia un cilicio de crin entretejido con pequeños ganchos de hierro. Sobre el segundo, autor de una oración escrita con su sangre, escribió el cardenal Siri: «Las cadenillas, los cilicios, los terribles flagelos con hojas de afeitar, las heridas, y las cicatrizaciones resultantes no son el principio, sino la culminación de un fuego interior; no son la causa, sino el elocuente y revelador estallido de dicho fuego. Era la claridad por la cual, en sí y en todo, encontraba un valor para amar a Dios y que manifestaba y garantizaba con un cruento sacrificio la sinceridad de toda otra renuncia interior» (Commemorazione per la Positio di beatificazione del 23 marzo 1951).

En los años cincuenta del siglo XX empezaron a declinar las prácticas ascéticas y espirituales de la Iglesia. El padre Juan Bautista Janssens, general de la Compañía de Jesús (1946-1964), intervino en más de una ocasión para hacer volver a sus correligionarios al espíritu de San Ignacio. En 1952 envió una carta sobre la mortificación continua, en la que se oponía a las posturas de la nouvelle théologie, que tendían a excluir la penitencia reparadora y la impetratoria, y escribía que los ayunos, flagelaciones, cilicios y otras  austeridades debían seguir escondidas a los hombres según la norma dictada por Cristo (Mt 6, 16-8), pero no obstante, debían seguir enseñándose e inculcándose a los jóvenes jesuitas hasta el tercer año de probación (Dizionario degli Istituti di Perfezione, vol. VII, col. 472). La penitencia puede adoptar maneras diversas con el paso de los siglos; lo que no puede cambiar es su espíritu, siempre contrario al del mundo. Previendo la apostasía espiritual del siglo XX, la Virgen en persona, reclamó en Fátima la necesidad de la penitencia.

La penitencia no es otra cosa que el rechazo de las falsas palabras del mundo, la lucha contra las potencias de las tinieblas, que se disputan con las angélicas el dominio de las almas, y la mortificación constante de la sensualidad y el orgullo radicados en lo más profundo de nuestro ser.

Sólo aceptando este combate contra el mundo, el demonio y la carne (Ef 6, 10-12), podremos comprender el significado de la visión cuyo centésimo aniversario conmemoraremos dentro de un año. Los pastorcillos de Fátima vieron «al lado izquierdo de Nuestra Señora y un poco más elevado un ángel con una espada de fuego en la mano derecha. La espada resplandecía y de ella salían llamas que parecía que fueran a incendiar el mundo, pero se apagaban con el contacto del resplandor que salía en dirección a él de la mano de Nuestra Señora. El ángel señalaba a la Tierra con la mano derecha, y con fuerte voz exclamaba: "¡Penitencia, penitencia, penitencia!"».

Roberto de Mattei

Fuente: Corrispondenza Romana/LPL du 27 janvier 2016 [Traducido por J.E.F en Adelante la fe]