La Presentación del Niño Jesús y la Purificación de la Virgen María - 2 de febrero
Esta fiesta se nos presenta como el puente entre el misterio de la Navidad y el de Pascua: la Virgen María tiene todavía al Niño en sus brazos, pero lo lleva al templo para ofrecerlo. La Purificación a la cual se sometió la Santísima Virgen por un acto sublime de humildad, sin estar obligada, pasa en el oficio y en la Misa a segundo plano. Lo que sobre todo celebramos en este día es la Presentación del Niño Jesús en el Templo.
A los cuarenta días del nacimiento de Jesús, María se dirigió a Jerusalén para ofrecer el sacrificio prescrito por la ley mosaica. Es una fiesta del Señor y, a su vez, una fiesta de María, una de las fiestas marianas de mayor antigüedad en la liturgia, que contempla el contenido simbólico del tiempo de Navidad.
Con las alegrías de Nochebuena, "la luz brilló en las tinieblas"; con el esplendor de Epifanía, "la luz envolvió a Jerusalén", es decir, a la Iglesia; con la liturgia de hoy, en la procesión que recuerda el viaje de Nuestra Señora a Jerusalén, la luz arde ya en nuestras manos y, como cantamos en el Introito, "hemos recibido tu misericordia, en medio de tu templo", pues el cirio que recibimos de manos del sacerdote es un símbolo de Cristo, "luz para iluminar a las gentes", como decimos con palabras del viejo Simeón. "La cera - dice San Antonio - significa la carne virginal del Divino Infante; el pabilo, su alma; la llama, su divinidad".
Así lo escribe San Lucas en su Evangelio (Lc. 2: 21-35):
"Habiéndose cumplido los ocho días para su circuncisión, le pusieron por nombre Jesús, el mismo que le fue dado por el ángel antes que fuese concebido. Y cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén a fin de presentarlo al Señor, según está escrito en la Ley de Moisés: “Todo varón primer nacido será llamado santo para el Señor”, y a fin de dar en sacrificio, según lo dicho en la Ley del Señor, “un par de tórtolas o dos pichones”.
LA PROFECÍA DE SIMEÓN. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo era sobre él. Y le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Ungido del Señor. Y, movido por el Espíritu, vino al templo; y cuando los padres llevaron al niño Jesús para cumplir con él las prescripciones acostumbradas en la Ley, él lo tomó en sus brazos, y alabó a Dios y dijo: “Ahora, Señor, puedes despedir a tu siervo en paz, según tu palabra, porque han visto mis ojos tu salvación, que preparaste a la faz de todos los pueblos. Luz para revelarse a los gentiles, y para gloria de Israel, tu pueblo”. Su padre y su madre estaban asombrados de lo que decía de Él. Bendíjolos entonces Simeón, y dijo a María, su Madre: “Éste ha sido puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel, y para ser una señal de contradicción, y a tu misma alma, una espada la traspasará–, a fin de que sean descubiertos, los pensamientos de muchos corazones."
Fuente: Misal Diario Católico Apostólico Romano (FSSPX), Sagrada Biblia (Straubinger)