La prudencia cristiana ante la pandemia
¿A quién le toca juzgar si se puede o no asistir a Misa en tiempo de pandemia: a los gobiernos o a la Iglesia?
En Italia, por ejemplo, acaban de hacer un acuerdo entre obispos y ministros para permitir la reapertura de las iglesias bajo ciertas condiciones sanitarias. Este es un caso clásico de lo que en teología se suele llamar «materia mixta»; es decir, asuntos que pertenecen bajo distintos aspectos a los intereses políticos y a los intereses eclesiásticos. Acerca de la importancia de la Misa juzga la Iglesia, acerca del peligro de contagio juzga el ministerio de salud, acerca de la posibilidad de asistir a Misa bajo riesgo de contagio tienen que juzgar ambos.
Pero a la solución de este problema se presenta un problema anterior: hace tiempo que los gobiernos dejaron de juzgar con prudencia cristiana, pues fueron católicos y dejaron de serlo, y las consecuencias de este defecto no son menores.
1o Importancia del bien absoluto en el dictamen de la prudencia
El juicio prudencial debe determinar qué se hace en concreto, teniendo en cuenta todas las circunstancias del caso, y como éstas son infinitas, en toda decisión hay necesariamente un margen de error que el prudente debe acotar. En la reducción de los márgenes de error son preciosas las normas generales que rigen los diferentes aspectos del caso. En nuestro asunto, las normas de una sana epidemiología, por una parte, y de una sana teología, por la otra. Pero lo que más importa para reducir la importancia del error, son los valores absolutos que se defienden al tomar la decisión. Porque el juicio prudencial elige los medios más aptos para alcanzar cierto bien o fin, y desde entonces toda la reflexión queda marcada por el bien que se busca preservar u obtener de modo absoluto, pues de este bien absoluto o fin último depende no sólo la decisión concreta de la prudencia, sino también las mismas normas generales que la rigen. Una epidemiología cuyo bien absoluto o criterio último es el económico, dará normas generales muy distintas que aquella cuyo bien es la vida.
De esta consideración se siguen dos reglas complementarias. La primera es que se puede errar en todo salvo en el fin. Si mi fin es alcanzar el puerto de salvación, puedo elegir un camino más breve o más largo, más calmo o más tormentoso, pues a veces el más largo es más calmo y mejor, y será fácil equivocarse, ¡pero que me conduzcan al puerto de salvación! En cuanto al bien absoluto no se puede dejar margen de error. La segunda regla de prudencia, que complementa la primera, dice que respecto de todos los demás bienes se debe dejar un margen de error.
Si el capitán del barco es además comerciante, y no sólo quiere en absoluto llegar al puerto de salvación, sino también conservar en absoluto su valiosa carga, puede que se salga con la suya, pero las circunstancias de los caminos son tan variadas, que es muy probable que, por no correr el riesgo de perder su carga, no enfrente el camino tormentoso y no llegue nunca al puerto. No se pueden procurar dos bienes absolutos dispares.
Nuestro Señor se refiere a esta segunda regla con estas palabras: «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt. 6 24). Porque el bien absoluto se hace señor de nuestros actos. Y se refiere a la primera regla con estas otras: «Si tu mano o tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo y arrójalo de ti; más te vale entrar en la Vida manco o cojo que, con las dos manos o los dos pies, ser arrojado en el fuego eterno» (Mt. 18 8). Corre el riesgo de perder la mano o el pie, pero no corras el de perder la vida eterna y caer al infierno.
2o La “prudentia carnis” de los gobiernos modernos
Hablamos de gobiernos modernos en el sentido que le da la historia, es decir, los gobiernos tal como fueron siendo desde el inicio de la época moderna, a partir del humanismo renacentista. Desde que Nuestro Señor les dijo a sus Apóstoles: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt. 22 21), la jerarquía eclesiástica supo que ella debía concentrarse en procurar los bienes eternos, y dejar a los gobiernos el cuidado de los bienes temporales. Y cuando el César se hizo cristiano, supo que debía procurar los bienes temporales tanto cuanto sirvieran para alcanzar los eternos, según el principio fundamental de la política cristiana que nos dejó Nuestro Señor: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt. 6 33). El César quedaba encargado de las añadiduras, y si quería asegurarlas, que su intención primera fuera el Reino de Dios y su justicia.
Pero el proceso de la época moderna se caracteriza justamente por la absolutización del fin temporal. Los gobernantes, aún cristianos en cuanto a su fe personal, fueron dejando de subordinar los bienes temporales a los bienes eternos y comenzaron a considerar los fines de sus gobiernos como un fin último absoluto. Así como la Iglesia tenía como fin último el bien eterno, ellos entendieron como fin último el bien temporal: «Que del Reino de Dios se encargue la Iglesia, nosotros tenemos bastante con sostener nuestros reinos». Esta transposición del bien absoluto y fin último hace que la prudencia política deje de ser prudencia cristiana y pase a ser –según el nombre que le da la teología– prudencia de la carne, dejando de ser virtud para pasar a ser vicio:
«La prudencia –dice Santo Tomás– trata de lo que se ordena al fin de toda la vida. Por lo tanto, se dice propiamente “prudencia de la carne” (prudentia carnis) según que uno tiene los bienes de la carne como uúltimo fin de su vida. Ahora bien, esto es manifiestamente pecado, por cuanto el hombre se desordena respecto del último fin, que no consiste en los bienes del cuerpo» (II-II, q. 55, a. 1).
Evidentemente, el fin temporal absolutizado pasa a ser la vida temporal, así como el fin de la Iglesia es la vida eterna. El hombre sin fe pierde la seguridad acerca de lo que le espera después de la muerte, y se vuelca a defender su vida temporal como valor absoluto. Aunque mejor sería hablar de un tiempo de vida temporal, porque morir se muere igual; y también habría que agregar que se trate de un tiempo de buena vida, porque si la miseria la vuelve insoportable, será mejor la eutanasia. Este es, entonces, el criterio de los hombres carnales y de los gobiernos modernos: defender absolutamente la vida, prolongar lo más posible una vida vivible. Si viene un ladrón y le dice: «La bolsa o la vida», pues la bolsa; si viene un tirano y le dice: «La libertad o la vida», pues la libertad; si viene un corrupto y le dice: «La honestidad o la vida», pues –lo siento mucho– la honestidad.
Este es el dictamen de la prudencia moderna ante la pandemia. La pandemia pone en riesgo la vida, que es el valor absoluto; por lo tanto, si hay que renunciar a la economía y llegar al colapso, habrá que hacerlo; si hay que perder la libertad y poner a todos presos en cárcel domiciliaria, aceptamos la tiranía; si hay que abandonar a los enfermos, dejar de enterrar a los muertos, desatender a padre y madre, denunciar al vecino, volviéndose el peor de los miserables, lo siento, no se puede poner en riesgo la vida. Y aun cuando se observe que a la larga habrá más muertes por pobreza, por otras enfermedades, por el encierro y la soledad, y por la pérdida de la concordia social, la elección es clara: «Prefiero mil muertes mañana que mi muerte inmediata», porque el fin absoluto es... un tiempo más de vida.
Lo terrible del caso es que, con esta prudencia carnal de los gobiernos modernos, la inmensa mayoría de la gente está completamente de acuerdo. Veremos mañana cuando empiecen a morirse los mil, pero hoy se aplaude las decisiones del gobierno.
3o La necesaria prudencia cristiana
La prudencia cristiana, única prudencia verdadera por ser la única virtuosa, tiene como bien absoluto y fin último la vida eterna, y sólo la vida eterna, que es posesión de Dios Nuestro Señor: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn. 17 3). Y la regla primera de la prudencia es no poner nunca, por ningún motivo, la vida eterna en riesgo. Más vale perder todos los bienes que pecar y poner en riesgo la vida eterna. Más vale ir preso de por vida, perder la honestidad pública y pasar por miserable ante los ojos del mundo, que pecar y poner en riesgo la vida eterna. Y ni siquiera debo poner en riesgo inmediato mi vida eterna pecando para salvar mil otras almas, como podría pensar un sacerdote amenazado por un poderoso anticristiano. Todos los falsos juicios que la prudentia carnis hace respecto de la vida temporal, los hace con verdad y virtud la prudencia cristiana respecto de la vida eterna. Y la prudencia cristiana también observa la segunda regla, evitando cuidadosamente que ningún otro bien se absolutice, pudiendo así en alguna infeliz circunstancia sustituir al verdadero bien absoluto de la vida eterna.
El prudente no debe temer mucho perder sus bienes, su libertad, su honra pública, su misma vida: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena» (Mt. 10 28). Porque el que no quiere arriesgar los bienes temporales, no elegirá como conviene lo que favorece los eternos: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn. 12 25).
Conclusión
Si la prudencia de los gobernantes frente a la pandemia fuera cristiana, la decisión de cuándo y cómo asistir a Misa sería conjunta, destacando la Iglesia los beneficios de la Eucaristía, y analizando el gobierno los riesgos del contagio. Impedir –por ejemplo– que un enfermo, por contagioso que sea, reciba los sacramentos, es un crimen que clama al cielo, pues por un tiempo de vida corporal se pone en riesgo la vida eterna. El obispo no obligaráa sus sacerdotes a este acto heroico pero debido, y él mismo irási nadie se atreve, porque el cargo episcopal conlleva la obligación de dar la vida por sus ovejas. Pero hoy la prudencia política no es cristiana sino carnal, y sus decisiones no valen nada por desmesuradas. Ni siquiera se saben las dimensiones reales de la enfermedad, ni tampoco quiénes sean aquellos cuya buena vida procuran alentar estos gobiernos, que no parece que sea la de la mayoría de su gente.
Hace tanto tiempo que los gobiernos se mueven con prudencia carnal, que a muchos cristianos les parece normal que el «laico» juzgue de esa manera las cosas de orden temporal, habiendo olvidado lo que significa el orden social cristiano. Ciertamente debemos cuidar la salud, la economía y nuestra posición social, pero cuidemos todavía más que, llegado el momento, estemos dispuestos a arriesgarlo todo por la Misa y lo que ella significa. Es condición para seguir a Nuestro Señor: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a símismo, tome su cruz y sígame». ¿Acaso tomar la Cruz no es asistir a Misa? «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt. 16 24). Esta disposición es uno de los efectos más propios de la comunión: «Despreciar las cosas terrenas y amar las celestiales», como rezan muchas oraciones de nuestros misales.