La Visitación de la Santísima Virgen a Santa Isabel - 2 de julio
La Santísima Virgen visita a Isabel, y Nuestro Señor Jesucristo a San Juan, y lo santifica. Por lo cual, San Juan salta de gozo, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclama: "Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre". La Virgen, Madre de Dios, que lleva en sí a Dios Hijo, pronuncia entonces el sublime cántico Magnificat, repetido a diario por tantos sacerdotes y vírgenes del Señor.
Cuando el Ángel Gabriel anunció a María que Dios pensaba conceder bien pronto un hijo a Isabel, la Virgen voló al punto a Ain-Karin, en donde residía su prima. He aquí el ministerio de la Visitación, que se celebra el día siguiente de la Octava de la Natividad de San Juan Bautista. En este día, como en el Adviento, la Iglesia junta el recuerdo del Precursor al de Jesús y María. Esta solemnidad fue instituida en el año 1389, por el Papa Urbano VI, para alcanzar del cielo el fin del Cisma de Occidente.
En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres, oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo.
De este relato evangélico surgen dos importantes oraciones: la segunda parte del Avemaría y el canto del Magníficat. Estas palabras del cántico, a la vez que nos muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del corazón.
Cuando Isabel oyó el saludo de María, “el niño saltó en su seno. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces: ‘¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno’”.
María, la sierva humilde y fraterna que siempre está dispuesta a atender a todos que la necesitan, respondió alabando a Dios por sus maravillas: “Glorifica mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque se ha dignado mirar la humildad de su esclava…”
San Bernardo de Claraval señalaba que “desde entonces María quedó constituida como un ‘Canal inmenso’ por medio del cual la bondad de Dios envía hacia nosotros las cantidades más admirables de gracias, favores y bendiciones”.
La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida.