Liturgia luterano - católica en Salamanca
Por primera vez en España, el 10 de junio del 2017 se celebró en la iglesia de la Clerecía de Salamanca la denominada liturgia luterano-católica Common Prayer [Oración Común]. Participaron el presidente de la conferencia episcopal española y el secretario del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos.
Fue presidida por el obispo Brian Farrell, secretario del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, y por Martin Junge, secretario general de la Federación Luterana Mundial. El acto contó entre los predicadores con el cardenal Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, y Pedro Zamora, pastor de la Iglesia Evangélica Española.
El acto consistió, informa la Universidad Pontificia de Salamanca, en “una conmemoración ecuménica, entre luteranos y católicos, que refleja en su estructura litúrgica básica el tema de la acción de gracias, la confesión y el arrepentimiento, y el testimonio y compromiso común”.
Es llamativa la referencia a la confesión, detestada por los protestantes en la medida en que exige la mediación del sacerdote para el perdón de los pecados y rompe la idea de Lutero de la salvación por la sola fides [por la sola fe]. En este acto parece despojada de toda condición sacramental.
Se echa a faltar (y afortunadamente, diríamos) una referencia a la Eucaristía y al sacramento ordenado a ella, el del Orden Sacerdotal. Fueron excluidos de esa relación porque, según Martin Junge, “su carácter sacramental y la definición teológica del ministerio y su publicación dentro del contexto eclesial no ofrece hasta el momento una base común con la suficiente convergencia como para seguir avanzando en los procesos de unidad”.
Y es que la realidad es terca: o los luteranos aceptan la teología católica de la Santa Misa, y entonces ya no serán luteranos, o los católicos la abandonamos, y entonces ya no seremos católicos. Lo que no habrá nunca es una liturgia luterano-católica, y tampoco lo fue la de Salamanca. Fue una liturgia luterana, aunque participaran en ella un obispo de la Curia y un cardenal.
Dicha ceremonia clausuraba un congreso de Teología Ecuménica con motivo del quinto centenario de la Reforma, celebrado bajo el título Del conflicto a la comunión.
En él se produjeron algunas de las vacías declaraciones que son frecuentes en el ámbito ecuménico: “Nuestras diferentes tradiciones teológicas, litúrgicas, espirituales y canónicas son una variedad de dones que hemos de cuidar, compartir y presentar y desde esas legítimas diferencias, profundizar y luchar por la unidad”, dijo la rectora de la Universidad Pontificia de Salamanca, Mirian de las Mercedes Cortés Diéguez. Si católicos y protestantes somos solo “tradiciones” distintas (al modo en que pueden entenderse los ritos católicos orientales respecto al latino), si además esas tradiciones son “dones” (se entiende que del Espíritu Santo) y si las diferencias que nos separan son “legítimas”… ¿qué es lo que detiene al movimiento ecuménico oficialista de llegar hasta sus últimas consecuencias? Si es “legítimo” y es un “don” que los luteranos celebren una “cena” sin consagración sacramental ni transustanciación, ¿para qué seguir dialogando sobre el tema? ¡Unámonos en un sincretismo absoluto que tolere los contrarios y olvide el principio de contradicción, y listo!
Máxime si, como apuntó el decano de la Facultad de Teología, Gonzalo Tejerina Arias, "la unidad no tiene marcha atrás, es el futuro del cristianismo: la unidad de los creyentes es el único horizonte de futuro del cristianismo”. Decir que la “unidad” es el futuro olvida que la “unidad” es una de las notas esenciales actuales (no futuras) de la verdadera Iglesia. El futuro deseable es que regresen a ella quienes de ella se separaron. Así que señalar como “único horizonte de futuro” del cristianismo una unión de compromiso entre católicos, herejes y cismáticos es todo un insulto a la virtud teologal de la Esperanza y una falta de caridad hacia los equivocados. Es señalar que, sin el ecumenismo, la Iglesia moriría, contra la promesa de Nuestro Señor de su pervivencia hasta el fin de los tiempos.