Los buenos padres y la educación de los hijos

Fuente: Distrito de México

El Evangelio nos dice que un buen árbol no puede dar frutos malos y que un árbol malo no puede dar frutos buenos. El que ha educado mal a sus hijos, será castigado severamente, y el que los haya instruido en la virtud, recibirá una recompensa grande. Padres y madres, escuchen con atención estas palabras que son de gran importancia para su salvación y la de sus hijos.

Es imposible, o al menos muy difícil, encontrar hijos virtuosos si los han educado padres malos. Padres y madres, escuchen con atención estas palabras que son de gran importancia para su salvación y la de sus hijos. Escuchen bien, muchachos y muchachas que aún no han elegido un estado de vida. Si quieren casarse, aprendan las obligaciones que contraen sobre la educación de sus hijos, y sepan también, que si no cumplen con ellas se condenarán con sus hijos.

Voy a hablarles de dos puntos. Primero: lo importante que es educar a los hijos en los hábitos de la virtud. Segundo: con qué cuidado y diligencia tiene que esforzarse un padre en la educación de sus hijos.

Un padre está obligado a dos cosas con sus hijos: a satisfacer sus necesidades corporales y a formar en ellos hábitos de virtud. Sobre la primera obligación sólo hay que decir que hay padres tan crueles como los animales salvajes, pues derrochan en comida, bebida y placer todo lo que tienen, o todo el fruto de su trabajo, y dejan morir de hambre a sus hijos. Pero, hablemos de la educación, que es el tema de este artículo. Es cierto que la buena o mala conducta posterior de un niño depende de su educación. La misma naturaleza les enseña a los padres a que se ocupen de la educación de sus hijos. Dios se los ha dado a los padres no para que ayuden a la familia, sino para que los críen en el temor de Dios y los guíen por el camino de la salvación eterna. «Los niños — dice San Juan Crisóstomo — son un gran préstamo; ocupaos de ellos con mucho cuidado». Los hijos no se les dan a los padres como un regalo, con el que pueden hacer lo que les gusta, sino como un préstamo; por lo cual, tendrán que dar cuenta a Dios si se pierden por su negligencia.

Uno de los grandes Padres de la Iglesia dice que en el día de juicio los padres tendrán que dar cuenta por todos los pecados de sus hijos. De modo que el que enseña a sus hijos a vivir bien, morirá feliz y tranquilo. 

Pero, al contrario, una muerte muy infeliz espera a los que han trabajado solamente para aumentar sus posesiones o multiplicar la honra de su familia, o que se han preocupado solamente por tener una vida cómoda y placentera, sin velar sobre la moral de sus hijos. San Pablo dice que tales padres son peores que los infieles: «Si alguno no mira por los suyos, sobre todo por los de su casa, ha negado la fe y es peor que un infiel » (1 Tim. 5, 8). Aunque los padres vivan una vida de piedad y oración continua y comulguen cada día, se condenarán si descuidan la educación de sus hijos. Si todos los padres cumpliesen con su deber de velar sobre la educación de sus hijos, no habría tantos crímenes.

San Juan Crisóstomo dice que por educarlos mal, los padres son la causa de que sus hijos caigan en muchos vicios graves. Tener padres viciosos que son incapaces de educarlos en el temor de Dios es una gran desgracia para los niños. En lugar de corregirlos y castigarles al verlos con amistades malas y riñas, son débiles y dicen: «¿Que puedo hacer? Son jóvenes: esperemos, que ya se les pasará». ¡Qué malas palabras, qué cruel educación! ¿Esperan que sus hijos se harán santos al crecer? Escuchen lo que dice Salomón: «Instruye al niño en su camino, que aun de viejo no se apartará de él» (Prov. 22, 6). Un joven que ha adquirido un hábito de pecado, no lo abandonará ni cuando sea viejo. «Sus huesos, llenos aún de juvenil vigor, yacerán con él en el polvo» (Job 20, 11). Cuando un joven ha vivido con hábitos malos, sus huesos están llenos de los vicios de su juventud, de modo que los llevara hasta su tumba, y las impurezas, las blasfemias, y los odios a los que se ha acostumbrado en su juventud, le acompañaran a la tumba. Cuando aún son jóvenes, a los niños es muy fácil enseñarles hábitos de virtud, pero cuando son grandes, es muy difícil corregirlos si han aprendido hábitos de pecado.

San Pablo enseña muy bien, en pocas palabras, lo que es una educación apropiada. Dice que es disciplina y corrección. «Vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y en la enseñanza del Señor» (Efes.6, 4). Disciplina — que es lo mismo que la reglamentación religiosa de la moral de los niños — implica la obligación de criarlos en hábitos de virtudes, con palabras y ejemplo. Primero, con palabras: un buen padre ha de juntar a menudo a sus niños y llenarlos del temor de Dios; así crió Tobías a su hijo. Le enseñó desde su infancia el temor de Dios y a huir del pecado. «Le enseñó desde la niñez a temer a Dios, y a guardarse de todo pecado» (Tob. 1, 10). El libro de la Sabiduría dice que un hijo bien educado es el sostén y la consolación de su padre. «Corrige a tu hijo y será tu consuelo, y las delicias de tu alma» (Prov. 29, 17). Pero, si un hijo bien criado es la delicia del alma de su padre, también un hijo que ignora sus obligaciones como católico, llena de dolor el corazón de su padre, porque la ignorancia de los deberes de católico siempre va unida a una vida mala.

Se cuenta que en el año 1248, un sacerdote ignorante recibió en un sínodo la orden de dar un discurso. Estaba muy emocionado y el diablo se le apareció y le dijo: «Los que dirigen las tinieblas del infierno saludan a los que dirigen las parroquias y les agradecen su negligencia en instruir a la gente; porque de la ignorancia viene la mala conducta y la condenación de muchos». Lo mismo se puede decir de los padres negligentes.

En primer lugar, un padre ha de enseñar a sus hijos las verdaderas de la fe, y particularmente, los cuatros misterios principales. 1) que sólo hay un Dios, creador y Señor de todas las cosas; 2) que este Dios es remunerador, que recompensará a los buenos con la gloria eterna del paraíso y castigará a los malos con los tormentos eternos del infierno; 3) el misterio de la Santísima Trinidad, es decir, que hay un Dios en tres Personas, porque tienen la misma esencia; 4) el misterio de la Encarnación del Verbo Divino, hijo de Dios y Dios verdadero, que se hizo hombre en el seno de María, y sufrió y murió por nuestra salvación.

¿Se puede aceptar la excusa de un padre que diga que no conoce estos misterios? ¿Puede un pecado excusar otro pecado? El que ignora estos misterios esta obligado a aprenderlos, y después enseñarlos a sus hijos o al menos tiene que enviar a sus hijos con un buen catequista. Qué pena ver tantos padres y madres que no son capaces de enseñar a sus hijos las verdades más necesarias de la fe y, en lugar de enviar a sus hijos e hijas al catecismo, los ocupan en cosas triviales; cuando sean grandes, no sabrán el significado del pecado mortal, del infierno ni de la eternidad; no sabrán ni siquiera el Credo, el Padrenuestro ni el Avemaría, que un católico ha de saber bajo pena de pecado mortal.

Los buenos padres no solamente instruyen a sus hijos en estas cosas tan importantes, sino que les enseñan los actos que hay que hacer cada mañana al despertarse. En primer lugar, les enseñan a agradecer a Dios, por haberles conservado la vida durante la noche; después, a que ofrezcan a Dios todos las acciones buenas que van a hacer y todas las penas que van a sufrir en el día; en tercer lugar, a pedir a Dios y a su Santísima Madre María que los preserve de todo pecado durante ese día. Les enseñan a que cada noche hagan el examen de conciencia y recen el acto de contrición. Les enseñan también a rezar cada día los actos de fe, esperanza y caridad; a rezar el Rosario y visitar al Santísimo Sacramento. Algunos padres de familia se procuran prudentemente un libro de meditaciones para leer y tener oración mental, en común, media hora cada día. Es lo que nos exhorta a practicar el Espíritu Santo. «¿Tienes hijos? Adoctrínalos y dómalos desde su niñez» (Ecles. 7, 25). Hay que procurar enseñarles desde su niñez esas costumbres religiosas, para que cuando sean grandes, perseveren en ellas. Hay que acostumbrarlos también a confesarse y a comulgar cada semana.

Es también muy útil infundirles a los niños máximas buenas. ¡A qué ruina llevan a sus hijos los padres que les enseñan máximas mundanas! Algunos padres les dicen a sus hijos: «Tienen que buscar la estima y la alabanza del mundo. Dios es misericordioso y perdona los pecados». ¡Qué miserable el joven que peca por escuchar estas máximas! Los padres buenos enseñan máximas muy distintas a sus hijos. La reina Blanca de Castilla, madre de San Luis rey de Francia, le repetía: «Hijo mío: me gustaría más verte muerto en mis brazos que saberte en estado de pecado» . De modo que tienen que esforzarse en infundirles a sus hijos algunas máximas de salvación cómo: «¿Que nos serviría ganar el mundo entero si perdemos nuestra alma. Cualquier cosa de la tierra se acaba, pero la eternidad nunca acaba. ¡Se puede perder todo, pero no a Dios!» Una de estas máximas bien impresa en la mente de un joven, siempre le conservará en la gracia de Dios.

Pero los padres tienen también la obligación de instruir a sus hijos en la práctica de la virtud, no solamente con palabras sino sobre todo con el ejemplo. ¿Si dan a sus hijos ejemplos malos, como pueden esperar que ellos vivan bien? Cuando se corrige a un joven libertino por una falta, él contesta: «¿Por qué me reprochas, si mi padre hace peor?» «Quéjanse de sus padres los hijos del impío, viendo que por culpa de él viven deshonrados» (Ecles. 41,10). ¿Como podría un hijo ser bueno y religioso, si tiene el ejemplo de un padre que blasfema y dice groserías, que pasa todo el día en cantinas, jugando y tomando, que acostumbra a ir a casas de mala reputación y que engaña a su prójimo? ¿Acaso espera que sus hijos se confiesen a menudo, cuando él apenas se confiesa una vezal año?

Es como el cuento del cangrejo de mar, que le reprochaba a sus hijos por no andar hacia delante. Ellos le dijeron: «¡Papá!, ¿pero tú cómo andas?» Y el cangrejo siguió andando al revés delante de ellos. Es lo que les sucede a los padres que dan malos ejemplos; después no tienen ni siquiera valor para corregir a sus hijos de los pecados que ellos mismo cometen. Según Santo Tomás, los padres escandalosos obligan a sus hijos a tener una mala vida. «No son padres sino asesinos — dice San Bernardo —. No matan los cuerpos sino las almas de sus hijos» Es inútil que un padre diga: «Mis hijos han nacido con malas disposiciones». No es verdad, pues, dice Séneca: «Se equivocan si piensan que los vicios han nacidos con ellos; han sido injertados». Los vicios no han nacidos con sus hijos, sino que se les han comunicado por los malos ejemplos de sus padres. Si hubiesen dado ejemplos buenos a sus hijos, no serían tan viciosos.

Padres: frecuenten, pues, los sacramentos; escuchen los sermones, recen el Rosario cada día, absténganse de todo lenguaje obsceno, de calumnias y de riñas, y verán cómo sus hijos siguen sus ejemplos. Es particularmente necesario que los instruyan en la virtud desde la niñez. «Dómalos desde su niñez», porque cuando ya sean grandes y hayan tomado malos hábitos, les será muy difícil con sus palabras hacer que se enmienden. Para criar hijos en la disciplina del Señor, es también necesario alejarlos de las ocasiones de cometer el mal. Un padre tiene que prohibir a sus hijos que salgan de noche, que vayan a casas en las que su virtud podría ponerse en peligro o que tengan malas compañías. «Echa fuera — dijo Sara a Abrahám — a esta esclava y a su hijo» (Gén. 21, 10); quería que Ismael, el hijo de la esclava Agar, fuese echado de su casa, para que su hijo Isaac no aprendiese sus malas costumbres. Los malos compañeros son la ruina de los jóvenes. Un padre tiene que prohibir a sus hijos que lleven cosas robadas a la casa.

Al oír el balido de un cabrito en su casa, dijo Tobías: «Mirad que no sea acaso hurtado; restituidlo a su dueño» (Tob. 2, 21).

Los padres tiene que prohibir a sus hijos todo juego que provoque la destrucción de la familia y de las almas, y también bailes, espectáculos malos, conversaciones peligrosas y fiestas malas. Un padre tiene que tirar de la casa las novelas que pervierten a los jóvenes y todos los libros que tienen máximas perniciosas, historias obscenas y amores profanos. No debe permitir que su hija se quede sola con ningún hombre, ni joven ni viejo. «Pero ese hombre instruye a mi hija, es un santo». Los santos están en el cielo; los santos que están en la tierra son de carne y hueso, y podrían hacerse malos con las ocasiones próximas.

Otra obligación de los padres es la de corregir las faltas de la familia. «Críalos en la disciplina y corrección del Señor». Hay padres y madres que son testigos de faltas en la familia y no dicen nada. Por temor de disgustar a sus hijos, algunos padres descuidan el deber de corregirlos pero, si viesen a su hijo caer en un estanque y en peligro de ahogarse, ¿no sería crueldad salvaje no agarrarlo del cabello para salvarle la vida? «El que hace poco uso de la vara, quiere mal a su hijo» (Prov. 13, 24). Si quieren a sus hijos, corríjanlos, y cuando crezcan, castíguenlos, incluso con una vara si es necesario. Digo con la vara, e incluso con el palo, porque han de corregir como padres y no como guardias de prisión.

Tienen que procurar no pegarles cuando están enojados, porque en ese caso hay peligro de pegarles con demasiada dureza, y la corrección no daría frutos, porque así hacen creer que el castigo es el resultado de la ira y no del deseo de ver que enmienden su vida. Digo también que hay de corregirles cuando están creciendo, porque, cuando ya están grandes, corregirles no servirá mucho. Tienen que abstenerse de corregirles con la mano, para que no se hagan más malos ni les pierdan el respeto. ¿De qué sirve corregir a sus hijos con palabras injuriosas e imprecaciones? Castíguenles con una parte de su comida o algunos vestidos, o enciérrenlos en su habitación. He dicho bastante.

La conclusión de este discurso es que el que ha educado mal a sus hijos, será castigado severamente, y el que los haya instruido en la virtud, recibirá una recompensa grande.

San Alfonso María de Ligorio