Los deberes irrenunciables de los cardenales de la Santa Iglesia Romana

Fuente: Distrito de México

La misión de los purpurados es la más alta en la Iglesia Católica después de la suprema, que es la del Sumo Pontífice. De hecho, son los principales colaboradores y consejeros del Papa en el gobierno de la Iglesia universal. Sin embargo, los cardenales no tienen nunca poderes deliberativos con relación al Papa, sino sólo consultivos.

En la conferencia que pronunció en la Fundación Lepanto, el pasado 5 de diciembre, el cardenal Raymond Leo Burke dijo:

 

La carga que llevamos los cardenales sobre los hombros es demasiado grande. Somos el Senado del Papa y sus principales consejeros, y ante todo, debemos servir al Pontífice diciéndole la verdad. Plantearle cuestiones, como hemos hecho con el Papa, entra dentro de la tradición de la Iglesia, precisamente para evitar divisiones y confusión. Lo hemos hecho con sumo respeto por el ministerio petrino, sin faltar a la reverencia debida a la persona del Papa. Hay muchas interrogantes, pero las cinco preguntas principales que le hemos planteado necesitan sin falta una respuesta, por el bien de la salvación de las almas. Todos los días rezamos para que nos dé una respuesta fiel a la Tradición y en la línea apostólica ininterrumpida que se remonta a Nuestro Señor Jesucristo".

Con estas palabras, el cardenal Burke recordó la importancia de la misión de los purpurados, que es la más alta en la Iglesia Católica, después de la suprema, que es la del Sumo Pontífice. De hecho, son los principales colaboradores y consejeros del Papa en el gobierno de la Iglesia universal. Su institución es antiquísima, dado que ya bajo el pontificado de Silvestre I (314-335) se encuentra la expresión de diaconi cardinales. Parece que se debe a San Pedro Damián la definición del Sacro Colegio como Senado de la Iglesia, recogida en el Código de Derecho Canónico de 1917 (can. 230). El Sacro Colegio posee una personalidad jurídica que le atribuye la triple naturaleza de órgano coadjutor, órgano suplente y órgano elector del Sumo Pontífice.

No es preciso cometer el error de equiparar la misión de los cardenales, de ser consejeros del Papa, a la de tomar decisiones conjuntamente con él. Aunque se apoye en el consejo y la asistencia de los cardenales, el Papa no pierde jamás la plenitudo potestatis. Los cardenales sólo participan de su poder en el ejercicio, dentro de los límites que define el propio Pontífice.

Los cardenales no tienen nunca poderes deliberativos con relación al Papa, sino sólo consultivos. Si al Pontífice la conviene valerse de la asistencia del colegio cardenalicio, aun no estando obligado a ello, los cardenales tienen por su parte la obligación moral de aconsejar al Sumo Pontífice, plantearle cuestiones y, dado el caso, de amonestarlo, independientemente del caso que haga el Papa de sus palabras.

La presentación por parte de cuatro cardenales (Brandmüller, Burke, Caffarra y Meisner) de algunas dubia al Papa y al cardenal Gerhard Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, solicitando que aclare la grave desorientación y la gran confusión en torno a la exhortación apostólica Amoris laetitia, entra perfectamente dento de las competencias de los cardenales y no puede ser objeto de la menor censura. Como ha afirmado el canonista Edward Peters, referendario del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica, los cuatro cardinales «han hecho un uso correcto de su derecho (can. 212, § 3) de plantear cuestiones doctrinales y disciplinarias que hay que afrontar sin demora».

En caso de que el Santo Padre no lo hiciera, los cardenales recurrirán colectivamente a una forma de corrección fraterna, según el espíritu de la amonestación que hizo San Pablo al apóstol San Pedro en Antioquía (Gl 2, 11).

El canonista concluye diciendo: «No entiendo cómo se pueda llegar a la conclusión de que cuatro cardenales se arriesguen a ser destituidos de su cargo. Nadie, y menos los cuatro cardenales mencionados, pone en duda la autoridad especial de que goza un Papa sobre la Iglesia (can. 331), ni mucho menos pueden albergar la ilusión de que pueda obligarse a un pontífice a responder a las preguntas que le han planteado.

»Tengo la impresión de que los cuatro cardenales, dado que recibirían de buen grado una respuesta del Papa, se alegran probablemente de haber puesto sobre el tapete unas cuestiones vitales, pensando en que algún día será posible recibir por fin una respuesta. Sin embargo, podrían sin duda ejercer su oficio episcopal de maestros de la fe (can. 375) y proponer respuestas fundadas en su propia autoridad. Es más, creo que son hombres que están preparados para aceptar la irrisión y sufrir incomprensiones y malas interpretaciones de sus actos y motivaciones». La dignidad cardenalicia no es puramente honorífica, sino que conlleva grandes responsabilidades.

Los cardenales tienen privilegios, porque ante todo, tienen deberes. Los honores que se les tributan derivan precisamente del peso de los de las obligaciones que cargan sobre sus hombros. Entre dichas obligaciones se cuenta la de corregir fraternalmente al Papa cuando comete errores en el gobierno de la Iglesia, como sucedió en 1813, cuando Pío VII firmó con Napoleón el infausto Tratado de Fontainebleau, o en 1934 cuando el cardenal decano Gennaro Granito di Belmonte amonestó a Pío XI en nombre del Sacro Colegio, por el uso irresponsable que hacía de las finanzas de la Santa Sede. El Papa sólo es infalible en determinadas condiciones, y sus actos de gobierno y de magisterio pueden contener errores que cualquier fiel puede señalar, con más razón aquellos a quienes se les ha confiado el oficio de ser los máximos consejeros del Sumo Pontífice.

Entre los canonistas medievales que hablan del colegio cardenalicio destaca Enrique de Susa, llamado también el Ostiense, porque era cardenal obispo de Ostia. Este autor ha sido objeto de un reciente estudio por Jürgen Jamin, titulado La cooperazione dei cardinali alle decisioni pontificie ratione fidei. Il pensiero di Enrico da Susa (Ostiense) (Marcianum Press, Venecia, 2015). El profesor Jamin recuerda que Enrique de Susa, al comentar las decretales pontificias, comenta sobre la hipótesis de un Papa que incurra en herejía.

El profesor Jamin recuerda en particular el comentario del Ostiense a las palabras referidas al Papa Nec deficiat fides eius. Según el cardenal obispo de Ostia, «La fe de Pedro no es su fe exclusiva, entendida como un acto personal, sino la fe de toda la Iglesia, cuyo portavoz es el príncipe de los apóstoles. Cristo ruega, por tanto, por la fe de toda la Iglesia in persona tantum Petri, porque es la fe de la Iglesia profesada por San Pedro, que nunca falla et propterea ecclesia non presumitur posse errare» (op. cit., p. 223).

El pensamiento del Ostiense coincide con el de todos los grandes canonistas medievales. El máximo estudioso de estos autores, el cardenal Alfonso María Stickler, destaca que «la prerrogativa de la infalibilidad de oficio no impide que el Papa, como persona, pueda pecar y por consiguiente, volverse personalmente hereje (….) En caso de obstinada y pública profesión de una herejía cierta, porque ya esté condenada por la Iglesia, el Papa se convierte en minor quolibet catholico (frase común entre los canonistas) y deja de ser Papa (…). Este acto del Papa hereje no afecta la infalibilidad pontificia, porque esta no significa impecabilidad ni inerrancia en la persona del Pontífice, sino inerrancia al declarar en virtud de su oficio una verdad de fe o un principio inquebrantable de la vida cristiana (…). Los canonistas sabían distinguir perfectamente entre la persona y el cargo del Papa. Si declararan, por tanto, que el Papa ha dejado de serlo, en cuanto incurre cierta y obstinadamente en herejía, admiten de forma implícita que ese acto personal no sólo no compromete la infalibilidad de oficio, sino que la defiende y afirma: se vuelve automáticamente imposible toda decisión papal contra una verdad ya determinada» (A. M. Stickler, «Sulle origini dell’infallibilità papale», Rivista Storica della Chiesa in Italia, 28 (1974), pp. 586-587).

Los cardenales que eligen al Papa no tienen autoridad para deponerlo, pero sí pueden constatar su renuncia al pontificado en caso de dimisión o de herejía pertinaz y manifiesta. En los momentos trágicos de la historia, tiene el deber de servir a la Iglesia hasta llegar a derramar su sangre por ella, como indica el color rojo de su hábito y la fórmula de imposición de la birreta: «Roja como símbolo de la dignidad del cardenalato, significando que debéis estar dispuestos a conduciros con fortaleza, hasta derramar la sangre, por el incremento de la fe cristiana, por la paz y tranquilidad del pueblo de Dios y por la libertad y la propagación de la Santa Iglesia Romana». Por esta razón, unimos nuestras oraciones a las del cardenal Burke, para solicitar al Papa Francisco que dé a las dubia una respuesta fiel a la Tradición, en la línea apostólica ininterrumpida que se remonta a Nuestro Señor Jesucristo.

Roberto de Mattei - Adelante la Fe